Cualquier mañana remota, con las pestañas enredadas de un profundo sueño (quizás empedrado por una tortuosa resaca), te despertaste con el silbar de un pajarito chapotín en la ventana, y en esas bregas por despabilarte comprobaste que no era un ruiseñor el concertista sino la flauta mágica del gran Johnny Pacheco. Y, con él, quedaste matriculado de por vida.
Seguramente la flauta del Padrino de la Salsa que interrumpió la pesada modorra repuntaba en Corso y montuno, que algún amanecido de la vecindad, pasado de rones le dio por repetir hasta la saciedad, cuando tragos y rumba se confabulan hasta rayar los vinilos de tanta porfía, desocupar botellas, llenar ceniceros, y otros excesos de la carne y el verbo.
¿O sonaba la flauta de Macho Cimarrón en el Club Cheetah de Nueva York, cuando el Zorro plateado, en agosto de 1971, presentaba a su muchachada de Fania All-Stars?
El gentío enloquecido con los arpegios del pífano, con las congas de Charlie Palmieri, como golpeadas por una terna de gorilas en la espesa vorágine de Borneo, y esos trombones encabronados de Barry Rogers, Reinaldo Jorge y el Malote Willie Colón, que despachaban chillidos agónicos de cigüeña en celo. Vibraba la salsa en tarima a todo timbal, pero en la pista nadie daba pie con bola al intentar bailarla. Eso vino después…
¿No era Macho Cimarrón? Después de muchos años rebobinas el casete de tu atribulada memoria y aciertas que era la flauta de Guantanamera, cuando Pacheco se trenza en un contrapunteo con el violín de Pupi Legarreta, mientras una Celia Cruz al cante, trajeada con un bolero multicolor resplandecía como una alada cósmica bajo el cielo de Zaire (hoy República Democrática del Congo) desgranando con su vozarrón los versos del gran José Martí.
Era el último día de octubre de 1974, y el primer concierto de Fania en la África negra servía de marco al combate del siglo por los pesos pesados, donde Muhammad Alí recuperó su título en el octavo asalto con una imparable combinación de izquierda y derecha que destempló los cachetes de George Foreman, y lo arrojó como un bulto de arena sobre la lona.
La foto que publicaron los revisteros registró al coloso negro de Kentucky con los brazos arriba, mirando de reojo su trofeo, y el suceso pugilístico fue el origen de la gran crónica de boxeo posteriormente impresa en el libro El Combate, del escritor norteamericano Norman Mailer.
El estadio Statu Hai de Kinshasa era una locura. Cerca de 80.000 enardecidos espectadores gritando Fania mientras los reflectores iluminaban los rostros excitados y sudorosos de los estelares que batían sus manos en señal de agradecimiento:
Johnny Pacheco, Celia Cruz, Roberto Roena, Nicky Marrero, Bobby Valentín, Ray Maldonado, Luis Perico Ortiz, Lewis Khan, Pupi Legarreta, Ray Barreto, Larry Harlow, Ed Byrne, Santos Colón, Yomo Toro, Víctor Paz, Cheo Feliciano, Orestes Vilató, Héctor Zarzuela, Roberto Rodríguez, Larry Spencer, Barry Rogers, Adalberto Santiago, Ismael Miranda, Ismael Quintana, Héctor Lavoe, desde Quimbara en la apertura hasta la atronadora descarga del cierre, en este memorable e irrepetible Woodstock de la música latina, el Rugir de África, como se llamó el espectáculo que trascendió fronteras.
Juan Zacarías Pacheco Kniping (*San Santiago de los Caballeros, 25 de marzo de 1935, República Dominicana. New Jersey, EE. UU., 15 de febrero de 2021), reconocido en el estrellato de la música latina como Johnny Pacheco, había acariciado con su tribu el techo rutilante de África, y compartía las palmas de esa noche inolvidable con el ensamble de B.B. King, James Brown y Bill Withers, a cuenta del dictador Mobutu Sese Seko.
El vuelo alto del ruiseñor
Han pasado tantos años de aquel acontecimiento y la flauta del ruiseñor, su genio narrativo en las partituras, su talento y disposición con una paleta de instrumentos y sonoridades en los más variados ritmos de la melopea cubana, que fue la gran parcela de su inspiración y legado, nos remonta a las crudas de los viejos tiempos, cuando asomábamos a los primeros bares de salsa contagiados por la fiebre faniática, ese virus pagano que nos acompañará a la sepultura.
El mensaje emitido por doña Cuqui Pacheco, esposa del Maestro, en la noche del sábado 13 de febrero de 2021, nos dejó de una sola pieza: convocaba a una cadena de oración por la salud de su cónyuge, que esa tarde había sido internado de urgencia por pulmonía en un hospital de New Jersey.
Pacheco, 85 años, paciente de Parkinson, y cercado por la peste del COVID-19. Los pronósticos no eran los más favorables, y el lunes siguiente se produjo el lamentable epílogo: había partido el más grande, pero nos hacía partícipes de su postrera gloria.
El escritor y musicólogo venezolano César Miguel Rondón, autor de El Libro de la Salsa, crónica de la música del Caribe urbano, dejaba impreso en redes su obituario:
“Pacheco fue el verdadero cerebro musical detrás del boom salsero de la década de 1970, con Fania. En vivo, su orquesta era insuperable. Gracias por tanta rumba”.
A su vez, el narrador, melómano y coleccionista pastuso José Arteaga, especializado en música del caribe y editor del portal Gladys Palmera, despachaba unas líneas sobre el Pacheco desconocido:
“Johnny Pacheco siempre fue conocido como flautista de salsa. Y aunque en muchas ocasiones aparecía tocando el güiro mientras dirigía a la Fania All Stars o a su conjunto, fue la flauta y aquel dibujo estilizado de Izzy Sanabria el que lo identificó con este instrumento. Sin embargo, más allá de la salsa y más allá de la flauta Pacheco fue un percusionista destacado, al que los grandes artistas del jazz, la bossa nova, el tango, el easy listening y del pop acudían para ponerle un toque afrocubano a sus creaciones”.
“Mientras estuvo vinculado al sello Alegre, Pacheco trabajó para el sello Time, creado en 1959 por Bob Shad, y haciendo un equipo con su mentor en la percusión, Willie Rodríguez, su amigo Steve Berrios y con Bob Rosengarden. Su trabajo allí no continuó porque la firma cesó en 1964, que fue el año en que Pacheco inició su aventura con su propia compañía, Fania Records. Tras su etapa en Time pasó a colaborar con Atlantic, Impulse!, Verve y Columbia, entre otras compañías, e hizo algunas incursiones con Tico, mucho antes que fuese adquirido por Fania”.
Para desatar ese nudo luctuoso ante la irreparable pérdida de Pacheco, el único remedio a mano era desentrañar su memoria a bordo de su brillante trayectoria, de los trascendentales logros artísticos, desde que era un adolescente en un suburbio del Bronx, aprendiz de la orquesta de su padre saxofonista, hasta la construcción de esa catedral de la salsa que es Fania, de la que seguiremos siendo feligreses devotos; y escarbar en sus discos, la mayoría con la impronta del puertorriqueño Izzy Sanabria, genio daliniano, diseñador titular por muchos años de las carátulas de Fania Récords.
En su libro Los Rostros de la Salsa (Tusquets Editores, 2019), el laureado escritor cubano Leonardo Padura publica quizás la entrevista más íntima y reveladora que se conozca de Johnny Pacheco, realizada en la ciudad de Nueva York, en 1995, en la que el dominicano narra su maratónica carrera con obstáculos como extraordinario migrante de la música latina, que hizo de Fania la vacuna perfecta para sobrellevar los embates y las durezas de la vida.
Por interés de la faniaticada y de los seguidores de la Salsa, publicamos apartes del preciado documento:
Crónica mayor de la salsa
*Leonardo Padura
“Si la salsa existe, hay un nombre sin el cual no se puede imaginar esa existencia, y ese nombre es el de Johnny Pacheco. Es posible asegurar que el son cubano no sería el mismo sin Arsenio Rodríguez, que el tango estaría huérfano sin la voz de Carlos Gardel, o que al bolero le faltarían los mejores suspiros sin la impronta de Agustín Lara”. (Lo mismo hubiese pasado con el alma y la esencia de la ranchera sin la rúbrica de José Alfredo Jiménez).
“Es que la figura de Johnny Pacheco viene a ser como la espina dorsal de la que han brotado todas y casi todas las estructuras artísticas y musicales sobre las que se funda esa música del Caribe urbano contemporáneo que hoy conocemos como salsa”.
“Desde los días en que Pacheco lideró la furia por las orquestas charangas que se impusieron como moda en Nueva York de los tempranos años 60, hasta la creación del tumbao que haría característico el sonido de su conjunto sonero en 1964, o el rescate de Celia Cruz y el modo de hacer el típico son cubano durante la década del 70”.
“Pacheco supo encaramarse sobre la moda, empujándola él mismo, creándola si era preciso, pero junto con eso, fue su labor de promotor y productor la que permitió no solo la romántica creación de una compañía llamada Fania, sino que Fania se convirtiera en la disquera más importante en el origen, establecimiento y popularización de la salsa, desde Nueva York hacia el Caribe y el resto del mundo, gracias, sobre todas las cosas, al olfato musical y comercial de Johnny Pacheco y a su habilidad innata para atraer gentes”.
“Por eso, aunque la obra de Pacheco no sea la más notable de la Salsa -puesta al lado de la creada por un Willie Colón, un Rubén Blades o un Juan Formell-, ni su flauta sea la más exquisita del Caribe -donde reinaron Richard Egües y Antonio Arcaño-, ni su tumbao sea el más revolucionario -no es fácil después del paso de Arsenio Rodríguez y del trabajo de Eddie Palmieri y Larry Harlow-, pienso que la presencia de Pacheco, con su obra, su flauta y su tumbao -y sobre todo con el sabor que siempre ha impuesto a su música- llenan una parte esencial de la crónica de la salsa hasta el punto de reafirmar, que si esta música existe, es porque existe un hombre llamado Johnny Pacheco”.
Pacheco, sus orígenes
Leonardo Padura:
¿De dónde viene su interés por la música? ¿Y de dónde su interés por la música bailable cubana?
Johnny Pacheco:
“Yo estoy en la música desde que nací. Mi padre, que era saxofonista, dirigía por esa época la Orquesta Santa Cecilia, que en su momento fue la mejor de República Dominicana, y allí tocaban él y varios de sus hermanos”.
“Ellos hacían cualquier tipo de música, pero principalmente danzones, porque en aquellos años el merengue solo se tocaba para cerrar el baile, como algo festivo, ya que era considerado una música popular, vernácula, pero también una música de pobres”.
“Por esa época -estoy hablando de los años 40, pues yo nací en 1935- la música que más me gustaba oír y la que me influyó para toda la vida me llegó por la radio: resulta que mi madre oía todas las tardes las novelas que transmitían desde Cuba -y yo con ella me hice fan de Tamakún, el vengador errante, por ejemplo-, y después de las novelas venían programas musicales como el de Arcaño y sus Maravillas, el del Sexteto Habanero, el Conjunto Casino, Chapotín, y todos aquellos grupos fabulosos de ese tiempo que marcaron para siempre mi gusto musical”.
L.P:
¿Y su vocación por la flauta también viene de esa época?
“Claro que sí. Y fue precisamente Arcaño el que me dio la inspiración de la flauta. Me acuerdo que en Santo Domingo había un buen flautista llamado Pepín Ferrer, que fundó la primera charanguita que hubo en mi país, pero yo lo escuché muy poco, porque en el año 1946 mi familia emigra para Estados Unidos, y ya en el 49, cuando ingreso en el hig school, mi interés estaba definido por la música, por aquella música que había oído en la radio de mi casa dominicana”.
“Además ya había aprendido algo con mi padre para poder entrar en su orquesta, y lo primero que toqué fue el violín, luego aprendí el clarinete, el acordeón y el saxofón, aunque lo que a mí más me gustaba era la flauta”.
“Entonces, con diecisiete años, fue cuando me llamó Gilberto Valdés, que ya había formado la primera charanga de Nueva York con Mongo Santamaría, pero me contrató como timbalero, sustituyendo a Tito Puente que se había ido de la orquesta”.
“Sin embargo, fue Gilberto Valdés el que me regaló mi primera flauta de madera, un modelo súper antiguo, de esas flautas de cinco llaves: con esa empecé a tocar, hasta que por el año de 1956 llega a Nueva York José Fajardo con su orquesta”.
“Ya para ese tiempo yo tenía una flauta un poco mejor, que había comprado en una casa de empeños, y Fajardo me enseñó las posiciones de la flauta. Y después otro que me ayudó fue Richard Egües. Él me enseñó dos técnicas fundamentales en la técnica de la flauta: me dijo que como el labio mío era potente, debía abrir un poco más el hueco del instrumento, para que se escuchara mejor, y me enseñó ciertas posiciones y ciertos trucos que el hacía para sacarle más riqueza a la flauta. Fue así que aprendí el vibrato de Arcaño, la picardía de Fajardo y el estilo de Richard Egües: de ahí salió el sello de Pacheco”.
L.P.
Después de estar con Gilberto Valdés, ¡qué hace hasta fundar su propia orquesta?
J.P.
“Yo estudié ingeniería, pero cuando me gradué, en 1954, y pasé el examen para trabajar en una planta de motores, no me dieron la plaza porque todavía no era ciudadano americano. Entonces empecé a ir a varias compañías y lo que me ofrecían eran trabajos de treinta y dos dólares semanales”.
“Para ir viviendo yo tocaba con mi padre y mis hermanos en un cuarteto, en el que hacíamos merengue, que estaba de moda. Fue entonces cuando Luis Quintero me llamó a trabajar con su cuarteto, pagándome noventa y cinco dólares por tocar sólo el fin de semana, tres días, y ahí se fue el título para el diablo y me quedé como músico”.
“Muy pronto tuve la ocasión de tocar con gentes importantes como Tito Rodríguez o Tito Puente, y hasta la de organizar la orquesta de Pérez Prado para varias grabaciones que se hicieron en el Manhattan Center y un sitio que se llamaba Western Home. En la NBC dirigí orquestas para grabar con muchos músicos importantes, entre ellos don Pedro Vargas. Si tenía tanto trabajo en grabaciones no era porque yo fuera algo del otro mundo, sino porque era el único percusionista de esa época que leía música y eso me hacía muy solicitado”.
L.P.
¿Es por esa época que ingresa a la orquesta de Xavier Cugat?
J.P.
“Sí, trabajé un año con la orquesta de Cugat, donde, por cierto, gané muy buen dinero. Pero allí me aburría porque él tenía un repertorio limitado de dieciocho piezas, todas con arreglos muy similares. Entonces ocurrió algo, y aunque él no me botó, sí me dijo que me fuera, que viene a ser lo mismo, ¿no? Todo fue porque un número titulado Cuban Mambo, que era muy aburrido y para entretenerme le arreglé la parte de los saxofones tratando de darle más sabor”.
“Un día, durante un viaje de Cugat a Las Vegas para firmar unos contratos, me puse de acuerdo con el pianista Enrique Avilés y tocamos Cuban Mambo a nuestra manera y aquella orquesta parecía otra. Pero cuando llegó Cugat se acabó la fiesta, para Avilés y para mí. Y él me dijo algo muy curioso:
Me preguntó cuánta gente había en los Estados Unidos y le respondí que alrededor de doscientos cincuenta millones, y él ripostó: ‘Pues yo le he tocado a unos cincuenta millones de americanos, así que me faltan doscientos, y lo voy a hacer tocando lo mío, pero a mi manera, porque si una fórmula funciona, no hay por qué cambiarla’. Y esa fue la mejor lección musical que recibí de Xavier Cugat”.
L.P
¿Y de ahí salta a crear su propia orquesta charanga?
J.P.
“A finales de la década de 1950 empecé a trabajar con dos hermanos que eran mis vecinos en el Bronx: Los Palmieri. Primero tuve un quinteto con Charlie, para actuar en un club muy exclusivo de Nueva York, cerca del Palladium”.
“Allí hacíamos relleno tocando números locales al estilo del filin y también el cha-cha-chá, que estaba de moda. Y después fundamos la orquesta Duboney, en la que yo estuve poco tiempo porque teníamos concepciones distintas, y decidimos separarnos amigablemente”.
“Entonces fue cuando cumplí unos de los sueños de mi vida y formé Pacheco y su Charanga, en 1960. Desde el año anterior, con mi querido Louie Ramírez, yo había preparado un disco de muestra con El güiro de Macorina, de Louie, y con Óyeme mulata, que era mío, pero todas las compañías se negaron a grabarlo, porque dijeron que era una porquería”.
“Entonces, cuando más desencantado estaba, se me ocurrió ir a ver a un señor llamado Rafael Fons, que tenía un programa de radio en el que nada más tocaba música cubana con las mejores orquesta de Cuba, y por suerte él aceptó mi disco y lo puso un viernes en su emisora, sin que yo lo supiera. Al domingo siguiente yo estaba tocando en un baile y llegó a verme Al Santiago, que tenía el sello musical Alegre, y se había enterado de que la gente estaba buscando mi disco, y cuando supo que no existía me visitó para proponerme la grabación”.
“Pues lo grabamos y se vendieron doscientas cincuenta mil copias en seguida: fue un éxito entre los judíos, los latinos, los negros y con todo el mundo. Fuimos número uno en el mercado latino, por encima de Tito Rodríguez, Tito Puente y Vicentico Valdés. Y ahí empecé a trabajar con Alegre, donde hice unos cinco discos”.
L.P.
Pacheco, ¿en qué momento de su carrera fue cuando conoció a Arsenio Rodríguez, el “Ciego Maravilloso”?
J.P.
“Yo conocí a Arsenio cuando tenía diecinueve años y me pasaba la vida detrás de los músicos cubanos. Ya te conté lo que me enseñaron José Fajardo y Richard Egües, por ejemplo. Pues yo siempre trataba de aprender de Arsenio hasta que un día él me dijo que iba a ponerme de verdad a tocar música cubana y me llevó a una función con él en el Bronx”.
“Cuando aquello, él tenía él tenía en el bajo a Cuajarón, uno de los mejores bajistas cubanos, y su orquesta sonaba una maravilla, pero la mayoría de sus músicos eran unos negros que metían miedo y se pasaban la vida diciendo que en Cuba tenían un cementerio particular”.
“Entonces él me puso a tocar el timbal, y cada vez que yo me iba de ritmo Arsenio gritaba ¡machete!, y todos los negros aquellos me miraban con cara de matarme, hasta que yo volvía al tempo. Pero todos eran buena gente y me enseñaron muchísimo, porque la mejor escuela para aprender el son era la de Arsenio”.
“Después, cuando yo empecé con mi charanga, él me iba a ver de vez en cuando y decía: ‘Déjame hacer un pellizquito’, y cogía el bajo de la orquesta y ya no había quien se lo quitara en toda la noche”.
L.P.
Después de su charanga, usted inventó el Nuevo tumbao de Pacheco. ¿Cómo se le ocurrió eso?
J.P.
“Las orquestas charangas estaban de moda, y la de nosotros, que tal vez era la mejor, siempre tenía mucho trabajo. No obstante, para estar más seguro, además de la charanga yo tenía un conjuntico que tocaba con el estilo de la Sonora Matancera, de Arsenio y de Chapotín, y en 1964 me quedé solo con ese grupo”.
“Entonces empecé con ese tumbao cubano, pero le agregué un tres y en lugar de los timbales incluí un bongó y ahí empezó el nuevo tumbao de Pacheco. Desde que lo aprendí con Cugat, yo siempre digo que si una fórmula funciona no hay por qué cambiarla, y con ese tumbao he tenido la dicha de grabar a muchos de los grandes de la música latina: a Daniel Santos, Julio González, Pete Conde Rodríguez, Héctor Casanova, y a mi diosa divina, Celia Cruz”.
De la charanga a la salsa: el gran salto de Pacheco
“Fumador de tabacos, conductor desde siempre de un Mercedes Benz, director eterno de bandas, Johnny Pacheco ha tenido esa virtud de la fidelidad desde que se aficionó por la música cubana”.
“Desde entonces ha sido, sin duda, uno de sus máximos cultores y ni en la época de oro del boogaloo -allá por los inicios de los 60- ni en la fiebre de la salsa erótica y el latin jazz, ha cambiado su estilo ni sus intereses: hasta el punto de que, en su propio país, más de una vez han dicho de que él es cubano. Pero, tratándose de Johnny Pacheco, la confusión no es una ofensa”.
L.P.
Estamos entonces en 1964, todo está listo para que ocurra algo muy importante en la historia de la música latina contemporánea: la creación de Fania. ¿Cómo nace la compañía?
J.P.
“Como las cosas iban bien con el sello alegre, con el dinero de mis discos yo decidí hacerme socio del negocio y empecé a traer gentes para la compañía. Traje a Orlando Marín, a Kako, a Eddie Palmieri, Y todo fue bien hasta que Al Santiago y yo tuvimos diferencias por el pago de las regalías de los músicos y decidí irme”.
“Aunque tenía poco dinero pensé entonces en formar una compañía que respetara el derecho de los artistas y les pagara lo que era suyo. Entonces, con Jerry Masucci, que ya era mi abogado, buscamos 2500 dólares prestados para grabar un disco de Pacheco y su Charanga que se llamó Cañonazo, donde había un número cubano titulado Fanía Funché, de Rolando Bolaños, y de ahí sacamos el nombre de la compañía que fundamos entre los dos, porque esa palabra no solo es pegajosa para los latinos sino también para los americanos, y nosotros queríamos llegar a todos los mercados”.
“A partir de ahí empezamos a traer gentes y con los primeros que empezamos la Fania (y lo que no sé es cuando se cambió fanía por fania) fue con Bobby Valentín, que era trompetista, y con el judío Larry Harlow, que no me podía imaginar que pudiera tocar así el piano de la música cubana”.
“También trajimos a Ismael Miranda y poco después a Willie Colón y a Héctor Lavoe, que por ese tiempo se llamaba Héctor Pérez: todos éramos gente joven, con deseos de hacer cosas, y creo que las hicimos bastante bien”.
L.P.
Según he oído esa fue la época romántica de la Fania…
J.P.
“Fíjate si fue así que los primeros discos los distribuíamos en mi carro, un Mercedes viejo que parecía que iba a despegar. Estuvimos tres años haciendo las entregas, y el dinero que entraba lo repartíamos en cooperativa o lo íbamos revirtiendo en la compañía. También fuimos firmando a artistas que estaban desencantados con sus sellos, pues mi propósito era fundar un grupo donde se respetaran los derechos de los músicos y donde los músicos se sintieran como una familia”.
“Y creo que eso se logró en el año 1971, cuando celebramos en el Cheetah el primer gran recital de las Estrellas de Fania. Ahí yo dije: hicimos algo. De aquella actuación salió la película Nuestra cosa latina, se produjeron cuatro álbumes con el concierto, y sobre todo, empezó a crecer la música que hacíamos”.
“Recuerdo que el recital fue idea de un locutor americano llamado Simphony Sid y apenas tuvimos dos días para prepararlo. Lo más terrible es que no teníamos música y Bobby Valentín y yo debimos encerrarnos dos días en un hotel que está frente al Cheetah, en 52 y Octava avenida, para escribir los arreglos y hasta algunas piezas, como esa que se hizo famosa: Quítate tú pa’ponerme yo, en la que improvisaron todos los cantantes invitados a la actuación”.
“Al final todo salió bien porque en el salón cabían 1200 personas y metimos a 4000: recuerdo que el calor era del carajo”.
L.P.
Tengo entendido que, además de ser el líder de las charangas de los años 60, de crear el tumbao, y fundar la Fania, usted promovió la palabra “salsa” para la música que estaba haciendo en Nueva York.
J.P.
“La palabra salsa surgió en la Fania cuando empezamos a viajar a Europa. Yo me di cuenta que, salvo en España, nadie tenía referencias de qué cosa era la música cubana, porque lo que nosotros hicimos fue tomar la música cubana y ponerle acordes más progresivos y destacar ciertos detalles pero sin alterar su esencia”.
“Y como la palabra salsa -igual que sabor o azúcar, por ejemplo- siempre ha estado ligada a esta música, no me pareció mal llamarla así. Pero, además, en la Fania teníamos dominicanos, puertorriqueños, cubanos, anglosajones, italianos, en fin, diversos condimentos como para hacer una salsa y de esa conjunción salió el nombre de lo que hacíamos, en busca de una etiqueta para agrupar, bajo un mismo techo, toda la música que en Europa llaman tropical”.
“Yo siempre he reconocido que la raíz de nuestra música es cubana y que mi escuela estuvo en Cuba. Y la mejor recompensa que he recibido en este sentido fue cuando estuve en La Habana con las Estrellas de Fania y un grupo de los más grandes músicos cubanos me dijeron que estaban agradecidos con nuestro trabajo, porque gracias a nosotros la música de la isla se había seguido oyendo en el mundo entero”.
L.P.
Maestro, ¿existe alguna característica rítmica o melódica que identifique a la Salsa?
J.P.
“Como mismo reconozco que la raíz de esta música es cubana, debo decir que en Nueva York se enriqueció porque había gente de varias partes, y traíamos música de todos lados, y tratamos de meterla en una misma clave. Las influencias eran muy vastas, y por eso hay diversidad en el ritmo y en la melodía. Y esa fusión solo se podía lograr en Nueva York, donde todo está mezclado”.
“Además, como uno busca los músicos por talento y no por nacionalidad, la confluencia de diversos ritmos era inevitable. Creo que, al final, todo eso es lo que distingue a la salsa: no es un ritmo, ni una melodía, ni siquiera una moda: la Salsa fue -y es todavía- un movimiento musical caribeño”.
L .P.
Como artista, ¿cuáles de sus sueños se han cumplido?
J.P.
“Mi gran sueño era grabar algún día con Celia Cruz. Por primera vez compartí el escenario con ella en el recital de las Estrellas de Fania en el Yankee Stadium, en 1973, y después nos pusimos de acuerdo y grabamos varios discos: el primero se llamó Celia y Johnny, y después vinieron Tremendo Caché, Unidos de nuevo y Recordando el ayer”.
“Por lo demás, yo le doy las gracias a Dios de haber nacido cuando nací. Eso me permitió conocer a los mejores músicos que ha habido en esta parte del mundo, y doy gracias porque todavía estoy trabajando y lo he hecho con gentes como Celia o como Tito Puente y casi todas las figuras de la Salsa, e incluso toqué y grabé con los mejores jazzistas y los mejores percusionistas que han pasado por acá. ¿No es un gran privilegio?”.
L.P.
Y como músico que ha participado en tantos proyectos, que ha tocado tantos instrumentos, que ha compartido con tantas estrellas, ¿cuál piensa que es su mayor virtud?
J.P.
“Una de las cosas que yo le agradezco a la vida es haberme permitido que me llevara bien con todo el mundo. Y por ese don fue que existieron las Estrellas de Fania y pude hacer otras muchas cosas. Por ejemplo, recuerdo que en Puerto Rico hicimos un homenaje a Héctor Lavoe con recaudo de fondos para las operaciones que tenía que hacerse, y llamé a los miembros de la orquesta de las Estrellas de Fania, incluyendo a Celia Cruz y a Rubén Blades y fue todo el mundo”.
“Y yo les dije a ellos que los gastos iban por el concierto y que el resto de la recaudación se la dejaría a Héctor. Fue un espectáculo maravilloso, pero lo mejor fue que al irse ellos la cuenta que me dejaron en el hotel fue de apenas trescientos dólares, es decir, que todo el mundo pagó sus gastos. Y recaudamos así como sesenta y cinco mil dólares. Esa es una de las cosas más lindas que yo he hecho en mi vida y por eso me puedo sentir orgulloso”.
L.P.
Después de una carrera tan larga, con tantos éxitos y vivencias, ¿qué le gustaría hacer?
J.P.
“Me gustaría escribir un libro, o varios libros, porque tengo suficiente material para ello, sobre diferentes aspectos de la música. Y también me gustaría dedicar más tiempo a trabajar con los jóvenes porque las raíces no se pueden perder. Ahora muchos están tocando latin jazz, buscando nuevos caminos, pero yo insisto en trabajar mi música, porque sé que esa es la que necesita el bailador, y esa comunicación entre músico y bailador no se puede perder. Es más: yo prohíbo que esta música se muera”.
(Nueva York, 1995).