Veo los partidos de la Selección con indiferencia, que no es lo mismo a que no me guste el fútbol. Desde hace tiempo, existe una razón para mi apatía: No son los jugadores, no es el técnico, no es el planteamiento ni la alineación del equipo. Es la gente. Son los medios; la narración, los comentaristas; las matemáticas improvisadas, la feria de los puntos invisibles y el vaivén de la tabla de posiciones a 20 minutos de culminar un encuentro. Pero es sobre todo el triunfalismo anticipado y la soberbia. La maldita soberbia.
Todo comienza 12, 16, 20 y 24 horas antes del partido. Un ¿equipo periodístico? llega a Barranquilla y reúne a un grupo de aficionados, que cual grupo de aborígenes se atiborran detrás del periodista. Nunca han visto una cámara. Cantan arengas, saltan y bailan, según ellos para calentar el ambiente.
Sigue la entrevista al vendedor de cocadas que se parece a alguien de la Selección. En seguida, la nota que hicieron en casa de otro jugador; corte a un grupo vallenato que improvisa canciones sobre el equipo, que cuánto es el marcador para el partido. Ahora están en la cancha polvorienta donde inició la carrera otro jugador. Así se consume media hora de nada y se empieza a escribir la crónica de una muerte anunciada.
A minutos del pitazo inicial, las matemáticas: que si este marca y el otro no, Colombia sube del puesto 5 al 2. Pero si pierde y el otro empata que se mantiene aunque todo depende del gol diferencia...
Inicia el partido. El juego no va como se planteó o como muchos esperaban. Colombia juega mal y Paraguay con su "Garra Guaraní" (que no es otra cosa sino dar pata a diestra y siniestra) no lo hace más fácil.
Momento para las súplicas del narrador, decoradas por los apuntes inútiles del comentarista. Rezan. Le piden a Dios, luego al hijo de este, a los colombianos, a los jugadores, que "Tú, tranquilo", que esto deberían estar haciendo. Nada parece funcionar hasta que al minuto 33 del segundo tiempo el "Tigre" hace lo que mejor sabe y marca el gol de la clasificación. Así es, tienen el tremendo desatino y la infinita soberbia de asumir que Paraguay está liquidado, que ya nos montamos al avión rumbo a Rusia.
"Bendita sea tu mamá, Tigre" y "Gracias negro Chará". Sin ningún temor empezaron los cálculos matemáticos: "Somos segundos y nos clasificamos directamente".
En un acto de justicia poética llegó el castigo divino para el circo de la verborragia, ya que 10 minutos después Paraguay encontró el empate. Luego vino la victoria del visitante y el Metropolitano enmudeció.
Los narradores nunca supieron qué ni cómo pasó lo que se estaba viviendo. Buscaron culpables. Este. El otro. El técnico. Por primera vez durante los 90 minutos Perú, el próximo rival de la Selección, ya no parecía un equipo tan tímido como lo querían hacer ver. Ahora sí era un partido importante. Ahora sí había que jugarlo en serio.
Energías, karma, agüeros o paradojas; al final resulta extraño que estos y otros batacazos de nuestra historia futbolística sucedan coincidencialmente y cual cruel broma del destino, cuando más felices, menos humildes y más confiados estamos.
Veremos qué pasa el martes en Perú.