Ver las cifras y la barbarie de la violencia que ha azotado al país durante los últimos 70 años no deja otra sensación que la irreductible certeza de que en Colombia son los pobres y los vulnerables los que ponen sus muertos al servicio de un conflicto de élites y oligarcas.
Y es que vivir en Colombia es sinónimo de desnudez, más aún cuando se crece en una sociedad en la que se considera que hay vidas que no merecen ser vividas. Y mucho más si se pertenece a una comunidad indígena, campesina, o si eres líder social y periodista opositor.
Pero aunque esto parezca bastante obvio parece que como sociedad aún no nos enteramos de que en Colombia los muertos los ponemos nosotros. Sobre todo, porque es principalmente la población más vulnerable la que durante más de medio siglo de ha encontrado ante un juego de poder y una soberanía difuminada entre múltiples figuras que obedecen a su propia ley y que se han disputado el territorio bajo una excusa política y partidista que ya está desacreditada.
La guerra de los pobres y los engañados es esa misma que hoy nos ha llevado a vivir en un Estado privatizado que ha legitimado el abandono, la muerte y el desplazamiento de miles de familias para otorgar títulos, licencias y predios a empresas extranjeras, narcotraficantes, políticos mafiosos y testaferros.
Nos hemos convertido en el arma y el escudo predilecto de un discurso guerrerista que se alimenta y ensancha sus arcas a diario bajo la defensa de una democracia y una seguridad inexistentes. Y que le ha vendido a los más vulnerables, a los pobres y a los ignorados una idea de patriotismo y odio infundado.
Mientras las familias humildes y la gente del campo envía a sus muchachos a poner el pecho en una guerra que no les pertenece, otros también son obligados, reclutados y abatidos en otros bandos. Y al final del combate cuando solo hay sangre detrás del fuego, los mismos que ostentan sus falsas victorias, alimentan y aumentan su poder con ese discurso de odio, haciéndonos creer que el camino para paz está en la contienda. Vivimos en una guerra entre pobres y desamparados para satisfacer los caprichos de una clase oligarca y déspota que jamás se ha ensuciado.
Los muertos los ponemos nosotros, pero eso a muchos colombianos no les importa, en especial, porque la violencia de las selvas y el campo no llega a sus casas, no traspasa esa barrera de la digitalización, no los conmueve porque la desconocemos, porque no la sentimos, porque no la vivimos. Y así defendemos ciegamente el conflicto armado, la barbarie y la masacre que se vive a diario, porque pensamos que es más fácil seguir aparentando a reconocer que no vale la pena continuar con esa absurda guerra. Porque nos han hecho creer que la solución está en las balas y en el discurso que por años ha estado alabando y poniendo su fe en los tiranos.
Mientras esa realidad de la violencia no toque las fibras más profundas del sentir de cada colombiano, seguiremos asumiendo que no puede haber otro escenario. Pero si y solo si nos preguntamos algo quizá lograremos un cambio.
¿En Colombia quién pone los muertos?