Me da vergüenza con don Francisco de Quevedo leerle sus libros. Mis ojos ven que sus obras son muy finas para mi gusto. Este ser humano es de esas cosas creadas con seda o quizá con bronce.
Advierto que este escritor publicaba los libros para que sus lectores se vanagloriasen de tenerlos exhibidos en sus bibliotecas más que para leerlos, pues en la literatura suya hay carices de que él no escribía para ser calcado por los mortales.
Mi imaginación resultó humillada por la belleza de sus pensamientos. Son cucharaditas de erudición elevada a la décima potencia. Es el sueño de burlarse de la sabiduría esgrimiendo una sabiduría fuera del alcance de las masas y de los más sabios. Anhelo de estar por encima, de ser juzgado muy superior de los demás, late en cada máxima de Quevedo.
Nadie quiere imitarlo. Su estilo es helado. Ni aún Jorge Luis Borges, con toda una mente brillante y dotada de la máxima genialidad literaria, deseó remedar su gélido estilo, tan como un beso de la muerte. Borges poseía la destreza de meter toda la sabiduría del mundo en una frase. Mente maestra y amable.
Borges fue durante mucho tiempo su seguidor de mayor renombre hasta que rompió con su exagerado barroquismo y terminó viéndolo como a un bronce, una imaginación maciza.
Borges garantizaba que Francisco de Quevedo era una cosa admirable, pero que no era un amigo. Robert Louis Stevenson, de la hermosa Isla del tesoro, es el amigo que la literatura le regaló a Jorge Luis Borges. El maestro argentino estaba radicalmente convencido de que Quevedo pudo haber corregido El Quijote en su totalidad, pero jamás hubiera escrito una sola página igual, porque corregir una página es fácil, lo difícil es escribirla.
Para mi gusto, El Quijote es una obra perfecta con errores. Don Quijote podía ser esquizofrénico y todo, pero nunca le faltó nobleza e hidalguía. Creo que jamás escribiré como Cervantes. Y evidentemente nunca me ganaré el Premio Nobel de Literatura.
El autor español era poseedor de un estilo que al parecer no lo quiso compartir con nadie. ¿Quién se atreve a correr el riesgo de ser la perfección en forma violenta? ¿Qué tal que al hacerlo Quevedo empiece a revolcarse en su tumba de ultratumba?
No obstante, nunca faltan los heresiarcas. Por ignorancia o por deleite. Hecha la ley, hecha la trampa o el pecado.
“Poderoso caballeros es don dinero” es un refrán muy popular, debido a la frase de introducción de la canción El baile del mono. El cantante dominicano Wilfrido Vargas le hizo una ligera modificación y la empleó en su merengue. Lo que las multitudes desconocen es que es el título de un poema típicamente quevedesco.
Cuando por primera vez vi una imagen suya, con gafas de lentes redondos, cabellos hirsutos, barba escasa, me deleitó su aspecto físico. Y aun cuando no había leído más que un poema suyo, logré ahorrar un poco de dinero, me practiqué un examen con una optómetra y me descubrieron un defecto ocular. Me recetaron utilizar gafas. Mis gafas tenían que ser como las de Quevedo, porque me imprimían esnobismo de pseudointelectual. Mis condiscípulos se reían demasiado de mi nuevo look. “No te pareces a Quevedo, pero sí pareces un idiota. Vas a espantar a las muchachas lindas”.
En ese tiempo las muchachas se admiraban al ver a un estudiante acompañado de libros muy obesos. No voy a negar que añoro esos tiempos, añoro a esas muchachas, porque lanzaban elogios estruendosos. Decían que yo era un pequeño libro de poemas y refranes, lo cual me motivaba a leer más y más. A aprender largos poemas y fragmentos de cuentos y novelas.
Les declamaba los poemas de Quevedo sin citarlo, por supuesto. Lo imitaba, porque no era capaz de igualarlo. Eso es lo que acaso perseguía Quevedo. Preferiría que lo plagiaran a que lo igualaran.