No ha quedado bien claro quién ha ganado la batalla de Cataluña, pero si es evidente que los grandes perdedores han sido el diálogo, la convivencia democrática, el civismo, la sociedad civil y el sentido común. Entre la irresponsabilidad de algunos, convocando a una consulta que iba ocasionar la confrontación civil que hemos visto en las calles catalanas, y la escasa capacidad política de otros, para reconducir por la vía del diálogo el inevitable choque de trenes que se avecinaba, hemos llegado a esta situación de punto muerto. Nos encontramos en un momento en que constatamos con tristeza cómo se han destruido los puentes entre las dos partes, pero también como se ha impuesto casi como algo natural la ausencia de una mínima y necesaria discusión de forma sosegada entre dos propuestas políticas diametralmente opuestas en teoría, pero me niego a pensar que irreconciliables tras siglos de convivencia pacífica entre catalanes y españoles. Aquí no hay, como pretenden algunos que arriman la sardina a sus ascuas, odios elefantísticos perdidos en la noche de los tiempos.
Cataluña, ¿como Bosnia y Herzegovina en 1992?
En febrero de 1992, el presidente de Bosnia y Herzegovina, Alija Izetbegovic, convocaba una consulta secesionista para declarar independiente a esta exrepública exyugoslava, contraviniendo los llamados de las minorías serbia y croata —más del 50% del censo— en el sentido de que no lo hiciera y actuando de una forma ilegal en contra de la Constitución yugoslava. La consecuencia inmediata de la consulta, en la que ganó afirmativamente la propuesta independentista, fue la terrible guerra de Bosnia, en las que murieron más de doscientas mil personas. También hubo dos millones de refugiados y desplazados, miles de heridos, desaparecidos, mutilados, torturados y un sinfín de dramas personales y humanos difícilmente cuantificables. Izetbegovic sabía que el camino hacia la guerra estaba cimentado sobre su dichoso referéndum y que al día siguiente de aprobarse la independencia comenzarían a sonar las armas y toda posibilidad de acuerdo político quedaría descartada. ¿Por qué actuó de una forma tan irresponsable el líder bosnio? Está claro: pretendía presentarse como víctima del gobierno de Belgrado y desacreditar a los serbios, acusándoles de actuar como criminales y sádicos, ante la comunidad internacional para forzar una intervención de la misma en su país. Pero no fue así y la OTAN tardó tres largos años en actuar. Tres largos años de sangre, sudor y lágrimas para su pueblo a merced de tamaña irresponsabilidad.
De la misma forma y buscando los mismos objetivos de una forma burda, el presidente catalán, Carles Puigdemont, sabía que si seguía con su consulta la confrontación estaba servida y el enfrentamiento con el Estado sería inevitable. La consulta era ilegal, ilegítima y no recogía el necesario consenso de la sociedad catalana para ser puesta en marcha. Los partidos nacionalistas que apoyan a Puigdemont obtuvieron el 48% de los votos en las últimas elecciones autonómicas y tienen sólo 71 de los 135 escaños del parlamento catalán, una fuerza de peso pero no mayoritaria para llevar a cabo semejante consulta. Quizá de todos estos asuntos le podría haber informado el autotitulado "ministro de asuntos exteriores" de Cataluña, Raúl Romeva, quien conoce bien la tragedia bosnia e incluso llegó a escribir un libro sobre la misma —Bosnia-Hercegovina: lliçons d’una guerra—, que por cierto me regaló el mismo autor y donde habla de todos estos asuntos y sobre los trágicos procesos independentistas acontecidos en la antigua Yugoslavia. Se estaban metiendo en la boca del lobo y lo sabían, nada de inocencia había en sus juegos políticos.
Falta de valentía política
Pero las responsabilidades son compartidas, a mi entender, por ambas partes. El presidente de Gobierno español, Mariano Rajoy, ha aplicado sus viejas tácticas de dejar pudrir los problemas para ver si por sí mismos se resuelven, como hizo tantas veces con notable éxito, y no tuvo los suficientes reflejos políticos para hacer frente a la más grave crisis que se le avecinaba a la joven democracia española. Luego se negó de una forma rotunda y contundente a establecer una negociaciones con los que consideraba como "golpistas", en una estrategia suicida en el largo plazo aunque aplaudida y jaleada por algunos medios de Madrid, pero poco práctica a la hora de resolver un problema de hondo calado. La historia demuestra que para poner fin a las guerras y a los conflictos tienes que hablar con tus enemigos, por muy sangrienta y bárbara que haya sido la contienda.
En 1977, por poner un ejemplo, el presidente egipcio de entonces, Anwar el-Sadat, viajó hasta Jerusalén invitado por Israel y habló ante el legislativo israelí. Defendió con valor la paz y el diálogo, ante unos parlamentarios atónitos, frente al recurso al uso de la fuerza. Comenzó una relación entre ambos países que puso fin a la guerra y selló una paz casi definitiva en la región tras la entrega del Sinaí ocupado por los israelíes a Egipto. La valentía y la voluntad política de Sadat se impusieron a las pulsiones emocionales, los odios africanos tras décadas de guerras y, en definitiva, a la doctrina imperante en el mundo árabe de entonces en el sentido de que el único camino para acabar con la "entidad sionista" era "tirar a los judíos al mar".
Esa valentía política de Sadat es la que hoy se echa en falta hoy en España. Y esa carencia de la misma, resumiendo, es la que nos ha llevado a este enfrentamiento absolutamente tercermundista en pleno siglo XXI. La batalla de Cataluña la hemos perdido todos los demócratas pues no hemos sido capaces de como dice el poema de Blas de Otero, versionado por el cantautor Victor Manuel, de haber establecido un marco político "donde entendernos sin destrozarnos/ donde sentarnos y conversar".