Desde que asumí cierta racionalidad comprendí que mezclar Dios y política solo puede conducir a la manipulación y al sinsentido. No soy creyente, tan solo práctico —si la palabra es la más adecuada— cierto catolicismo cultural y cotidiano, una herencia del Dios de mis abuelos y que me lleva a decir sin ningún tipo de reserva “Dios le pague”, “bendiciones” o “la virgen lo acompañe”. Nada más.
No soy cercano al rito católico, no comprendo la naturaleza difusa de la divinidad y tampoco sustento mi ética desde una perspectiva religiosa. La cuestión sobre Dios me resulta indiferente, pero si considero que no se debe instrumentalizar con una finalidad política, mucho menos por quienes ostentan el poder y deben ser garantes del respeto por la Constitución y las leyes.
En su discurso en La Alpujarra, Quintero afirmó, exteriorizando su fuero interior, que Dios “pone y quita y gobernantes”, y agregó que ese Dios —su Dios— “está con nosotros y no con ellos que son la maldad”. No veo problemático que un político haga alarde de su confesión religiosa; sin embargo, sí me resulta chocante que un alcalde elegido por votación popular (no bajo la prerrogativa del derecho divino) se pase por la faja el Estado laico y asuma que su cargo se lo debe a Dios.
No señor. Si usted llegó a la alcaldía fue porque simplemente ganó una elección, bajo ninguna circunstancia fáctica un Dios lo puso ahí o su cargo emana de un mandato divino. Tampoco es responsabilidad de Dios sacarlo, suspenderlo o llamarlo al orden.
Y no es una discusión menor, el Estado laico es una conquista histórica de base liberal que le restó influencia a la jerarquía católica para imponer su sesgada visión del mundo al conjunto de la sociedad. Así que se debe defender y todos los gobernantes, así sean muy camanduleros o religiosos, lo deben respetar y comprender que su función en un cargo de elección popular es meramente ejecutiva. No son pastores o curas.
Colombia no se gobierna con la Biblia, sino con la Constitución y las leyes. Ya cada quien tiene su espacio privado o social para expresar su fe, pero resulta simplemente descabellado que un alcalde se considere imbuido por una suerte de derecho divino y no vea problema en afirmar que es Dios quien quita o pone gobernantes.
Al alcalde le preguntaron en varios medios sobre sus palabras y respondió que respeta todas las regiones y que inclusive impulsó la expedición de una política pública sobre libertad de cultos. Aunque esa libertad ya viene garantizada desde la Constitución y no depende del resorte de un alcalde.
Otro aspecto curioso del discurso de Quintero —un orador bastante precario— tiene que ver con la maldad, ya que, según se interpreta de sus palabras, el uribismo, el GEA y los revocadores son la maldad y Dios —su Dios— no está con ellos.
No me quisiera adentrar en que podría entender Quintero por maldad, pero ahí solo veo una intención por echar mano de un maniqueísmo primario y reducir las acciones contra su gestión (y su ilegal suspensión) a una arremetida de la maldad. De esa forma y solo desde lo discursivo, Quintero se pinta como salvador y redentor.
Instrumentalizar a Dios para propiciar bandos o legitimar posiciones políticas me resulta peligrosísimo. Es la esencia de las teocracias excluyentes y sectarias; con fortuna, un modelo de gobierno muy reducido en occidente, pero que costó millones de vidas y que sigue sometiendo a millones de personas a auténticos regímenes de terror.
En nuestro país el Estado es laico y todos los gobernantes lo deben entender. Dios no pone o quita gobernantes, y si es el caso, solo debe ser una creencia que se reduzca al fuero interior de aquellos gobernantes, a la práctica de su fe o a sus espacios religiosos de socialización. Así suene impopular —más para políticos empeñados en posicionarse a escala nacional en un país todavía muy católico—, es lo más adecuado y lo que como sociedad debemos defender.
Alcalde, por favor no mezclar Dios y política, estoy seguro que Dios se lo agradecerá. Y que Dios le pague.