La actual pandemia que el mundo entero se encuentra enfrentando ha revelado aspectos de nuestro ser que, si bien los tenemos claros, suelen surgir únicamente en momentos de debate filosófico o político, pero no suelen asomarse con tal fuerza en la vida cotidiana. El primitivismo con el que nos comportamos frente a la crisis demuestra el desuso de la razón ante momentos de adversidad y nuestro salvajismo ante la expectativa de la enfermedad; “todo animal consciente de estar en peligro de muerte se vuelve loco. Loco miedoso, loco astuto, loco malvado, loco que huye, loco servil, loco furioso, loco odiador, loco embrollador, loco asesino”, nos recuerda Tony Duvert en su abecedario malévolo. Y la situación actual da perfectamente fe de ello.
Al margen del sinnúmero de debates y dificultades que han salido a la luz (incompetencia de los mandatarios, grave crisis de los sistemas de salud, ignorancia…) la crisis nos ha develado también serios problemas éticos: el egoísmo primando sobre la solidaridad, el mercado sobre la vida, la indiferencia sobre la fraternidad. Y es por ello que se ha venido afirmando con cierto poetismo que debemos ser personas diferentes una vez se supere esta crisis. Cabe entonces la pregunta: ¿Qué tipo de hombre y mujer debe surgir tras la epidemia?
Sin duda, toda crisis nos hace más sabios, toda crisis nos hace amar la sabiduría. Naturalmente hemos comprendido la importancia de la educación, de los sistemas de salud y de los buenos hábitos; con total seguridad estos hábitos deberán adoptarse como rutinarios con o sin coronavirus. Sin embargo, es de esperarse un giro liberador en tal sabiduría, y entender el conocimiento no como el amor por la sabiduría sino como una sabiduría que nace del amor, como Emmanuel Lévinas afirmaba, tal vez con exceso de optimismo pero ciertamente con mucho de esperanza. Un amor desprovisto de sentimentalismos y acondicionado con acciones concretas que tienden al cuidado del otro, a la responsabilidad mutua por la defensa de la vida.
Es precisamente esa preocupación por el otro, esa corresponsabilidad, la que se erige como el principal desafío en estos momentos de crisis. El rostro del otro surge como una obligación moral, pues si algo nos está enseñando el virus es que la única forma de vencerlo será apelando a tal corresponsabilidad, al bienestar general sobre el bienestar individual, a la unidad de todos teniendo como horizonte la defensa de la vida, en contraposición a los acaparadores que creen que comprando tres mil antibacteriales y cien rollos de papel higiénico estarán lejos del virus, olvidando que el cuidado del otro es tan importante como el cuidado propio; lejos de la concepción del que cree que está bien irse de paseo en medio de una cuarentena porque consideran que no pueden contraer el virus y olvidándose de que son potenciales portadores, dejando de lado la corresponsabilidad, con una total indiferencia por la salud del otro. Esa comprensión de que definitivamente necesito que el otro esté libre de virus para que yo también lo esté es la gran lección moral de esta pandemia y puede ser trasladada a otros aspectos de nuestra vida cotidiana; en lo económico, lo pedagógico, lo erótico y lo ecológico; solamente con el bienestar del otro obtendré también mi bienestar.
Y este es el hombre y la mujer nuevos que deben surgir de esta crisis. Hombres y mujeres solidarios, resilientes, sin indiferencia ante el rostro del otro y particularmente ese rostro que sufre. Hombres y mujeres que llevan sobre sus hombros y a su vez se dejan llevar por los otros. Hombres y mujeres que no requerirán ya de una pandemia para unirse y salir adelante ante cualquier adversidad.