Es extraño empezar a percibir el mundo a través de una ventana o la pantalla de un celular. Además, todas las cosas a las cuales estábamos acostumbrados cambiaron de un momento a otro y de una forma totalmente abrupta. Estaba pensando en la última vez que salí de mi casa, ese día, como cualquier otro, fui a la universidad y compartí con mis amigos. La ciudad, como siempre, era un caos de esos al que ya estamos acostumbrados y nos parece un poco pintoresco, sin embargo, esa cotidianidad estaba siendo alterada por algo que nos acechaba y que en su travesía por el mundo solo había generado desastre y muerte.
Ese seis de abril, como todos los viernes, me levanté a las nueve de la mañana, tomé mi celular y al entrar a mis redes sociales noté que estaban inundadas con titulares de diferentes medios de comunicación que decían: “Coronavirus en Colombia: primer caso confirmado”. Confieso que no fue algo que me tomó por sorpresa, todos sabíamos que pasaría tarde o temprano. Si había llegado a prácticamente a todo el mundo, ¿por qué acá no? O por lo menos eso fue lo que pensé en ese instante.
Mientras que las redes sociales se empezaban a convertir en foco de pánico con una incontrolable cantidad de información, en su mayoría falsa, en las calles algunos lo tomaban a la ligera, “como una simple gripita que no causaría mucho daño”. De hecho, eso fue lo que escuché en una conversación de dos mujeres en el TransMilenio cuando me dirigía a la universidad. Otras personas, por el contrario, usaban tapabocas que alcanzaban a cubrir sus rostros de angustia y zozobra. Algo había cambiado, todo se sentía diferente.
Todo fue cuestión de semanas, empezó con unos pocos días de “aislamiento preventivo” solo en Bogotá y el lunes 20 de marzo a las siete de la noche el país estaba conmocionado: el presidente Iván Duque, acompañado por su gabinete, había decretado un aislamiento preventivo obligatorio hasta, en aquel momento, el 13 de abril. Su rostro no expresaba más que cansancio y desasosiego. La pandemia no solo afectaba el cuerpo colapsando los pulmones, sino que empezó a tocar la vida en todos los sentidos: se acabaron los abrazos y las conversaciones acompañadas por un café, las calles eran escenario de desolación y esa normalidad, que parecía insoportable a veces, se había convertido en un tesoro invaluable.
¿Quién iba a pensar que éramos tan vulnerables? La preocupación se volvió protagonista en todos los hogares, entre esos, el mío. El único problema ya no era el virus. La economía comenzó a pender de un hilo, cómo no, si cerca del 50% de los colombianos viven de la informalidad y el salario a duras penas alcanza para cubrir lo básico. Nadie estaba preparado para esto. Algunas personas cercanas empezaron a ser despedidas y otras han sido obligadas a asistir a sus lugares de trabajo, exponiendo su salud y la de su familia, ¡sí, obligados! Y no solo por sus empresas sino por la situación: te expones al virus o a morir de hambre, es así de simple….
Algunos sectores de Bogotá se tiñeron de rojo, en puertas y ventanas cuelgan banderas que simbolizan que allí se está pasando hambre. En la entrada del conjunto en donde vivo hay una pequeña caja, que me ha devuelto un poco la fe en las personas, tiene escrito con un marcador rojo “si lo necesita tómelo y si tiene, dónelo”. Sorprendentemente todos los días veo que la caja es llenada nuevamente.
Esta es la situación a hoy 23 de abril unos días después de que se supone debería haber terminado la cuarentena, pero no, como era de esperarse, no fue así. La cifra de contagiados en el país a hoy esta cerca de los 4.356 contagiados y 206 muertos. El aislamiento obligatorio ha sido extendido hasta el 11 de mayo.