Debo confesar que cuando vi esta imagen, que desconozco su autenticidad, fueron varias las sensaciones que tuve, la mayoría, claro está, totalmente paradójicas. Y es que los profesores con el título de doctorado que he tenido en mi trasegar académico son radicalmente opuestos, sin ningún aviso de puntos medios: son extraordinariamente buenos o extraordinariamente nefastos.
Empecemos por los buenos —soy así, optimista a morir—, son profesores que, desde su cima intelectual, se ven más prestos para colaborar con sus estudiantes como ningún otro, se sorprenden,como si fueran verdaderos niños cuando escuchan algo realmente maravilloso de sus "discípulos", casi que estoy seguro que se llevan esa reflexión, claramente inocente —pues muchos demeritan lamentablemente la producción de los estudiantes de pregrado—, para sus casas, para sus vidas; lo integran, en un verdadero diálogo de saberes, para su dotado conocimiento, sin filtros metodológicos o epistemológicos.
Totalmente humildes y sabios, en tanto se siguen maravillando de las cosas más básicas de la vida, especialmente maestros; que no necesitan utilizar ese lenguaje seudointelectual —que busca ser incomprendido y crítico de todo y todo el tiempo— para llegar, de una manera simple y pragmática, a sus "hijitos".
Esos que jamás utilizarán, como ofensa o superioridad, la expresión de que existen alumnos "vagos", porque entienden cuál es la verdadera labor en la enseñanza.
Esos profesores que sacrifican su invaluable producción académica, por esforzarse, cada minuto libre de su día, a preparar una clase como lo hace un docente de jardín o de colegio (para mí, estos últimos, son los maestros de maestros).
Por el otro, están los nefastos, esos que su nivel de empatía se encuentra en un dígito negativo; esos que buscan una excusa para reafirmarse con sus propios estudiantes; esos que cada vez se alejan de la sensibilidad comunicacional que se necesita para convertir a "la educación en una verdadera herramienta de transformación social".
Esos, apartados y aislados en una solitaria oficina por su propio ego, que piensan que es más importante entregar los informes de investigación, que tienen pendientes con su facultad, que los mismos sueños, proyectos profesionales y de vida de sus pupilos; esos, que ven la clase como una exigencia tediosa de su centro universitario, esos que ni si quiera ven a sus alumnos a los ojos o hacen alguna interpelación de sus opiniones; esos, sencillamente, que no entregan su corazón en cada una de sus clases.
Y con todo esto voy a que las instituciones universitarias, antes de exigir como requisito sine qua non un título de maestría o de doctorado para decidir si alguien es competente para dictar un cátedra, entendida como una exigencia necesaria y obligatoria del Ministerio de Educación Nacional en programas acreditados en alta calidad, se debe evaluar, exigir y tener en cuenta el componente empático, eso, básicamente, de ser buenas personas, para tomar esta transcendental decisión, toda vez que ser un excelente académico o investigador, por sí solo, no te hace un buen profesor, de esos que son recordados para siempre por cada uno de sus estudiantes, de esos profesionales a los que siempre le tendremos nuestra mayor admiración.