¿Quién demonios es Bob Dylan?

¿Quién demonios es Bob Dylan?

Perfil de un misterioso rockero llamado Robert Zinerman que nunca se ha dejado entrevistar

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octubre 15, 2016
¿Quién demonios es Bob Dylan?

Este texto fue publicado en el portal Publico.es en mayo de este año, cuando a nadie se le pasaba por la cabeza que iba a ser premiado con el Nobel, un reconocimiento que parece no haberle caído nada bien. Inescrutable, incomprensible, sublime. Ajeno a cualquier tipo de interacción con su público, parecía que un premio Nobel fuera muy poco para perturbar su espíritu Zen, ese misterio que empezó el día de 1966 en el que sufrió un accidente en moto, que se profundizó con su fugaz adicción a la heroína y que hoy sumerge en una pregunta ¿Será capaz de rechazar el Premio Nobel?

Hay una pregunta que sigue acechando, desde hace más de medio siglo, susurrándose desde los bastidores en penumbra de los teatros hasta los camerinos más sórdidos de la música popular contemporánea: ¿Quién demonios es Bob Dylan? ¿Qué demonio es, o ha ido siendo de manera inconstante (pero invencible) ese avatar que conocemos por el legendario nombre de Bob Dylan? ¿Quién se esconde bajo esa máscara sardónica de arlequín, ese perfil de gnomo, ese pelo en llamas como de un Rimbaud sin edad tras escapar del infierno agazapado sobre el techo del tren de la bruja? ¿Quién es realmente esa ánima que incendia la carne y los huesos de la marioneta impávida Bob Dylan?

“Yo no creé a Bob Dylan”, contó en 1978 a Rolling Stone: “Dylan siempre ha estado ahí, siempre lo estuvo; antes de que yo naciera ya estaba Bob Dylan. Quizá yo estaba mejor preparado [para interpretar ese papel]. A veces ni tus padres saben quién eres. Nadie lo sabe salvo tú mismo”.

‘Revelaciones’

Nadie lo sabía salvo él: de esa forma sonámbula. Hubo alguien, bautizado con el nombre de Robert Allen Zimmerman, nacido en Duluth, Minnesota, el 24 de mayo de 1941, pero criado en realidad en Hibbing: otro pueblo espectral de ese Estado americano lindante con la frontera canadiense. “De niño tenía ciertas revelaciones sorprendentes”, confió a Ron Rosenbaum en 1978. “Era como una sensación de maravilla; me proyectaba hacia lo que podría hacer en términos de crear distintas realidades [las cursivas son nuestras]. En el invierno todo se estaba quieto; ocho meses así (de frío helado), imagínate. Uno puede pasar por experiencias alucinógenas asombrosas con sólo mirar por la ventana”.

Robert Zimmerman miraba por la ventana preguntándose qué era aquello que veía, y qué o quién era él mismo: supuestamente el hijo mayor de Abraham y Beatrice Zimmerman, de ascendencia ruso-judía, dueños de un pequeño negocio de electrodomésticos. El padre quería que aprendiera “los méritos de ser empleado”; el niño quedó fascinado, un día, con la llegada del circo, donde uno podía actuar y al mismo tiempo ser el responsable de la noria, contaba en No direction home (Martin Scorsese, 2005). Como al llegar los gitanos a Macondo.

Se fugó de casa –siempre según el brumoso relato mítico– “a los 10, a los 12, a los 13, a los 15, a los 15 y medio, a los 17 y a los 18”. “No dejaba de huir porque no era libre. Los padres quieren que seas lo que ellos quieren que seas”, refería en el 64 en The New Yorker. “Cuando tenía 13 andaba con una feria ambulante. Pero siempre me pillaban y me mandaban a casa”.

El adolescente Robert Zimmerman se quedaba desvelado escuchando en la radio las voces de los años 50, provenientes de otra galaxia. A los 15 escribió su primera canción, dedicada a Brigitte Bardot. En el instituto, en una de las primeras actuaciones de su vida, a un responsable adulto del lugar le pareció que, más que tocar, “intentaba destruir el piano”, con una forma que casi nadie entendía (como Marty McFly tocando Johnny B. Goode en el 55), y le corrió el telón. Se matriculó en la Universidad de Minnesota en la primavera de 1960, donde duró seis meses. Rara vez fue a clase. Le expulsaron “de Ciencias por negarse a ver morir un conejo, de Inglés por escribir tacos, de Comunicación por llamar para avisar de que no podía ir”. Su primera novia se había llamado Gloria Story. Literalmente: Historia de Gloria.

Por esa época universitaria descubrió al cantante folk, proscrito y nómada de culto Woody Guthrie, y la conmoción le hizo entender que era eso lo que quería ser (de momento, al menos): sus canciones “te enseñaban a vivir”.

Robert Zimmerman, Minnesota, años 50, miraba por la ventana y veía cómo a lo lejos se alzaba un espejismo: una Babilonia de polvo y bruma; una avenida Desolación de carnaval donde Romeo se pelaba por Cenicienta, Casanova era envenenado por su osadía y Ezra Pound y T. S. Eliot se batían en la torre del capitán. Eso, o la ciudad de Nueva York.

Allá donde R. Zimmerman dejará de existir para siempre, a los 19 años, reemplazado por Bob Dylan. Pero no como homenaje al poeta Dylan Thomas:

–Tengo un tío jugador que se llama Dillon –declaró, aunque cómo saber si es cierto, al Chicago Daily News, en 1965–. Cambié la grafía porque quedaba mejor.

–¿Y tu familia?

–No tengo familia.

Las verdades realmente profundas no son las que se saben, sino las que sienten dentro del cuerpo. Oráculo de sí mismo, Robert Zimmerman descabalga en Nueva York convencido de que la identidad es un ente tan nebuloso como la propia existencia; intuye, de alguna forma oscura, inaprehensible, que todo es un colosal equívoco, que nadie es lo que cree ser (“en el fondo ninguno tenemos nombre”). Por lo cual cualquiera puede ser cualquier cosa.

Tenía 19, 20 años, pero dependiendo del día podía aparentar catorce o treinta y cinco, según testimonios de otros vagabundos de fortuna de la bohemia del Greenwich Village; podía parecer un mico desgarbado y a la noche siguiente medir un palmo más. Su pasado y su origen cambiaban continuamente, amoldándose al interlocutor que tuviera delante, su ego hecho una ficción poliédrica que no podía contemplar sin carcajada. Era un insecto nocturno tomando la forma, el color y la textura de aquello que viviera: la libertad pura.

En cuestión de meses se convirtió en un guitarrista e intérprete distinto, impregnándose de cualquier cosa que le resonara. Muchos no lo veían: John Hammond (el bendito cazatalentos de Columbia Records que también supo ver años después a Leonard Cohen) sí. Le escuchó en un ensayo y le ofreció un contrato de grabación: insólito para alguien de sus trazas en una gran compañía de aspiración comercial como aquélla. Pero lo que terminó de prender el hechizo fue la súbita torrentera de palabras que empezó a escupir, en que los románticos del XIX y la tradición folk en inglés y sus inmediatos antecedentes beat bebían sin cuartel del mismo barril de fuego y sueño.

Y el Tiempo, y los años 60, corriendo a su favor como un viento que estiraba su sombra multiplicando la intensidad de los días y las noches de toda una generación conspirando contra el viejo orden. Su primer disco, de 1962, no llamó demasiado la atención. Pero sólo en los dos años siguientes cruzó como un meteoro la atmósfera americana para cambiar el rumbo del folk, parir un buen puñado de canciones inmortales y convertirse en mito viviente: su psique, raptada por no se sabe qué genio telúrico y colectivo que lo amarraba a la historia en movimiento de los derechos civiles, unido ya a Joan Baez, a la vez que lo proyectaba más allá del tiempo, porque aquel avatar llamado Bob Dylan siempre escribió para mucho más allá del aquí y del hoy.

En el festival de folk de Newport, en el 63, terminó de confirmarse lo que ya se intuía: que todos los jovencitos y no tanto que soñaban con un mundo distinto le encumbraban como su legítimo profeta laico, pues sólo un visionario podía haber auscultado de tal manera en sus canciones los pálpitos del corazón de todos, como un pícaro adelantado sintiendo antes que nadie el estrépito del tren en la vía aún desierta.

El Mesías deviene Judas

Aquella simbiosis masiva, sin embargo, estaba condenada al desengaño desde su mismísima raíz: “La definición destruye”, dijo en una ocasión. “Mi vida es la calle por la que camino. La música, la guitarra, ya sabes”, dijo en otra. Resumiendo: alguien tan visceralmente refractario a la petrificación, a la dictadura de una sola versión de sí mismo, era precisamente (irónicamente) la última persona sobre la Tierra dispuesta a que lo canonizasen y pasearan embalsamado en procesión. En ninguna procesión.

Y que lo tomaran por profeta le parecía un disparate. No era una pose: es que, leyendo sus entrevistas de entonces, se torna palmario que aquel crío era escandalosamente más adulto que los adultos que le exigían continuamente Iluminaciones (“creían que los artistas teníamos la respuesta para todos los problemas de la sociedad”). No tarda en empezar a responder, muerto de aburrimiento, con frases más surrealistas aún que sus versos. Y sólo raramente se explicará. Al New Yorker, por ejemplo (1964): “No quiero estar para sostener una pancarta. A veces no sabes si te quieren para algo [verdadero]” o para “utilizarte”. “[Muchos] sólo quieren inyectar moral a sus cadenas, pero no arriesgar sus posiciones”. A Playboy (1966): “No tengo la intención de salvar a nadie de su destino, del que no sé nada”. “Tengo la impresión de que algunas personas quieren mi alma” (I gave her my heart but she wanted my soul).

Y así sobrevino el gran cisma de la iglesia dylaniana. Primero con su actitud escurridiza e irritante para quienes le reclamaban como guía de su camino; inmediatamente después con la herejía de electrificar su repertorio: su aparición en Newport en el 65, confirmando la deriva de traidor a la causa folk, levantó legendaria polvareda (sospechosamente similar a cuando parecía “destrozar el piano” en el instituto). Pero: “Al contrario de lo que alguna gente terrorífica piensa, no tengo un grupo por motivos comerciales; es que mis canciones son imágenes y el grupo hace el sonido de esas imágenes”.

NO TENGO UN GRUPO POR MOTIVOS COMERCIALES; ES QUE MIS CANCIONES SON IMÁGENES Y EL GRUPO HACE EL SONIDO DE ESAS IMÁGENES

Los fans [fan viene de fanático, y fanático de fanum, altar: fanático es, literalmente, el adorador del altar], la gente en general necesitamos un lugar en que depositar nuestra plegaria de ilusión y miedo. Pero Dylan viene a decirles que se dejen de altares o ideologías que prometan la salvación, porque sólo ellos pueden liberarse de sí mismos; de la dictadura petrificada de sí mismos.

De esa deriva natural de su torbellino artístico brotará la segunda época prodigiosa de su carrera: la llamada trilogía del mercurio (en año y medio: Bringing it all back home, Highway 61 revisited, Blonde on blonde). El productor y hombre-orquesta Bob Johnston lo definió mejor que nadie: “No creo que él tuviera mucho que ver: más que una palmada en el hombro, creo que Dios le dio una patada en el culo”. Con última parada del vuelo el 29 de julio de 1966, en una colina cerca de Woodstock: por atreverse a desafiar al sol. Iba montado sobre su motocicleta “y lo miré directamente”. Le cegó, trató de frenar, pero “la rueda de atrás se trabó y salí volando”.

Tenía 25 años, y había cambiado dos veces el rumbo de la música popular. Tenía 25 años, pero había vivido 25 vidas. Y quién sabe si ya había dado los 22 pasos iniciáticos, los 22 arcanos mayores de la baraja del Tarot que alguna bruja debió de leerle, en alguna caravana de circo, cuando aún era Nadie. Cuando ya intuía que uno siempre es nadie, pero puede serlo todo

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