Para el año 1950, Tamalameque era una aldea rural abandonada por el río, cuya gente vivía a espaldas de cualquier civilización circundante. Eran pocos los habitantes del pueblo que podían salir de la comarca, ya que en su mayoría era personal analfabeto, sin oportunidades de estudios. Había casos muy especiales como los hijos y sobrinos de la señora Josefa, la costurera de la Calle Aluminio, quienes habían tenido la oportunidad de viajar a Venezuela en busca de empleo.
Aquella tarde de abril, entró el único carro de línea que hacía el recorrido del Burro hacia Tamalameque. Con gran expectativa, como era la costumbre de los conurbanos, corretearon el carro de línea. Este venía cargado de maletas. Al final, la carrera de los pelaos terminó en el barrio Aluminio en casa de la costurera.
Todos ayudaron a bajar las maletas y las pesadas cajas. Incluso, con admiración, se vio bajar una máquina de coser y mucha ropa y telas para que la costurera hiciera vestidos a sus clientas. Dentro de uno de los paquetes venía una caja rectangular de madera, la cual el viejo Erasmo, el vecino de dos cuadras, reconoció como un reloj pendular de pared. “Es un reloj”, gritó emocionado. Al poco rato explicó las ventajas de un reloj como aparato dador de la hora.
Nacía en ese momento la ilusión para muchos tamalamequeros de por fin estar actualizados con el tiempo, pues la única comunicación cronológica que existía en esa época era el rebuzno del burro o el canto de los gallos y los galanes, quienes podían dar las horas un poco atrasadas. Este nuevo artefacto traído de tierras lejanas podía dar la hora exacta.
“¿Pero quién sabe leer la hora?”, preguntó el alcalde emocionado. El viejo Erasmo respondió: “Yo, yo sé leer la hora”. Todos en coro balbucearon “usted”. El viejo desde su taburete un poco confundido dijo: “Sí, yo, el problema es que tengo que recordar cómo es el cuento”. Erasmo había vivido unos meses en Barranquilla, ciudad en la que unos sobrinos le enseñaron los misterios del reloj, el tema era que eso había sido hace tanto tiempo que no recordaba.
El caso, el viejo se puso a recordar el tema hasta que por fin a los dos días se escuchó el grito en el barrio: “Ya me acuerdo”. Entonces, todos corrieron a casa de Josefa, donde Erasmo titubeó para luego sentenciar con seguridad: “Son las 4 en punto de la tarde”. Desde ese momento todos adecuaron sus labores y oficios al nuevo horario.
Ahí comenzó el suplicio para Erasmo que a cada momento tenía que ir donde Josefa a mirar la hora porque los ancianos lo buscaban para comprobar que no se pasara el tiempo de la pastilla para la tensión, la hora de sacar a comer el burro, de encerrar el ganado, de irse a pescar, en fin... Erasmo dejó de ir al río a pescar y como oficio encontró el de lector de la hora, labor por la cual le daban algunos centavos suficientes para vivir. La que no estaba muy contenta era Josefa, pues en todo momento tenía que dejar pasar a la casa a Erasmo que con sus pies le ensuciaba la sala.
Cualquier día, ella decidió tomar clases de lectura de la hora. De ahí en adelante, ella sola estaba pendiente de las manecillas del reloj y aprendió a adelantarse a la lectura que hacía Erasmo.
Para evitar que le ensuciaran la casa y como ya no necesitando a Erasmo para leer la hora, Josefa decidido descolgar la hamaca y tomar los dos cantos de cabuya que la sostenían para amarrarse el pesado reloj de pared. Se lo colgó en la espalda como un morral militar y entonces cada hora salía por las calles del pueblo con un pito anunciando la hora. Como contraprestación recibía los centavos que en un momento recibía Erasmo.
Erasmo retomó sus labores de pescador. Pasó mucho tiempo para que llegara un paisa vendiendo relojes de pulso a los tamalamequeros y para que de esta forma la vieja Josefa regresara a su labor de costurera.