¿Qué quieren los colombianos en un presidente?

¿Qué quieren los colombianos en un presidente?

¿Un bombero, un gerente o un líder?

Por: Javier Loaiza
enero 25, 2018
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¿Qué quieren los colombianos en un presidente?

Habitualmente las elecciones uninominales, como las que eligen presidentes y alcaldes, se definen entre dos variables determinantes: más de lo mismo, o algo distinto. Un candidato que se logre posicionar como capaz de representar esa aspiración mayoritaria, tiene altas probabilidades de resultar electo.

Sin embargo, esta regla puede no ocurrir en regímenes presidencialistas y poco representativos como el nuestro en los que la llamada “maquinaria”, es decir el voto duro de los sectores políticos poderosos y dinero, mucho, y más dinero, terminan por definir al elegido, a lo que se suman prácticas fraudulentas que terminan configurando auténticas farsas electorales.

Las elecciones presidenciales colombianas de 2018 se mueven en un escenario de incertidumbre moderado, pues si bien no está cantado un resultado, tampoco es una situación en que no se pueda predeterminar lo que pueda ocurrir. Parece que será sencillo, se definirá entre un o una representante de la herencia santista en relación con el proceso de paz y un o una opositora al proceso.

Veamos:

De entre los candidatos y precandidatos que aparecen hoy en los medios, ninguno tiene garantizada,  “comprada” o definida la presidencia, pues quien parecía hace unos meses como indestronable y elegible de antemano, Vargas Lleras, ha venido sufriendo paulatino degaste que parece disminuir sus posibilidades así como la convicción en algunos sectores políticos y populares de que sería la inmejorable apuesta a ganador. De los sectores amigos del Sí y de izquierda, aparece enorme dispersión que obligaría a la conformación de un bloque para tener posibilidades reales.

Se vienen explorando y consolidando bloques, que así no se definan sino hasta la apuesta de las elecciones parlamentarias de marzo, sí permitirán mostrará el verdadero músculo que cada candidato tenga y el apoyo político en el Congreso que se inaugura el 20 de Julio próximo.

Incluso, el propio Vargas Lleras, quien ha aspirado aspira a contar con una fuerte bancada parlamentaria, aunque sin la posibilidad política de consolidarla en una sola marca política ante el hundimiento de la reforma política que abría las puertas al llamado “transfuguismo”. Los partidos actuales lograron mantener a la fuerza sus huestes ante la imposibilidad de que los congresistas se pudieran cambiar de organización política so pena de someterse a un proceso de pérdida de investidura.

Así las cosas, se barajó de nuevo, y cada registro político redefinió sus estrategias en función de las reglas convencionales. Entonces, Marzo se consolidó como el gran partidor de la carrera. La candidatura del bloque opositor al proceso se definirá por consulta el 11 de marzo entre tres opciones y mostrará el apoyo político y el músculo electoral con que arranca. Los del Sí, más enredados pretenden esperar el resultado de las parlamentarias para definir quién sería el titular de esa aspiración ante la dispersión de fuerzas y ofertas, que en lo único que coinciden es en la garantía de mantener e impulsar el proceso a partir de cómo lo deja Santos. En el aire quedan bailando algunas aspiraciones personales que parecen ser auto-candidatos y que, en un valioso ejercicio político vienen mostrándose e intentando posicionarse como opciones a futuro.

Sin embargo, en este país no todo está dicho sino hasta el final, pues aquí somos capaces de producir sorpresas a veces. No hay que olvidar que persiste una enorme insatisfacción y hastío frente a esta coyuntura de confrontación Santista-Uribista que determinó la reelección de Santos en 2014 y el resultado del plebiscito de Octubre de 2016.

Y sobre todo, que hay sectores económicos y políticos que se han beneficiado con el gobierno actual y que se encuentran bastante cómodos deseando alguna forma de continuidad. A ellos se suman importantes sectores opinión que prefieren una paz con errores a un conflicto interminable, y justifican que el gobierno lleve a la sociedad a pagar un elevado coste de impunidad a cambio de evitar más muertes. También se agregan sectores cada vez más intransigentes que se manifiestan hastiados con la multipresencia mediática, temática y política de Uribe, quien desde hace quince años todos los días aparece en lo más alto de los titulares de los medios de comunicación, y quienes no le perdonan su estilo y su persecución implacable a la guerrilla de las Farc.

Se mantiene, también la impopularidad de Santos que desde casi mitad de su primer período, prácticamente no pasa de un 30% en las encuestas. Santos en su primer período demostró absoluta incapacidad como gobernante-bombero, pues contando con una mayoría política en el congreso de más del 90%, no pudo sacar adelante las grandes reformas y resolver las más críticas urgencias que tenía el país. No hizo la reforma de la salud, a la educación, ni la reforma pensional, de la justicia, ni la reforma al código electoral y las costumbre políticas. No avanzó en la lucha contra la impunidad y la corrupción, continuó el proceso de recentralización política poniendo todo bajo su manto en una especie de despotismo clientelista y mafioso. Todo ello, además, de haber traicionado a los electores que le votaron ante la promesa de hacer más de lo mismo que hacía Uribe y que cambió olímpicamente. Así, entonces entre muchos colombianos sigue pendiente la idea de necesitar un presidente bombero que sea capaz de apagar viejos incendios y arreglar interminables problemas.

También fracasó Santos como gobernante-gerente pues sus apuestas de cuatro locomotoras para el desarrollo del país nunca despegaron, ni siquiera la minera que terminó convertida en un enfrentamiento entre las consultas locales y los intereses del gobierno nacional. Despilfarró los recursos del petróleo, acabó la economía y la confianza de los consumidores, destruyó la política anti-drogas y no la cambió por una que mostrara mejores resultados terminando por tener niveles insospechadas de siembra de coca y marihuana. Peor aún, estimuló la corrupción al punto de declararse olímpicamente el dueño de la chequera que provee la “mermelada” clientelista; y desbarató la poca confianza que quedaba en las instituciones de la presidencia, el congreso, la justicia a base de mentir y mentir cada día y cada semana. Terminó por violentar la democracia al pasarse por la faja la consulta sobre el proceso de paz, a pesar que había anunciado a un periodista Inglés que si perdía, se hacía a un lado.

Todos los problemas aparecen agravados, así en los discursos presidenciales nos quieran mostrar que vivimos en un nuevo paraíso gracias a su gestión. Buena parte de los colombianos, de acuerdo con las encuestas, piensa que el país va mal, que el futuro es preocupante y que el presidente fracasó como administrador.

Y también se quiso jugar como líder para cambiar el país y dejar una Colombia en paz. Hecho todo lo que ha impuesto a base del poder gubernamental, compra de mayoría políticas, de la sobrecarga y manipulación mediática polarizadora, el resultado es un país que no solo no está en paz, sino que afronta una peligrosa polarización e intolerancia política entre buenos y malos. Un líder no puede dejar una sociedad dividida. Si bien es cierto que debe desafiar a su comunidad para adaptarse a las nuevas realidades, tendencias y necesidades, no es menos cierto que no lo puede hacer a base de la imposición, pues termina haciendo más daño que bien.

En esas condiciones, los colombianos a cuatro meses de las elecciones, no tienen definido qué tipo de gobierno van a escoger, pues es urgente un bombero, que sea buen gerente y que nos proponga un futuro que nos invite a construir. Hasta ahora entre lo que se ve, no parece haber sino apuestas entre quién mantiene el acuerdo con las Farc y quién lo revisa. Sería imperdonable que esa fuera el tema central que defina la elección presidencial.

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