Comienza este año bisiesto (año del tigre de agua en el horóscopo chino, señal de grandes conflictos) con la extendida percepción de que Uribe y el uribismo están de salida de la escena política nacional. Dice la primera edición de este año de la revista Semana -refiriéndose a la eventual entrada de Oscar Iván Zuluaga al Equipo por Colombia- que “algunos piensan que unirse con Uribe puede restar votos”. Y en la misma revista, unas páginas más adelante, el alcalde Medellín, Daniel Quintero, asegura que “Uribe va de caída y ahora es cuando es más peligroso porque en medio de esa caída se le empiezan a ver unos comportamientos bastante complejos”.
Desde España, donde comenzó su travesía electoral de este año, Gustavo Petro señaló que el proyecto neoliberal, excluyente, violento y antidemocrático que impulsa el uribismo “está en mínimos históricos de aceptación popular”. En efecto, la favorabilidad de Uribe a diciembre de 2021 era de apenas el 19 por ciento y su desfavorabilidad del 67 por ciento (Invamer Poll), ambas cifras difíciles de revertir. Sobre todo, teniendo en cuenta que esta tendencia ha sido un patrón desde hace dos años.
Imagino que -como sucedió en mi caso- uno de los temas obligados de las conversaciones de fin de año fue la mala hora del ex senador y ex convicto, quien llegó a alcanzar, en agosto de 2008, el 85 por ciento de aprobación, la cumbre más alta de apoyo lograda por algún mandatario en nuestra historia. Con estos números dando vueltas en su cabeza, no es difícil imaginar los ataques de nostalgia e ira que habrá sufrido el señor del Ubérrimo durante las celebraciones decembrinas.
Comprendo el entusiasmo que suscitan los números en rojo del uribismo, así como la euforia por los papayasos que está dando Uribe en su desesperado intento por detener su caída libre, pero me temo que aún faltan unos cuantos asaltos para declarar el nocaut de este fajador pendenciero, poco acostumbrado a perder y muy amigo de usar todo tipo de atajos para no quedar en la lona.
Durante un ajiaco bogotano de fin de año, al que me invitó uno de mis más rolos amigos, le escuché decir que el Uribe más peligroso está por asomar y que lo hará cuando sienta que se avecina sin remedio una victoria de las fuerzas democráticas, en cuyo gobierno podrían desempolvarse los innumerables expedientes judiciales que hay en contra del ex mandatario. Será entonces -me dijo- cuando todo el aparato del Estado, hoy en manos de nuestra versión criolla del franquismo, se ponga al servicio de las mil maneras que hay en Colombia para torcer los resultados electorales. “Uribe no le teme al castro-chavismo, a lo que le tiene pánico es a un canazo tipo Fujimori, así que prepárese para ver todas las formas de fraude, Pablo”, advirtió mi rolo amigo.
Que el uribismo quede reducido a su más mínima expresión traería trascendentales consecuencias para nuestro país. Además de sacar del poder a los viejos caciques nacionales y regionales, representantes del latifundismo ocioso y de las mafias del narcotráfico que han sembrado de muerte, despojo y corrupción la geografía nacional, una derrota final de la extrema derecha fascista nos ofrecería la anhelada posibilidad de producir los grandes cambios del agro que el país ha aplazado inexplicablemente desde hace casi un siglo. Desde 1936, luego del fallido intento de López Pumarejo por echar a andar una tímida reforma agraria, iniciativa que desató la furia del conservatismo, la iglesia y los gamonales de la época, dando inicio a varias décadas de violencia, el problema agrario de Colombia no sólo no se ha resuelto, sino que se ha agravado hasta cifras espeluznantes.
En 2022 se cumplen 50 años de la firma del Pacto de Chicoral que favoreció a los grandes latifundios y la producción agrícola a gran escala, frenando las iniciativas de los movimientos campesinos de la época. El Pacto de Chicoral tomó forma legal en la Ley 4 de 1973 y en la Ley 6 de 1975, que dejaron sin dientes a la Ley de Reforma Agraria y perpetuaron las condiciones que han atizado los conflictos y las violencias por la tierra y el territorio. La apropiación de la tierra en unas pocas manos se ha incrementado hasta llevarnos a ser el país con mayor concentración de la tierra en América Latina. Según el Igac, tenemos cerca de 18 millones de hectáreas sobre utilizadas y 16 millones subutilizadas. De las 22 millones de hectáreas aptas para la agricultura, sólo estamos utilizando 5.3 millones. En cambio, 35 millones de hectáreas se utilizan para ganadería, siendo aptas para esa actividad solamente 15 millones. El despojo violento de tierras y territorios sigue la implacable marcha que inició el paramilitarismo desde mediados de los 80, llegando a producir -según la ONU- el desplazamiento forzado de 73 mil personas en el último año.
Esta realidad no sólo es cruel e injusta, sino supremamente costosa para el país. Con la actual estructura de propiedad sobre la tierra, Colombia deja de obtener enormes recursos económicos. Una robusta economía agraria podría generar tantos ingresos como los del petróleo y la minería, con un mínimo costo ambiental. Sin la mentalidad terrateniente que hoy impera en la mirada sobre nuestros campos, llegaría la oportunidad de conseguir un progreso más equitativo, que sacaría de la pobreza a millones de compatriotas. Un agro vigoroso, alimentado con la fuerza y la sabiduría inigualables de nuestros campesinos, apoyado por todo el aparato del Estado y libre de las cadenas del narcotráfico, mediante el impulso decidido de un plan de sustitución de cultivos, significaría el mayor punto de quiebre de nuestra historia contemporánea. Y -sobre todo- la paz completa y definitiva.
Entre los recientes estruendos de la pólvora navideña y los ritmos de los catorce cañonazos bailables, los manjares y los brindis, alcancé a vislumbrar en el horizonte cercano el triunfo de las nuevas fuerzas políticas y sociales encargadas de sacarnos para siempre del oscurantismo que ha representado para el país el largo reinado del uribismo. Y -tras la victoria- su tarea prioritaria es poner al día la deuda histórica que tiene el país con el campo y sus campesinos.
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