Ana, una joven venezolana de 28 años, ingeniera de petróleos, que actualmente reside en la ciudad de Bogotá, se dedica a hacer aseo en casas diariamente, después de vender tintos en la calle por un par de meses cuando recién llegó a la capital en el mes de febrero. No ha abandonado la esperanza de poder regresar a su natal Venezuela algún día, cuando las cosas estén mejores, cuando vuelvan a haber medicinas en los hospitales, y tratamientos disponibles para los enfermos, cuando en los supermercados haya comida de nuevo, cuando no haya que hacer filas para comprar lo poco que hay, cuando salir a la calle no sea tan peligroso y cuando expresar una opinión diferente a la del gobierno no sea motivo para terminar en la cárcel.
Procedente de Maracaibo, Ana recuerda cómo a partir del año 2012 la situación de Venezuela se hizo cada vez más crítica, cómo la inseguridad en las calles fue aumentando y cómo con el pasar de los años no bastaba hacer una cola en el supermercado desde las 4:00 a.m. hasta las 6:00 p.m. para poder comprar arroz o harina, y lo único que conseguían ella y su mamá era llevarse una botella de aceite cada una. Ahora, ya no es necesario hacer filas porque no hay nada que comprar. De hecho, con la plata que desde Colombia Ana le envía a su familia, tienen la posibilidad de comprar bultos, o cajas de comida, a un alto costo.
Allá un kilo de carne es el equivalente a un salario mínimo $2’500.000 bolívares, y la insulina que necesita su abuela semanalmente, que además es casi imposible de conseguir, tiene un valor de $10’000.000 de bolívares, lo equivalente a casi cuatro salarios mínimos. Además, si tienen carne les hace falta arroz y verduras, y si tienen verduras y frutas no pueden permitirse carne o harina. Los niños se alimentan con leche de cabra o chivo, porque las vacas son escasas, porque la desnutrición es cada día algo más común entre los venezolanos.
Ana estudió en una universidad pública, la misma a la que su hermana Camila ya no puede asistir por tres razones principales: la mayoría de profesores han abandonado el país, la soledad en las aulas y la inseguridad en las calles. Ahora Camila se ve obligada a tomar clases por internet, lo cual se ha dificultado en los últimos meses, ya que los cables externos que hacían posible la conexión a internet fueron robados de su casa. Así mismo, los cortes de luz que duran hasta 12 horas son cada vez más repetitivos.
Los padres de Ana no quieren dejar su tierra, se aferran a Venezuela con el mismo amor de aquellos que la han abandonado, que se han marchado en busca de un mejor futuro, de oportunidades, con la esperanza de poder enviar dinero a sus familias para que no aguanten hambre, para volver un día en que Venezuela se levante y de a poco vuelva a brillar.