Jaime Alonso Acosta hacía tercer semestre de ingeniera mecánica en la Universidad Industrial de Santander. Su papá pegaba ladrillos y su mamá cosía vestidos en Valledupar para mantenerlo en Bucaramanga. En el segundo semestre del 2002 a sus papás les fue mal. No tenían ni para los 180 mil pesos que le costaba la matrícula. Un tío se encargó de él. El 20 de noviembre del 2002 Jaime Acosta, a sus 18 años, participaba por primera vez de una protesta estudiantil. La UIS se cerró durante tres semanas por el recorte presupuestal a la educación pública que imponía el primer gobierno de Álvaro Uribe.
El Escuadrón Móvil Antidisturbios de la Policía, creado en 1999 durante el gobierno de Pastrana, se estrenaba en Bucaramanga. Era una de las 19 unidades que desde esa época operan en el país, todas al amparo de la Dirección de Seguridad Ciudadana, (Disec). Eran las once de la mañana, los estudiantes lanzaban piedras y las papas bombas contra el uniforme de 12 kilos con el que se protege cada uno de los 3.600 policias que conforman la fuerza de choque. Respondían con gases lacrimógenos y arremetidas a bolillo y teaser. De un momento a otro sonó un disparo. Los estudiantes vieron caer a Jaime Acosta, pálido y con un hueco en el pecho. Se murió en la entrada de la universidad. Le disparó un miembro del ESMAD que nunca identificaron. Entre los estudiantes hicieron una vaca para enviarlo de regreso a Valledupar. No hubo responsables por esta muerte. No hubo ni siquiera investigación.
No era la primera vez que una bala fantasma mataba a un estudiante en una protesta reprimida por el ESMAD. En Bogotá llevan ya 18 años mostrando su agresividad cada que vez que salen a la calle a reprimir a los estudiantes revoltosos de la Pedagógica pero sobre todo los de la Nacional . Carlos Giovanni Blanco, estudiante de Medicina de la Universidad Nacional recibió un disparo de arma corta en el pecho durante una protesta reprimida por el ESMAD en Bogotá el 8 de noviembre del 2001. Tampoco Jaime Acosta fue el último manifestante asesinado. En el 2005 moriría en un hospital del Bogotá, después de recibir una paliza por tres agentes, Nicolás Neira, un joven estudiante de 15 años. El 8 de marzo del 2006 en medio de una manifestación el estudiante de la Universidad Distrital de Bogotá Óscar Leonardo Salas cayó muerto al suelo después de que una canica le destrozara el ojo y le llegara hasta el cerebro. Uno de los agentes del ESMAD que reprimió la manifestación testificó en la Fiscalía que el mayor Rafael Méndez, a cargo de la operación, les había ordenado usar “todos los juguetes”, eso se traducía en que se podía usar cápsulas de gas reutilizadas y rellenas de pólvora negra y metralla – pedacitos de vidrio, canicas, frijoles suelos, tachuelas- para socavar a los manifestantes. Al mayor Méndez las investigaciones no le hicieron daño.
Los muertos no pararon: en julio del 2010 cayó asesinado en Cali de un balazo durante un enfrentamiento contra el ESMAD el estudiante de la Universidad del Valle Jhonny Silva. El 10 de noviembre del 2011 Belisario Camayo Guetoto, un indígena del Cauca que se había unido con otras personas que exigían recuperar sus tierras usurpadas por terratenientes murió en enfrentamientos con la policía de un disparo de fusil. Durante el paro agrario del 2013 el campesino Víctor Alberto Triana Benavides recibió una golpiza que lo terminaría matando en un hospital de Facatativá.
Nadie sabe cuántos muertos han dejado los enfrentamientos de manifestantes contra el ESMAD en los 18 años que lleva funcionando. Sus uniformes lucen intimidantes como armaduras inexpugnables que evocan a Robocop. Todo se queda en la apariencia: una bala puede penetrarla con facilidad. Debajo de la armadura llevan un overol negro especial que les da cinco segundos en caso de que una papa bomba les estalle antes de que el fuego pueda hacerles daño y un pasamontañas de esa misma tela. El casco pesa 3 kilos. La guevera, puesta a la altura de los genitales, pesa 2 kilos. Cargar nada más el uniforme es un suplicio
Llegar a pertenecer a esta fuerza no es fácil. Tienen que pasar un durísimo entrenamiento en el Centro Nacional de Operaciones en Tolima. Allí, en el curso de control de multitudes, lo gasean, lo ponen a aguantar hambre, calor y sed. Lo adecúan a las circunstancias a las que se ve a enfrentar durante una manifestación larga. Los preparan para el odio con el que se estrellan cada vez que aparecen. La gente no los quiere, ellos simbolizan la represión furiosa del Estado. Por eso son el blanco de cada pedrada, de cada coctel Molotov. Durante el paro agrario del 2013 260 uniformados resultaron heridos. Cada vez que hay un partido de fútbol en los estadios del país ellos se hacen afuera, expectantes, con la inmovilidad solemne de una estatua y reciben, sin inmutarse, insultos, provocaciones y escupitajos. Todo por un sueldo que, con bonificaciones incluidas, nunca supero los $1.800.000 pesos. No es fácil ser del ESMAD
El nivel de estrés y la tensión se les nota en la manera en la que reaccionan cada vez que salen a la calle. En el 2010, durante un paro de transportadores en Bogotá, un joven llamado Edgar Bautista le reclamó a un agente del Esmad por haber golpeado a una niña. La respuesta del Robocop fue dispararle a quemarropa un gas lacrimógeno en el pecho. En marzo del 2011, trescientas personas se arrojaron al piso para evitar la confrontación en una manifestación que se hacía en Casanare contra la British Petroleum. La respuesta del ESMAD fue pisotearlos sin miramientos. Hace dos semanas, como se ve en esta foto, una mujer fue arrastrada por las calles de Bogotá durante la protesta de Fecode. En abril una manifestación de personas discapacitadas fue dispersada con fuerza desmedida cuando llegaba a la Plaza de Bolívar.
La tensión que desatan quedó plasmada este fin de semana cuando una manifestación pacífica en Buenaventura terminó en desmanes exacerbados por su sola presencia. Solo golpes, gas lacrimógeno, histeria, siguen dejando a su paso.