Es la historia de María del Carmen Huertas, la Mona, una enamorada de la música que en su cerebro repica melodías y letras de canciones, influenciada por los agitados vientos de la liberación femenina, Mayo del 68, Woodstock, el movimiento hippie y la psicodelia, que irrumpe en el Cali pacato y godo de los de su clase, residenciados en el “norte”, para escandalizarlos y trastornar costumbres y vida cultural del pueblo grande, demolido en el edificio del Batallón y el Hotel Alférez Real, como símbolos del “Cali Viejo”, revolcado por el afán modernizante del culto al concreto y vidrio de las avenidas, nuevo aeropuerto, centros comerciales, torres de apartamentos y oficinas, y monumentales escenarios deportivos, construidos por las clases dirigentes de la ciudad, para entarimar el escenario de los VI Juegos Panamericanos de agosto de 1971.
En esa época, además del movimiento estudiantil, convulsionado desde el 26 de febrero de 1971, a los conservadores periódicos El Occidente y El País, los liberales abrieron competencia fundando El Pueblo, dirigido por Felipe, el hermano bohemio de Alberto Lleras Camargo; y en cuyas páginas de opinión y del vanguardista suplemento dominical Estravagario —en medio de los vientos renovadores influidos por Fernando Garavito (Juan Mosca), su compañera la poeta María Mercedes Carranza, Daniel Samper Pizano, y otros periodistas venidos desde Bogotá— escribieron jóvenes caleños como Humberto Valverde, Andrés Caicedo, los poetas nadaistas, Tomas Quintero, etc, y contarían con suficiente espacio para difundir la nutrida actividad cinéfila que adelantaban sus amigos Luis Ospina, Carlos Mayolo, Sandro Romero Rey, en el teatro Enrique Buenaventura, Fanny Mickey, Jorge Vanegas y Orlando Cajamarca, y en las artes plásticas pintores como Ever Astudillo, Pedro Alcántara Herrán, entre otros, a la par que festivales de arte y bienales, hacían parte de una intensa programación irradiada desde La Tertulia, Ciudad Solar y algunas universidades y fundaciones.
La Mona Huertas, amante de la noche y su música, con su melena rubia agitándola mientras desperdiga coquetería y sensual aroma, deja de ser una “niña bien” y es iconoclasta con los de su clase. Narrando en primera persona parece construida para una obra de teatro, considerando que Andrés Caicedo fue actor en el TEC, con el maestro Enrique Buenaventura y desde que estudiaba bachillerato escribió varias obras.
… apreciar la noche, para tomársela, como decíamos, lo que significaba entonces que eran viejos, y otros, aún inteligentes, no salían de la certeza de que cuando se llegara la hora de avaluar esa época, ellos, los drogos, iban a ser los testigos, los con derecho al habla, no los otros, los que pensaban parejo y de la vida no sabían nada, para no hablar del intelectual que se permitía noches de alcohol y cocaína hasta la papa en la boca, el vómito y el color verde, como si se tratara de una licencia poética, la sílaba no-gramatical, necesaria para pulir un verso. No, nosotros éramos imposibles de ignorar, la ola última, la más intensa, la que lleva del bulto…
Como se estilaba entre la juventud de entonces, María del Carmen Huertas tuvo efímeras reuniones en un grupo de estudio marxista, de los de moda en las universidades, y del que desertó “por pereza”, para seguir en el agite hormonal y de cambio que vivía el mundo y Colombia, donde los hijos de hacendados e industriales caleños se debatían entre: fiestecitas "decentes" al son del chucuchu de los Graduados y orquestas tropicales de moda; el romanticismo juvenil de las baladas; las ideas revolucionarias difundidas desde diversos grupos conformados para estudiar los rudimentos del marxismo; el creciente gusto por el rock, promocionado desde algunas emisoras y por quienes habían viajado a Estados Unidos en temporadas de intercambio —y como se aprecia en la primera parte de Que viva la Música—, aprendieron a fumar marihuana, meter pepas y ácido, entendían las letras de las canciones en inglés —que a la Mona le traducía al oído Ricardito el Miserable—, y en medio de sus cócteles’de trabas terminaban engorilados, en la penumbra de sus apartamentos, primero escuchando música a todo volumen y después en silencio, abrumados por acelerados viajes interiores sumiéndolos en alucinaciones, depresión, paranoia, rostros amarillentos, marcados por profundas ojeras de bordes morados, y ganas de cagar estimuladas por la cocaína; mientras en la periferia, de ese encierro retumbaba la salsa y música caribeña extendiéndose con su ritmo sincopado de la percusión y el brillo de los instrumentos de viento acompasando bailes arrebatados en los barrios populares hacia los que una noche la Mona decide escapar, hastiada de Leopoldo Brock y ambiente de sombras vampirescas en que se había sumergido desde que por él, dejó su casa paterna.
Yo quería música, y la música solamente estaba adentro, entre las hermosas paredes de aquel apartaco con aire acondicionado, y «póngale cuidado a su pelo —me dijo Bull un día que para mí fue negro—, póngalo más al sol porque se lo noto como apagado». Regresé toda cabizbaja, yo, la siempre alborozada, y Leopoldo prendido a la guitarra, porque esa guitarra nunca se prendió de él. En la vida compuso nada. Lo único que hacía bien era seguir un disco. Metíamos droga como maracas, y rara vez nos movíamos de allí para otra rumba. Las rumbas las hacíamos nosotros, y con tal que a mí nadie se me acercara, con que dejaran mi música tranquila, yo tenía, y todo bien y en paz, contentos. Solo que ante el horno de los cielos Leopoldo Brook añoraba USA, la tierra de sus estudios y de sus encantos juveniles. Llegó aquí para darse cuenta que una mera sensación de bienestar no alcanza para triunfar en la vida: hacía falta ambición y empeño, y sus tardes fueron arrumacándose en la sufriente resignación del trópico. Guitarra tonta, guitarra cólera, punteos que se hunden en el cielo estrecho. Yo me preocupé por seguir la recomendación de Bull, no fuera que se me secara el pelo, e intentaba hacer porque Leopoldo saliera a la calle conmigo, pero no era sino dar un paso en el andén y empezar a renegar por la poca gente bella o interesante; enjuiciaba el tamaño mediano de las personas y lo oscuro y anónimo de los ojos. En cambio yo, no era sino que pasara un grupo de muchachos conocidos para ponerme alebrestadora toda, picos de saludes, deseos de buenos rumbos y andares rectos, y ellos sólo levantaban las caras y medio sonreían al reconocerme una vez más, ahora que, con mi encierro, ese placer escaseaba. Pero me engañaba yo sugerirles nuevos rumbos. (Fragmento de ¡Que viva la música!)
Atraída por nocturnos sones caribeños que el viento transporta desde las casas de las colinas al sur de Miraflores, saturada de rock, escapa de la reunión con Leopoldo Brook y los gringos inyectándose cocaína, y buscando la rumba donde la salsa y Richie Ray marcan el paso en la fiesta en la que se cuela y es bien recibida, se encarreta a bailar desenfrenadamente con los voleibolistas, estudiantes de univalle, que después de amanecerse, la invitan a continuar la fiesta en un apartamento y mientras hacen travesía por las colinas, detrás de un matorral, la Mona, “con ganas de hacer el acto”, por turnos, decide entregársele a los tres.
Más adelante conoce a Rubén, un coleccionista de música caribeña, administrador de equipos de sonido, amplificación y errante organizador de fiestas en las que de acuerdo con su jefe, el Rufián, aprovechan para ampliar la colección de música robándose los discos y casetes de las casas donde los contratan y sus dueños se emborrachan y duermen.
Conviviendo con Rubén Paces, continúa su agite de cócteles de trago, marimba, pepas y coca y conoce detalles de la memorable noche del 26 de diciembre de 1969, cuando en la caseta Matecaña, después de trabarse con el Tuercas y otros amigos y de abrirse paso en medio de empujones, mareos, vómitos y codazos, al llegar frente al escenario, Rubén fue testigo de la apoteosis, ante el público caleño, de Richie Ray, que con sus descargas prolongadas opacó a Nelson y sus Estrellas y Los Graduados.
El percusionista ritmo narrativo, intercalado por títulos y letras de canciones interpretadas por Bobby Cruz con Richy Ray en el piano y de otros músicos caribeños y tropicales, llega a su clímax, mientras la Mona acompaña a Rubén, hasta que lo abandona, después que en un baile se enrola con otro personaje de la picaresca: el Bárbaro, expandillero de los que, desde mediados de los 60, se enfrentaban con guayas, cadenas, manoplas y cuchillos en el Triángulo y otros parques de Cali; y después se especializó en atracar gringos que arrimaban a potreros aledaños a Jamundí, para comer hongos alucinógenos, y al que también deja, a raíz del asesinato cometido contra un hongofago.
Al final, la exestudiante del exclusivo colegio Belalcázar, termina como la más cotizada puta callejera, atendiendo a sus clientes desde el cuarto de un hotel ubicado en la 4ª con 15, de Cali, desde donde escribe sus memorias:
Cada vida depende del rumbo que se escogió en un momento dado, privilegiado. Quebré mi horario aquel sábado de agosto, entré a la fiesta del flaco Flores por la noche. Fue, como ven, un rumbo sencillo, pero de consecuencias extraordinarias. Una de ellas es que ahora esté yo aquí, segura, en esta perdedera nocturna desde donde narro, desclasada, despojada de las malas costumbres con las que crecí. Sé, no me queda la menor duda, que yo voy a servir de ejemplo. Felicidad y paz en mi tierra…
En sus 25 años de acelerada vida de genio precoz, Andrés Caicedo, quien como familiar del ganadero de toros de casta, Pepe Estela, por temporadas de verano solía visitar la hacienda Ambaló y la población de Silvia, en vida, con el apoyo de su madre, alcanzó a publicar el libro de cuentos El Atravesado, sobre la irreverente juventud caleña de entonces. También fundó y dirigió la revista Ojo al cine y cofundador del Cine Club San Fernando.
Su padre, Carlos Caicedo, nació en Popayán y después de su muerte, junto al director de cine Luis Ospina (Q.E.P.D) y el director de teatro y escritor Sandro Romero Rey, recopilaron gran cantidad de escritos inéditos (cuentos, novela, obras de teatro, guiones cinematográficos, ensayos sobre cine, etc) que ordenadamente,Andrés había dejado en un baúl y que poco a poco han sido publicados por diferentes editoriales.
Ya en 1972, el también caleño, Umberto Valverde, en su libro Bomba Camará, con cuentos inspirados en los niños y jóvenes del barrio Obrero, de Cali, influenciados por la narrativa del cubano Cabrera Infante y la música de la Sonora Matancera, había inclinado las tendencias de la literatura colombiana a tratar novedosamente temas urbanos.
En 1977, cuando fue publicada por Colcultura, días antes del suicidio del autor, quien consideraba que vivir más de 25 años no valía la pena, ¡Qué viva la música! continuó el camino de ruptura en la literatura juvenil y urbana de Colombia, cuando la mayoría de jóvenes escritores trataban de imitar a los maestros del boom latinoamericano, en especial el realismo mágico de Gabriel García Márquez.
Tú, haz aún más intensos los años de niñez recargándolos con la experiencia del adulto. Liga la corrupción a tu frescura de niño. Atraviesa verticalmente todas las posibilidades de precocidad. Ya pagarás el precio: a los 19 años no tendrás sino cansancio en la mirada agotada de capacidad de emoción y disminuida la fuerza de trabajo. Entonces bienvenida sea la dulce muerte fijada de antemano. Adelántate a la muerte, precísale una cita. Nadie quiere a los niños envejecidos. Sólo tú comprendes que enredaste los años para malgastar y los años de la reflexión en una sola torcida actividad intensa. Viviste al mismo tiempo el avance y la reversa.
Cuando estés reventando acompañado, ¿tú qué harás? ¿Te quedarás dormido con la boca abierta delante de quienes han admirado siempre tu vitalidad? ¿Te despedirás dando tumbos para que se dé a tus espaldas un ramo de habladurías?
¿Reventarás encima de los otros? ¿Por qué buscas la compañía en tus momentos de degradación? Vuélvete adicto a los vicios solitarios.