A raíz de los recientes atentados de las FARC, el presidente Santos ha anunciado la posibilidad de levantarse de la mesa de negociación en La Habana. El mensaje de Santos intenta hacer olvidar que en rigor a la verdad, a pesar de lo atroz de los hechos, las FARC no han violado ninguna de las condiciones pactadas para negociar –pues no hay tregua bilateral-. Sea que lo haga o no, levantarse de la mesa implicaría no sólo reabrir un nuevo ciclo de esta guerra infinita, sino que cerraría la posibilidad que se le ha abierto a la sociedad colombiana de mirarse a sí misma. Además de llegar a cesar el conflicto armado, los diálogos de paz en La Habana son una oportunidad invaluable para examinar nuestras propias concepciones sobre la guerra.
Antes que juzgar o condenar el proceso de negociación por sus defectos, puede ser interesante plantear preguntas: ¿somos capaces de vernos a nosotros mismos en la mesa de negociación en Cuba? ¿O es un problema externo a nosotros, que sólo nos afectaría dependiendo de sus resultados –si se firma o no el acuerdo? Juzgar las negociaciones es por supuesto, mucho más difícil que dejarse interrogar por lo que está sucediendo allá. La razón es que el posible fin de la guerra toca nuestras fibras morales más sensibles. Los diálogos en Cuba, sus contradicciones y vaivenes, son en parte un espejo de nuestra sociedad. Pero sobre todo, son un retrato de nosotros mismos. De ahí la dificultad de asumir dicho proceso con algo de serenidad y autocrítica. Así como la gota es el mar, y el pez es el mar y toda el agua, yo soy toda mi sociedad. La sociedad entera está dentro de mí, y por ende yo la expreso.
Contrario a esto, buena parte de los críticos de la guerrilla, aún siguen alojando la crueldad únicamente en uno de los guerreros: las FARC. Una postura más ponderada, y autocrítica, también sería capaz de ver dicha crueldad ejercida desde el propio Estado; desde nosotros mismos. Pero quizás, y esto eso lo más complicado, el paso que cuesta tanto dar es reconocer que la crueldad también están en nosotros, y no sólo en los guerreros. El clamor por una guerra infinita desde distintos sectores de la sociedad, los gritos de retaliación en contra de las acciones de las FARC, son síntomas de ello. Esa ira hacia la insurgencia y hacia las atrocidades de la guerra, generalmente olvida que el proceso de negociación no se da en el vacío, sino en medio de nuestra sociedad: la guerra se ha producido a partir de nuestra sociedad, es un efecto de las relaciones sociales que compartimos guerreros y no guerreros. Ese es quizás uno de los significados más interesantes de la palabra Estado: el Estado es el estado de nuestra sociedad, el estado de cosas en que vivimos. El Estado somos todos: “buenos” y “malos”, “virtuosos” e “ilegales”, el Estado coincide punto por punto con cada uno de nosotros, para lo mejor y para lo peor.
Ira focalizada
Dar ese paso implicaría, por ejemplo, reconocer que así no estemos de acuerdo, los miembros de la guerrilla también hacen parte de la sociedad. Estar al margen o en contra de la ley no significa necesariamente ser antisocial. Son condenables todas las acciones de las FARC que afectan a los no combatientes. Pero la pregunta entonces es: ¿por qué, si tan rápidamente condenamos dichas acciones, nuestra propuesta es más guerra (“más plomo”), y no por ejemplo una tregua bilateral? ¿O por lo menos, como lo sugirió Jorge Iván Cuervo, un acuerdo de regulación humanitaria? Queremos un proceso de negociación en “paz”, aun cuando no hay pactada una tregua bilateral. Pedimos gestos de buena voluntad de parte de las FARC, pero no exigimos con igual ira el mínimo de reformas sociales y económicas de parte del Estado, para cimentar una paz consistente y duradera. Nuestra ira entonces es selectiva, y focalizada. El que primero cosas le exijamos a la insurgencia, situada en la ilegalidad, y no al propio Estado, es revelador de cómo opera nuestra moral.
La ansiedad por exterminar al enemigo en Colombia, se parece mucho a experiencias ya vividas en la vieja Europa. No se trata por supuesto de asimilar lo que sucede en Colombia con la situación alemana. Pero sí hay unas resonancias inquietantes. El caso de Alemania, si seguimos a Gilles Deleuze y Félix Guattari, es evocador aquí: lo nazis anunciaban a la gente lo que ofrecían: “a la vez éxtasis y muerte, incluida la suya propia y la de los alemanes. Y la gente gritaba ¡adelante!”. La ira es una lógica inmemorial, nadie se acuerda de dónde viene o cómo aparece, pero cuando se hace presente genera cierta fascinación y la esperanza de poder erradicar, de una vez y para siempre, el mal. Ese grito de ¡adelante!, se escucha en Colombia, y no sólo lo vociferan los combatientes. No importa que para producir ese cuerpo enemigo haya que recurrir a una serie de irrealidades como el “castro-chavismo”: lo importante es gritar y gritar tanto, que llegue un punto en que el estruendo de ese grito desintegre el cuerpo indeseado. La reciente citación a un duelo a muerte por parte de un abogado a un senador en Colombia, va en esa dirección: mueres tú o muero yo. Lo decisivo es que alguien debe morir, sea yo o seas tú, al final casi que no importa quién. Lo importante es que el grito no se apague. ¡Adelante!
La paz: ¿problema moral o moralista?
Existen dos posibles posicionamientos dominantes frente al proceso de paz: moralizarlo, o dejarse interrogar por él, escuchando las preguntas que nos hace a nuestra propia moral. En esta segunda vía, el proceso en La Habana sería una interrogación moral para la sociedad entera. Descargar la responsabilidad exclusivamente sobre la guerrilla, como lo han hecho algunos comentaristas recientes, es contribuir así a mirar sólo una cara de la situación quedándose en la primera opción, la de moralizar. Si el problema es atribuir la culpa de la guerra, ¿no se debería entonces empezar también por evaluar el papel que jugaron las élites, la prensa, el bipartidismo y la Iglesia católica en la década del cuarenta, por ejemplo? Ahora bien, ¿es la adjudicación de culpas el camino? Culpar al otro me permite erigirme en un juez que hace un dictamen. Una destacada senadora colombiana escribía hace poco que había que “domesticar” a la insurgencia.
Actuar, entonces, similar al pastor o al sacerdote, que puede aquietar o curar el mal. La cuestión es que el convertirnos en sacerdotes morales nos permite excluirnos de aquello que juzgamos. Y de algún modo, sentir que estamos “a salvo”. Nietzsche lo dice con toda claridad: al concebir a alguien como el “enemigo malvado”, yo mismo me imagino como su antítesis, esto es, como alguien “bueno”: yo mismo.
Los diálogos de paz en La Habana, con todas sus contradicciones y dificultades, son la posibilidad no sólo de cesar la guerra, sino de que por fin nosotros, los no guerreros, reconozcamos que las lógicas de la guerra, la crueldad y la venganza, también nos habitan. Y que nos guste, o no, esa crueldad y venganza que todos y todas portamos, ha contribuido a alargar esta guerra que de nuevo parece ser infinita si se llegan a romper las negociaciones. Porque, si de verdad somos tan civiles como decimos ser y los malvados son los guerreros (una minoría), ¿cómo es que la guerra no se acaba y ha perdurado tanto? ¿Es suficiente el interés económico de tantos sectores sociales detrás de la guerra, para haberla alargado tanto? Si el acuerdo se firma en Cuba, ese grito de ¡adelante! se sentirá con toda su fuerza una vez se llegue al referendo por parte de los no combatientes. Sería, mortal contradicción, un ¡adelante! que no haría sino contener, detener: dejar el estado de cosas tal como estaba.
Por el contrario, parar la guerra contribuiría a aminorar esa alegría de matar que tanto nos asedia a guerreros y no guerreros. Parar la guerra nos permitiría silenciar ese grito. Dejar de gritar para empezar a escuchar. Oír por fin las voces que los gritos no dejan escuchar.