Los cristianos, agrupando todas sus derivaciones, representan el número de creyentes más alto del planeta, cerca de 2.300 millones de personas para el 2015. De esos 2.300 millones, al menos 1.299 son católicos, según un reporte del año 2017 por el Vaticano. En Colombia, según cifras del mismo reporte, hay 45, 3 millones de bautizados. Aunque eso no necesariamente significa que esa totalidad de personas aún siga profesando la fe cristiana activamente, sí deja bastante claro que en nuestro país la influencia de esta religión es gigante. Incluso, hasta hoy en día, se mantiene la tradición de jurar por Dios al momento de recibir ciertos cargos públicos. A pesar de que la persona puede negarse a realizar ese juramento especial, tiene que demostrar —lo cual ya es bastante atrevido— por qué ese juramento va en contra de sus principios y creencias.
Todos sabemos que entre los temas más polémicos para hablar la religión tiene un lugar muy importante. No es para menos pues las dimensiones del ser humano que esta abarca, como lo son la fe y la espiritualidad, son fundamentales en la vida de las personas. Estas dan sentido y orden a la vida, moldean la forma de pensar, sentir, actuar y ser en el mundo. Ofrecen cierta explicación de lo que fuimos, somos y debemos ser. Sin embargo, la interpretación y ejecución de los principios e ideas que argumenta el cristianismo y los cuales moldean la forma de vivir de millones de personas, están mediados por Instituciones administradas por seres humanos. Ya sabemos lo que significa eso: un mal manejo. Es hora de darse cuenta —como si no fuera muy obvio ya— de que los mismos seres humanos que profesan y administran la fe han ejercido esta labor históricamente bajo diferentes sesgos e intereses, restándole coherencia a su credo.
A punto de comenzar una Semana Santa más en el mundo cristiano, las personas pertenecientes a esta religión y a sus diferentes vertientes, como por ejemplo el catolicismo, deberían aprovechar este espacio para cuestionarse sobre el papel de sus ideas en el mundo de hoy: ¿qué significa ser creyente de los planteamientos cristianos en el siglo XXI?, ¿hasta qué punto deberían llegar ideas que van en contravía de la vida posmoderna?, ¿qué implica que la principal institución de los católicos este llena de escándalos de corrupción, abuso y pedofilia? O en el caso de los cristianos, ¿qué justifica llenar de dinero a pastores e iglesias de barrio?, ¿qué significa pertenecer a un movimiento donde a sus propios trabajadores se les impide tener una vida normal, como por ejemplo, una pareja?, ¿hasta qué punto le conceden el poder de moldear sus vidas a instituciones e ideas que, como dije, son administradas por personas que para nada están exentas de equivocarse y aprovecharse de su facultad?
Esta semana que comienza es una buena oportunidad para reflexionar sobre la relevancia o irrelevancia de varios de los planteamientos cristianos, muchos de los cuales fueron establecidos hace cientos de años, en diferentes contextos, con diferentes realidades y diferentes problemas sociales. La creencia en el Dios cristiano -como la de cualquier otro- y los posteriores mandamientos de este, están sujetos a necesidades de personas de una época específica, las cuales necesitaban respuestas, explicaciones y un plan a seguir. Es innegable que la religión fue un instrumento para entender y explicar de una manera particular los fenómenos que ocurrían en el mundo.
El problema, que tal vez al principio no vieron venir, es que la curiosidad y la creatividad humana al final se impondrían. Gracias a estas dos cualidades naturales que tenemos fue posible desarrollar la ciencia, la tecnología y básicamente todo lo que existe hoy. Los diferentes avances en la historia humana empezaron a restarle poder a la Iglesia delegándola hasta donde está en el presente. Paradójicamente, aunque nadie —o casi nadie— recurre hoy a la iglesia o a sus promotores para encontrar la explicación de fenómenos complejos, aún son miles de millones de personas que siguen creyendo todavía en algunas ideas de esta Institución.
¿Por qué siguen siendo millones los que condicionan su vida a un dogma que no fue escrito ni para entender ni para explicar el mundo de hoy y, además, el cual es regulado y promovido por personajes con múltiples conductas reprochables? Esta pregunta me genera una inmensa curiosidad y hace que me cuestione: ¿qué significa ser cristiano en el 2019?, ¿estar en contra del aborto, la eutanasia y los derechos y el reconocimiento de personas LGBTIQ?, ¿promover el amor al prójimo pero rechazar la inclusión en cualquier dimensión?, ¿dejar que las cosas sean como “Dios quiera”?, ¿defender un único modelo de familia?
Si bien es cierto que establecer un tipo de verdad específico nos ayuda a dejar de cuestionarnos sobre lo más simple hasta lo más trascendental de la vida, también es cierto que nos impide ver la misma vida de una forma más amplia. A todos nos asustan los grandes misterios que aún no resolvemos, pero no por eso debemos escudarnos en Dioses e historias que aunque nos den tranquilidad, no nos dan la verdad. Por el contrario, debemos sobreponernos al miedo y dejarnos llevar por la curiosidad y la creatividad. Estas, si bien no nos darán un relato definitivo como sí lo hace la religión, por lo menos nos darán la posibilidad de cuestionarnos e ir más allá.
Tal vez sea duro pero viene siendo hora de que muchos de los creyentes reflexionen sobre qué tanto poder les dan a ciertas ideas para que moldeen su forma de pensar y actuar en un mundo que, cada vez, exige mayor consciencia humana de los diferentes problemas actuales. Si “Dios” ni la religión pueden dar las respuestas a los problemas que tenemos hoy, ¿por qué seguir rigiendo nuestras vidas bajo principios de hace siglos? El mundo cambia y con él también las personas. Asimismo, ese cambio produce nuevas preguntas, nuevos problemas y nuevos desafíos que, en mi opinión, no podrán resolverse si seguimos pensando el mundo, en el 2019, como un lugar de dioses y demonios, ¿usted qué opina?