¡Qué terrible despertar el de Colombia!

¡Qué terrible despertar el de Colombia!

Cómo hemos permitido el abandono de millones de personas, sin educación, salud o agua potable, y con la imposibilidad de alimentarse adecuadamente

Por: EDWIN ORTEGA DEL CHIARO
mayo 25, 2021
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¡Qué terrible despertar el de Colombia!
Foto: Las2orillas / Leonel Cordero

Como Gregorio Samsa en la Metamorfosis de Kafka, Colombia después de un sueño intranquilo surge de la burbuja irreal en donde se había mantenido en los últimos lustros y está teniendo un terrible despertar.

Y no es que las alertas no existieran. Muchos habían alertado de las difíciles condiciones económicas de gran parte de la población, del aumento del desempleo, de la falta de oportunidades laborales para las mujeres y los jóvenes, del regreso de la guerra, la violencia y muerte de líderes sociales, el control de parte del territorio por el narcotráfico y de grupos ilegales, ante la mirada estratégicamente indiferente del Estado.

Pero las alertas agravadas por la pandemia, durante la cual aquellos que tenían ingresos dentro de la informalidad vieron desaparecer la forma de obtener su sustento diario, pasaron desatendidas, en algunos casos ignoradas y en otros paliadas por auxilios ínfimos que más que una ayuda era una ofensa para las familias.

Mientras tanto los afortunados que vivíamos en la burbuja bogotana, alejados de las regiones, y confinados en los barrios al norte de la calle 72 y al oriente de la carrera séptima, seguíamos viviendo en esta utopía que habíamos ido construyendo a lo largo de los años. Ilusionándonos que, al hacer subir el precio de la vivienda, de los productos que consumíamos, recreándonos con la gastronomía a la Altura de la guía Michelin, estábamos cada vez más cerca de convertirnos en la nueva New-York. No nos importaba lo que saltuariamente veíamos en los noticieros que estaba pasando en el resto del país, como si fuera un capítulo más, de alguna serie de Netflix.

Y ojo, aclaro. No es que toda la clase empresarial sea mala y sus miembros sean unos picaros y unos ladones. No es que haber logrado crear empresas que creen riquezas, produzcan bienes y servicios, y generen empleo sea malo. Hay más empresarios que tienen una visión social y conocen las dificultades del país, de los que creemos que existen. Pero son muchos menos de los necesarios para generar un cambio radical de modelo. Un modelo más justo, más equitativo, donde la paz sea un bien de todos, donde se acorten las brechas y la población en general pueda tener una vida Digna en cuanto a vivienda, alimentación, salud, educación y empleo.

Y así como hay empresarios “buenos” y empresarios “malos", hay empleados de las instituciones públicas buenos y malos. Hay policías malos y policías buenos, que quieren cumplir su deber de proteger a la ciudadanía y llevar el alimento a sus casas. Hay jueces buenos y jueces malos, eso ya lo hemos vivido. Hay congresistas corruptos que defienden solo sus intereses personales, y los hay buenos, que quieren trabajar para transformar la sociedad colombiana. Tal vez el problema es que los buenos, aunque seamos más, como se dice popularmente, defendemos con menos ahínco nuestros derechos y hemos permitido que los malos, aunque sean menos, se aprovechen de nuestro silencio cómplice.

En este momento la mayoría de las discusiones se enfocan en defender a uno u otro bando de la confrontación del paro nacional M-21. Y no podemos caer en esa trampa y quedarnos allí. Discutir quién es más culpable, si las fuerzas del estado o los “vándalos” que protestan. Discutir quién asesina más, quién abusa más mujeres, cuál grupo está violando más leyes y abusando de su poder, aunque puede ser un ejercicio ideal para distraer la atención, no nos va a conducir a nada. Caer en la discusión para demostrar quién tiene razón, sin generar una verdadera escucha empática, un deseo de entender por qué dejamos que las cosas se agravaron y nos trajeran a esta encrucijada, nos llevará sola a más polarización a más dicotomías irreconciliables.

Me duele mucho el país. Me entristece lo que está pasando. No la protesta. Me duele la situación en que vive el 40% de la población, la desesperanza de los jóvenes, de mis hijos y de los hijos de mi generación que en los lejanos años sesenta del siglo pasado creímos ilusoriamente que podíamos construir una sociedad basada en amor y paz. Me duele el dolor de las madres y padres de tantas víctimas. Las de los últimos acontecimientos, pero también de todas las que ha dejado la confrontación armada e insensata de ideologías e intereses egoístas, que se benefician de la corrupción y de las influencias sobre las instituciones del estado. Me duelen las víctimas que han caído sirviendo a carteles de la droga enceguecidos por el espejismo del dinero fácil. Me duelen los campesinos e indígenas desarraigados de sus tierras, o bien por terratenientes ávidos de tierra o por la incapacidad física de cultivar el terruño de sus entrañas, por falta de ayuda del estado, de financiación y abandonados por sus propios hijos que se han ido a la ciudad buscando sueños imposibles. Me duele la incertidumbre de aquellos empresarios que de Buena Fe tratan de construir un mejor país. Me duele en lo personal haber invertido cuarenta años de trabajo en Colombia, trabajando en el sector privado, pero también apoyando procesos en defensa de los derechos reproductivos de la mujer y en la protección de la infancia, para toparme con esta triste realidad en la cual nadie quiere ceder en sus privilegios.

Pero sí, somos todos responsables. Por acción o por omisión. Por no haber perseguido con mayor fe nuestros ideales de una sociedad más justa. Por habernos escondido en las ramas tranquilas de la clase media. Por haber escogido una clase dirigente incapaz, centrada en sus intereses personales y no en el bien común. Por haber hecho de la violencia un paisaje que no nos afecta sino cuando se acerca al umbral de nuestras casas. Por haber aceptado que lo que pagamos en impuestos se desaparezca en los bolsillos de funcionarios y políticos corruptos y en la ineficiencia de estado. Por no haber exigido con mayor fuerza el respeto de los derechos consagrados en la constitución del 91.

Somos responsables y culpables. ¿Cómo es posible que hayamos permitido que la situación social en zonas como Chocó, La Guajira o Buenaventura se perpetúe? ¿Cómo hemos permitido el abandono de esas poblaciones, sin educación, sin salud, sin agua potable y con la imposibilidad de alimentar adecuadamente a los niños y sus familias? ¿Cómo hemos permitido que esas zonas que generan riquezas, como el Chocó y La Guajira con sus recursos minerales, o como Buenaventura, puerto estratégico de la economía colombiana, vivan en la miseria y en medio a las violencias cruzadas? Indolencia, irresponsabilidad, insensibilidad.

¿Y ahora qué hacemos? Ríos de tinta, de videos y memes corren en este momento por los medios tradicionales y virtuales, analizando, controvirtiendo, mostrando violencias, haciendo frases ingeniosas sobre lo que nos duele, diagnosticando, defendiendo o atacándose unos a otros. Algunos haciendo críticas constructivas y otros destruyendo con argumentos más o menos falaces a sus opositores. Mensajes de esperanza y mensajes de odio.

Y hablamos, algunos, de que se debe concordar un nuevo pacto social. No creo. Ese pacto social existe y se llama Constitución Política de Colombia. Necesitamos comprometernos todos con ella y acatarla. Ponernos de acuerdo de Buena Fe en que vamos a trabajar para que se cumpla en su espíritu y en sus principios. Y desde allí si, dialogar, negociar, estructurar y encontrar los recursos para aplicarla en unos tiempos y modalidades, que prioricen la recuperación de la dignidad y los derechos de la población más vulnerable. Que el estado cumpla el principal objetivo de un estado moderno: garantizar los derechos de todos, la vida, honra y bienes, redistribuyendo la riqueza.

La Corte Constitucional ha tratado de que esto se cumpla. ¡Pero ya es hora de que todos emprendamos esta tarea de creer y respetar este pacto social que es la Constitución del 91!

Cuando empecé a escribir este texto mi intención era hacer un análisis neutral de lo que estamos viviendo. Neutral ya que pretender objetividad es imposible. No sé si formalmente lo logré. Si use un lenguaje ponderado que no ofendiera a aquellos con los cuales personalmente no estoy de acuerdo. Pero independientemente de si lo logré o no, mi neutralidad puede estar en la forma, pero no en los asuntos de fondo: no puedo renunciar a mis ideales que muchos tacharan de izquierda. No puedo renunciar a creer en un país más justo, más equitativo, más laico, más respetuoso de las diversidades y las minorías. Un país que proteja a nuestros niños y adolescentes. Un país que crea y promueva como motor del desarrollo a las mujeres y a las nuevas generaciones. Un país en paz donde todos podamos salir a la calle sin arriesgar la vida. Que podamos llevar a nuestros hijos a recorrer el país y conocer nuestras riquezas naturales sin pensar en que tal vez no regresemos de esa aventura. En fin, un país donde los derechos no sean un privilegio.

Espero que el país, como el ya citado Gregorio Samsa, no termine abandonado; ni terminemos abandonándolo como hizo su familia, dejándolo a la deriva hasta que se apagó por inanición.

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