El centro de Fitness Vake swimming pool and fitness club, de Georgia es actualmente el centro de todas las críticas, dado que hace pocos días colgó un cartel que decía: “Queridas mujeres: no entren a la piscina durante su período menstrual”.
La medida, que fue juzgada como misógina y sexista, se basa, en palabras del centro, en medidas higiénicas y de prevención. Esta excusa no resultó válida para Sophie Tabatadze, la usuaria que compartió la foto que generó el rechazo internacional
La solidaridad en este caso ha sido general. No obstante, me gustaría saber cuántos de los indignados son capaces de bañarse en una piscina en la que hay rastros de sangre.
Es posible que el primer argumento que expongan los detractores del aviso sea el siguiente: “La menstruación es algo natural y no debe juzgarse a las mujeres por ello”. Estamos de acuerdo. Sin embargo, hay cosas naturales que no resultan agradables para los demás, como un pedo o un eructo. Una flatulencia sonora, estrepitosa, producto de un copioso almuerzo, no es muy seductora que digamos, mucho menos si estamos en un ascensor o en plena reunión con el jefe, aun cuando ese gasecillo provenga de mi cuerpo y resulte inevitable. Lo mismo sucede si vemos un salivazo verde y brillante meciéndose a la deriva en una piscina. Porque, en ambos casos, estamos en un espacio público y debemos ser conscientes de que lo compartimos con otros. Una piscina como la de Georgia está obligada a cumplir exigentes normas de higiene, y una de ellas es solicitarles a las mujeres que están en su periodo menstrual que se abstengan de entrar a la piscina. No porque sus propietarios sean machistas o misóginos, sino porque ese espacio es compartido por otros que no se sentirán muy bien si, en pleno baño, se encuentran con una mancha roja sobre el agua.
Menstruar es tan natural como defecar, pero un mojón líquido no es agradable ni a la vista ni al olfato. Nuestras deposiciones y fluidos podrán ser naturales para nosotros, pero no podemos obligar a los demás a aceptarlos, mucho menos a contemplarlos. Hay gente que mantiene relaciones en piletas públicas y dejan sus fluidos por ahí, nadando sobre el agua. ¿Serían ustedes capaces de meterse a una piscina en esas condiciones, aun cuando la eyaculación es natural?
No nos digamos mentiras: los indignados contra los dueños de la piscina de Georgia no osarían meter el dedo gordo del pie en una piscina con restos de sangre, porque esas son cosas que generan repugnancia, así provengan de nuestros cuerpos.
Si le confieso a una mujer que acabo de orinarme en la ducha, lo más probable es que no se bañe en el lugar en el que yo estuve. Se abstendrá de hacerlo, así mi orina sea un fluido tan natural como el periodo. Y me mirará mal; me llamará puerco. Y si se ve en la penosa obligación de ducharse, usará sandalias; pero primero dejará que el agua corra y arrastre, sifón abajo, la porquería que yo hice. Luego entrará en puntas de pies y se bañará lo más rápido posible. Y mientras se seque con su toalla seguirá creyendo que yo soy un puerco, y así se lo dirá a sus amigas, y ellas a las suyas, hasta que sea de conocimiento público que los hombres se orinan en las duchas y no tienen consideración de las mujeres, que pueden contraer hongos o infecciones en sus pies solo porque no somos consciente de que ese espacio común, la ducha, no iba a ser utilizado solo por mí, sino también por ella, que repudiará que yo me haya orinado sobre las baldosas bajo la excusa de que eso es natural. Paso seguido hervirá agua y la arrojará sobre el piso, mezclada con límpido, con la esperanza de que el cloro mate todas las impurezas que dejó mi orina. Porque los seres humanos somos así, asquientos ante los fluidos ajenos. No nos agradan los mocos, ni los pedos, ni los eructos, ni los salivazos limpios y certeros, a menos de que seamos nosotros los que los arrojemos con ejemplar maestría. Pero aun así nos indignamos por lo acontecido en la piscina de Georgia, aun cuando seríamos capaces de gritar por un pelo que emerge victorioso del fondo de nuestra sopa.
La política de la piscina hace respetar unas normas básicas de higiene. En un espacio público nadie puede hacer lo que le venga en gana, por más natural que sea. Es una regla elemental, como limpiar el borde del inodoro cuando terminamos de utilizarlo. Alegar misandria en este caso sería una estupidez, porque mi orina y mis heces, por más mías y naturales que sean, nunca serán agradables a la vista de los demás.
*Tomada de la revista Águilas y Moscas