Tengo mucha complacencia /
Para nombrarles al Cerro/
A ese pueblo yo lo quiero/
Ahí está mi residencia/
Del Suán hago referencia /
Que mira al Cerro de frente/
Es el puerto permanente /
Que conduce a Barranquilla/
De noche es la maravilla/
Con sus luces fluorescente
Santiago Martinez Martinez
de Barranquilla a Berrío, 1964
El profesor lo había devuelto para la casa de donde llegó a tomar las primeras lecciones en su, justamente, primer día de clase. No había sabido tomar el lápiz como lo ordenaban los cánones de la caligrafía. No obstante, su rendimiento en la prueba de lectura había sido excepcional, tal cual le había ocurrido en su tierra cuando en su primer día de labores estudiantiles sobresalió en la prueba que le presentó el exigente examinador, tanto que le había merecido un "es hijo de su papá”. El asunto se resolvió por la vía del entendimiento entre una prima del examinado con el profesor evaluador padre del novio de María Concepción, que así se llamaba la pariente del aspirante a ingresar a la escuela primaria del municipio. Los días, meses y años siguientes fueron fructíferos para el forastero, que llegaba en compañía de sus padres, después de que en la población donde nacieron habían sufrido la pérdida de un entrañable y querido miembro de la familia, a manos de una devastadora fiebre tifoidea, cuando la víctima solo había cumplido diecinueve años de vida.
El verbo demoledor del profesor atrajo su atención y de seguro que ejerció su perniciosa influencia en su vida venidera. Fueron objetivo militar de su lengua fueguina los alcaldes que anduvieron por el Palacio Municipal, invictos sin excepción, mientras el relator pasó por las aulas regentadas por el educador Moscarella, aunque es de suponer que también había ocurrido antes de y ocurrió después de. También recibieron su dosis los colaboradores del primer administrador municipal. Para escuchar estos discursos que adornaban la exposición magistral de la cátedra, los estudiantes se disponían de pie en un semicírculo casi rodeando por completo al expositor, quien depositaba su delgada y morena humanidad en un asiento que ponía frente a una sencilla y trajinada mesa de madera, donde posaban unos textos y que le servía, además, para apoyar sus manos siempre gesticulantes.
La escuela estaba constituida por un salón y en medio de este un enorme tablero fronterizo entre el territorio del educador y su colega, casi siempre una mujer. Más de un espécimen estudiantil fue a tener con sus huesos, y sobre todo con su cabeza, a estrellarse contra el tablero por no haber acertado en la respuesta de lo indagado por el riguroso docente que lo llevaba tomado de la oreja para que se produjera el choque cataclísmico. El narrador deja saber que su afán por aprender el uso de la ortografía fue adquirido en su estancia bajo la tutela de ese régimen bonapartista, así como su manía de estar refiriéndose siempre en malos términos de los gobernantes territoriales, nacionales e internacionales. Le ha resultado rentable.
La Loma, donde tuvo lugar lo que aquí se cuenta, vivía de actividades parecidas a las de las poblaciones ribereñas del gran río de la patria. Agricultura en, sobre todo, pequeña escala, así como la pesca y la ganadería, aunque en esta había uno que otro mediano y casi gran propietario. Algunos dirigentes de las puntas, como eran denominados los corregimientos, reclamaban en razón de que, a su entender, dependían de una cabecera municipal con menor número de habitantes e inferiores recursos económicos que no podía satisfacer las necesidades de aquellas poblaciones. La Loma, sin embargo, destacaba como ninguna otra localidad ribereña de la zona, río arriba y río abajo, por su navegación fluvial. Un alto número de embarcaciones que podían ascender a veinticinco se desplazaban río arriba en la búsqueda de productos agrícolas como la naranja, plátano, y de la pesca para retornar con ellos al principal puerto marítimo y fluvial del Caribe, donde eran comercializados.
Estas incursiones hacia la parte sur del río podían llegar en ocasiones hasta Mompox y poblaciones de la periferia, cuando el propósito era la búsqueda de la naranja; hasta La Raya, en el río Cauca, población bolivarense, quemada literalmente en la Violencia, zona limítrofe de Bolívar y Antioquia, cuando el objetivo era conseguir bocachicos, bagres y otras variedades comestibles que las aguas entregaban; hasta Puerto Berrío, en el Magdalena Medio antioqueño, o antes, hasta Vijagual, Puerto Wilches, La Rinconada o Vuelta Acuña, en Santander, si lo que se buscaba era plátano.
Coyongal, población situada un kilómetro río abajo del encuentro entre el Cauca y el Magdalena, servía de centro de información a los excursionistas de la mercadería, que allí amarraban sus vehículos y en algunas ocasiones —en el pasado fueron muchas—, como puesto de acopio. Dos de sus mejores hijas, María y Petrona hermanas entre sí, fundaron sus hogares con Alberto y Máximo, respectivamente, hermanos también entre sí, que habían llegado en sus vehículos a remo en el ejercicio de la actividad comercial fluvial y con quienes se radicaron en La Loma hasta el final de sus días. Embarcaciones menores, como los Johnson y chalupas servían como medio de transporte de pasajeros con la localidad vecina de enfrente, lo mismo que con los corregimientos a los que se llegaba a través del caño.
La nómina de la administración municipal ayudaba a mover la economía de tienda en los raros momentos en que era pagada a los servidores públicos, algo en lo que lo acompañaban los educadores quienes recibían sus salarios muy de vez en cuando al punto que debieron movilizarse en cierta ocasión hacia la capital del país, a pie, en medio de un prolongado paro que echó abajo el año escolar. La crítica situación del magisterio departamental era de vieja data, sus servidores tardaban en recibir los salarios, hecho notorio en los que dependían de ese ente territorial que aportaba las dos terceras partes del presupuesto para ese fin, mientras que la nación entregaba el resto. El catorce de septiembre de 1966 señalaron la hora cero para emprender el vuelo terrestre hacia la capital.
El profesor Moscarella, en los días previos a la puesta en ejecución del paro magisterial, dio cátedra de sus saberes partidistas y la enfiló hacia los gobernantes presidenciales azules, en quienes hizo diana repetidas veces. El gobierno del momento apenas había asumido las riendas dos meses antes y para nada podían cargársele las culpas de lo que ocurría a los abnegados maestros, argüía en forma de discurso. Quizás si el departamento sufriera un nuevo desmembramiento como en 1963, podría aligerar las cargas, complementaba. Un año después el deseo del educador fue realizado. Para los historiadores está la tarea de balancear desde entonces qué ha ocurrido en la materia que se toca y en otras. Quien esto escribe debió repetir el año siguiente el curso perdido por la protesta magisterial.
No fueron extraños algunos sucesos que convocaron la presencia en las calles de numerosos pobladores de La Loma. El recuerdo de cientos de ellos agolpados en las cercanías de la casa paterna de su más reconocido, querido y joven médico, que querían ver su cadáver recién llegado desde Bogotá donde tuvo lugar su deceso, se torna difuso. Pero era el merecido tributo de innumerables y agradecidos pacientes que habían recibido las atenciones profesionales, de quien con el paso del tiempo llegó a ser para ellos una especie de santo. Un busto en la plaza al lado del levantado al libertador dejó constancia de ese agradecimiento, aunque vientos posteriores modernizantes lo abatieron.
Un pueblo de espíritu fiestero hasta el cansancio encontraba siempre oportunidades para demostrarlo. No solo en el carnaval en la caseta que estuvo situada al lado del puente, en el bailadero de Pablito que tuvo como atractivos a las dos hijas de su propietario, por su particular forma de mover los hombros al danzar; en el moja moja del veinte de enero; en Semana Santa, en junio con la fiesta patronal, en julio con la de los navegantes que se juntaba con la anterior. También en ocasiones especiales, tal fue la llegada al pueblo de su hija que había participado en el concurso de la mujer más bella de la Nación, en representación del departamento.
Los sentimientos encontrados y la confusión que reinaron por la presencia de la beldad nativa, de porte garboso y sonrisa contagiosa, tornaron el suceso cuasi irrepetible en la historia local, quizás igualado por la muerte prematura del médico ocurrida en fecha posterior. El primer caso de tumultos humanos que el redactor conoció fue ese y aunque estaba recién llegado al territorio, con el paso del tiempo supo que en el maremágnum militaban seres humanos de la más ínfima condición social hasta los más encopetados de ilustres apellidos, recuerdos de tiempos mejores, según lo testimoniaban los comentaristas de esquinas que no solo historiaban acerca de la enrevesada estratificación social local, sino de asuntos más de la honra femenina.