Si algo bueno pudiera serle atribuido a la crisis generada por el coronavirus es que ha logrado evidenciar las grandes fallas que han presentado a todo nivel tanto los países como los sistemas que los sustentan.
Si bien es cierto que la pandemia ha tomado por sorpresa a muchas naciones —así varias teorías conspirativas afirmen lo contrario—, las diferentes naciones se han visto convocadas a hacer uso de sus reservas y a lo mejor de su aparataje institucional, sobre todo en lo que concierne a sus sistemas de salud.
Para el caso colombiano, la pandemia nos tomó bajos de defensas, como cualquier crisis aquí en cualquier otro momento. A solo una máquina apta para el diagnóstico eficaz de la prueba y un solo laboratorio centralizado, se le añadió el improvisado sistema logístico para envío, recepción y devolución de las tomas; la falta de claridad en la estandarización de los protocolos de rotulado de estas —que entre otras fueron las causantes de la generación de retrasos en la emisión de resultados y la tendencia hacia el colapso del sistema oportuno de diagnóstico—; y las insuficientes unidades de cuidados intensivos de un país con una población cercana a los 50 millones de personas y unos recursos para la salud mediados por entidades privadas, con unos altos índices de corrupción, ineficiencia y propensión a la negación de la prestación del servicio público de salud que constituye precisamente su objetivo fundacional.
Los sonados y reiterados casos de negligencia y corrupción en las EPS, fuera de la baja participación en la solución de esta crisis sanitaria —que ha tenido que ser asumida en su mayor parte por el sistema público de salud—, definitivamente evidencian la inoperabilidad del sistema de salud vigente, la Ley 100 de 1993 que lo sustenta y el urgente requerimiento de la creación de un sistema de salud basado en tecnología que sea más equitativo para la población colombiana.
Pero si en el sector salud no ha dejado de llover, en el sector educativo no ha escampado, el COVID-19 se ha encargado de patentizar la creciente desigualdad existente entre la población en edad escolar y la precariedad de miles de hogares: veredas del país sin conectividad en lo que va corrido del siglo, al igual que cientos de hogares sin medios para acceder a internet. Los sistemas de educación virtual que se han tenido que improvisar a lo largo y ancho del país, basados sobre todo en recursos informáticos y plataformas ofrecidas por multinacionales, han sido la tabla de salvación de muchas instituciones públicas que por primera vez se han visto abocadas a sumergirse en la virtualidad como paradigma educativo. Esta es una modalidad que si bien no es nueva para muchos, es la que posibilitará que se lleve a buen término la finalización del año escolar en muchas instituciones educativas que a empellones han tenido que reinventarse e implementar en tiempo record planes de estudio y metodologías mediadas por tecnología. Dicho cambio de paradigma ciertamente merece un análisis especial: los niños y jóvenes del país quizá serán los primeros en lograr adaptación a este nuevo paradigma, para luego volver a los tradicionales salones de clase a readaptarse a un modelo educativo heredado desde la colonia y cuyas aulas en muchos casos no bajan de una ocupación de 40 estudiantes.
Según pronunciamientos de Fecode, el principal sindicato de docentes de Colombia, la infraestructura educativa del país antes de que siquiera se avizorara la pandemia ya se hallaba atrasada, desfinanciada y en crisis. Al día de hoy se necesitan miles de millones de pesos para llevar un aceptable nivel de dignidad a muchos de los centros educativos estatales a lo largo y ancho del país, y eso que solo contemplando el aspecto locativo. Muchos más millones serían requeridos si se intentara llevarlos a un nivel óptimo de adaptación a las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. El hecho concreto es que las comunidades educativas —conformadas por estudiantes, docentes, padres de familia y directivos— se encuentran en contra de viento y marea, aprendiendo y haciendo un gran esfuerzo de adaptación a un sistema de enseñanza-aprendizaje virtual, que está en mora de asumirse como un nuevo paradigma de modelo educativo alternativo y futurista, el cual aún sin ser del todo montado y experimentado no ve la hora de ser dejado a un lado para retornar a las tradicionales aulas decimonónicas una vez los indicadores de contagio y muerte señalen que es posible tolerar el continuista hacinamiento estudiantil.
Los sectores mencionados son solo la punta del iceberg de un país en el cual son pocas las instituciones que funcionan bien —entiéndase como buen funcionamiento la eficaz operatividad de unos estamentos constituyentes de un sistema económico y político que en realidad esté diseñado para servirle a cada uno de los habitantes de la nación y de sus intereses, y que dista mucho del que actualmente nos rige como colombianos—. Muestra de ello, además de los mencionados, es el sistema de justicia, casi que colapsado, que no da abasto y que debido a su sobrecarga en muchas ocasiones es tolerante con la impunidad que a su vez cohonesta con la corrupción —diagnostico similar tendría el sistema penitenciario y carcelario que no soporta un preso más—.
Muchas de las instituciones del Estado cuestan miles de millones al erario público y no presentan buenos indicadores de eficiencia, eso por lo menos es lo que es posible evidenciar en la observancia de las consecuencias de la omisión de sus funciones, cuya deficiencia afecta directamente al ciudadano de a pie. Por ejemplo, el usuario bancario promedio nacional es víctima constante de cualquier clase de abusos por parte de las instituciones que conforman la banca nacional, la cual, sea dicho de paso, ha sabido aprovechar muy bien la crisis pandémica para el diseño de planes que logran endeudar más y por más tiempo a sus clientes y usuarios. Para lo anterior hacen uso de sus fuertes influencias en el sistema político, encargado de regularlas y supervisarlas. Sin embargo, frente a esta problemática es poco lo que ha hecho la superintendencia encargada de su regulación y mucho menos el Congreso, una institución que no obstante ser quizá la más importante de una democracia, se ha destacado por representar un papel realmente deplorable en esta crisis sanitaria, evidenciando de esta manera su inoperabilidad, ya que estuvo un gran periodo de tiempo inerme, cavilando si era viable o no llevar a cabo discusiones mediadas por la tecnología, mientras el país requería a gritos medidas de urgencia.
Como toda crisis, estamos en un momento crucial para por lo menos iniciar a generar grandes cambios, pero por las acciones que se han llevado a cabo, que se han enfocado más que nada en apagar incendios —más reactivas que preventivas— como es acostumbrado en este país, pasarán quizá varios años y gobiernos para que dichas transformaciones que son perentoriamente reclamadas sean reconocidas. Tarde o temprano esta situación menguará y como no hay mal que dure cien años, ¡por fin volveremos a ser como antes! Y será en ese momento que sabremos que fracasamos.