Si hoy alguien me preguntase que si creo en dios, le respondería inmediata y categóricamente que no.
He pasado por ser creyente, después panteísta (sin entender el significado) y luego por creerme ateo. Al parecer hoy me considero ateo, pero no estoy tan seguro. No estoy tan seguro porque después de leer un pequeño libro sobre el maestro de Pisa y sus postulados tratando de explicar los inicios del derecho, ora natural, ora positivo, me he encontrado en una situación algo confusa y satisfactoria, confusa pues a raíz de esa lectura y siempre acompañada de algo de reflexión se ha caído mi aparente ateísmo, eso sí, no del todo; satisfactoria puesto que he logrado entender por fin aquella visión de dios que tuvieron los estoicos y otros filósofos de tan variadas escuelas que hoy no recuerdo.
El profesor Nodier Agudelo, en su obra Corrientes del derecho penal - escuela clásica, ha logrado sintetizar muy brillantemente el pensamiento de quien en su momento fuera el máximo exponente del derecho penal demoliberal y la escuela toscana. No pretendo explicar lo que ya ha explicado el profesor Nodier, pues esa no es la intención de este escrito, es menester mencionarlo, puesto que ha sido mi guía en tan complaciente lectura y momentos mágicos de reflexión.
La primera imagen que tuve de dios fue la de un señor que estaba arriba, vigilante de los actos humanos, con un bolillo mágico que cuando fuera necesario golpearía contra el piso, mandando así bendiciones o maldiciones, dependiendo del proceder de los seres humanos, ya en relación consigo mismo, con los otros de su especie o con la naturaleza. Señor que castigaba hasta por malos pensamientos, un derecho penal divino de autor y también de acto. Aquella imagen la mantuve en mi mente por muchos años, de alguna manera más que exhortarme a obrar de manera correcta (sin entrar en la discusión de que es correcto y que no) me sirvió como salvoconducto para actuar de una manera, digamos, inmoral; pues mientras obraba mal al mismo tiempo rezaba y me creía salvado, como dijera el adagio popular “a dios rezando y con el mazo dando”, tal es la visión, que a mi parecer, tienen muchos creyentes hoy en día, que si hubiese forma de denominarla lo haría como mi sabio padre: “una fe infantil”.
Tiempo después por una inquietud poco difícil de colmar y tras haber leído al dios de Spinoza y un par de libros de algunos estoicos, me denomine panteísta y, como lo dije arriba, poco entendía el significado de aquella denominación, pero me daba tranquilidad el creer que iba profundizando algo sobre ese tema, para los religiosos incuestionable, qué es dios. Pero ahí no acababa esa inquietud que molesta al hombre (o a algunos hombres) sobre un tema tan profundo e inacabable, pues como decía Protágoras “el tema de dios es tan extenso y la vida tan corta para saber si el dios existe o no”. Decidí entonces hacerme más y más preguntas, muy al estilo del magnánimo Sócrates, y mediante algo de lógica y un par de silogismos llegue a la conclusión de que ese tal hacedor del universo, perdonador y castigador de los hombres, sabio de sabios, y más dios que el mismo Zeus, no existía.
A veces me pregunto si uno escoge los libros o son ellos quienes escogen a su lector. Llegó a mis manos tan grandes aportes del maestro de Pisa, que me hicieron volver a cuestionar mi ateísmo, fuerte por fuera, pero tan frágil por dentro. Fue así como llegué a conocer lo que es el panteísmo y la imagen sobre dios que tienen los estoicos. Lejos están tanto estos como aquellos de creer en un dios vigilante o de negar el orden que hoy rige al mundo y al cosmos. De momento pongo en duda mi ateísmo, ya que soy gran defensor de lo que yo llamo el orden, divino o eterno si así lo quieren llamar.
Hoy cuando mi ateísmo naufraga sobre el mar de mi pensamiento y aquel panteísmo perdido encuentra puerto seguro donde anclar. Ícaro, aun cuando su padre Dédalo le había dado instrucciones precisas de no acercarse mucho al sol, pues las alas hechas de cera por aquel se derretirían, haciendo caso omiso a las instrucciones de su padre, voló tan alto que el sol derritió la cera de sus alas y cayó sobre el mar, así feneciendo. Ese fragmento mítico puede dar a los lectores una viva imagen de lo que está pasando con mi aparente ateísmo, pues ha llegado a un punto en que no se puede sostener y el sol, si lo miramos como la idea del orden, cada día derrite más y más la cera con la que aquel se cubre.
¿Qué es el orden? Cualquiera diría que es lo contrario al desorden, lógico, pero eso no basta. Digamos aquí que el orden es que cada cosa esté donde debe estar y cumpla el papel para el que está destinado, los marranos no polinizan las plantas, ni las abejas se comen la carroña. No hay que ir muy lejos para entender qué es el orden, si mirásemos con mucho o poco detenimiento nuestras casas no daríamos cuenta que cada cosa está en su lugar, y que así mismo cumplen una función que recubre de armonía los hogares. ¿Quién fuera tan loco de poner el comedor en una habitación y la cama en la cocina? Bueno, como dicen los supersticiosos sobre los espantos, “de que los hay los hay”. Así mismo, si mirásemos la casa de todos (el planeta y el cosmos) nos daríamos cuenta que hay un orden que todo lo rige, orden que ha estado desde antes de la creación de este sistema solar, como después de que este desaparezca, y que seguirá rigiendo todo en cuanto existe en la infinitud, nos tendríamos que preguntar: ¿es dios el orden o el orden es dios?
Pues mis estimados lectores, creo que sí hay un dios que, si me pidieran describirlo lo describiría como un orden inexorable que está como un tatuaje en cada movimiento cósmico, telúrico, vegetal, mineral o humano. Orden en el cual todo está en su lugar y cumpliendo una función para la cual fue hecho, en palabras de Aristóteles “buscando un fin, buscando su naturaleza”.
¿Y cuál es el fin de nosotros como seres humanos? Buscar nuestra naturaleza. ¿Cuál es nuestra naturaleza? Que nuestro actuar este fincado en la razón, no es más si no esté el papel que tenemos que cumplir a cabalidad para mantener ese orden supremos del cual venimos nosotros, y no solo en nosotros, obsérvese cómo hasta los animales no racionales tiene un orden; en cualquier manada o en cualquier organización de alguna especie hay una jerarquía que garantiza el orden y a su vez garantiza que se cumpla el fin al cual han venido todos a la existencia.
¿Qué ha pasado entonces con el ser humano? No hemos podido entender que el sentido de la vida es distinto al sentido de la existencia, a la vida se le puede dar cualquier sentido, siempre y cuando sea afín al sentido ya impuesto por la creación y la evolución.
Si yo fuera Jenofonte y Sócrates me preguntase dónde encuentro el sustento para mi vida, le respondería como aquel lo hizo “en el mercado”. Y si en medio de mis risas por semejante pregunta, Sócrates volviese a preguntar que dónde encuentro el sustento para mi existencia, le respondería que en el orden, pero ni Sócrates está vivo ni yo soy Jenofonte, entonces sigamos.
El orden rige para cualquier ámbito, tanto en lo pequeño como en lo grande, en lo político o en lo privado. Si lográsemos entender que dios no es un vigilante con su bolillo celestial dispensador de males y bienes, y comprendiéramos que el único sentido de nuestra existencia es contribuir a ese orden eterno, a esa razón suprema, dejaríamos de creer que Jesús fue un mago, y que como ese orden ha creado unas leyes físicas y nos ha creado a nosotros, no podemos ir en contra de esas leyes y ese orden reviviendo lazaros ni devolviéndole la vista a ciegos con un toque de mano; nos pondríamos en acción de inmediato dejando la superstición a un lado y encargándonos de contribuir a un orden que está por encima de nosotros pero en nosotros, con acciones y no con rezos, con hechos y no con abstracciones.
Los invito a que pongan en orden sus vidas, su salud, su mente, su casa, su papel político en la sociedad y, en últimas, su existencia. Yo también intentaré hacerlo.
Si después de esto me preguntasen otra vez que si creo en dios, les diría que creo en el orden eterno.