No recuerdo en mis largos años de vida que la posición política de Centro tuviera alguna importancia en Colombia, porque, como era de rigor, los que no eran conservadores o de derecha eran liberales o de izquierda, así entre estos se camuflaran, en gracia de alcanzar votos entre las grandes huestes liberales, mucho godo -incluso la mayoría- sin que jamás se los calificara como de centro.
El centrismo es una invención posmoderna, y en nuestro caso, de última hora, recreada a la sombra del dogma del neoliberalismo y cuyo objetivo es mantenerlo intocado, a su vez que se arroga la misión de servir de juez absoluto entre quienes optan por criticarlo y quienes permanecen firmes en su defensa.
Concebido no para avanzar en materia económica y social como lo busca el progresismo, sino para eliminar las disensiones políticas, estas sí políticas, que surjan en el ambiente y que deberán resolverse no a costa del sistema del libre mercado, que es el Dios intocable, sino acorde con los dictámenes del Centro.
Una especie de espacio mental provisto también de un principio intocado -el justo medio aristotélico- por el que sus decisiones se deberán aceptar so pena de que los renuentes tengan que hacerlo por la fuerza.
El Centro por lo tanto no es una posición política sino una presunción de sabiduría absoluta, en nuestro caso manejada por los medios de información, para hacer permanecer a los políticos dentro del statu quo, es decir, dentro del capitalismo salvaje, y, por tanto, las posiciones aparentemente divergentes de sus candidatos, siempre confluirán al mismo lecho del dogmatismo economicista.
En estas circunstancias lo primero que estamos en mora de hacer los colombianos es prepararnos para echarnos la mano al bolsillo, partiendo del hecho irrebatible de que Colombia deberá pagar los intereses y el capital que se les está debiendo a los organismos financieros del neoliberalismo -unos US 168.000 millones- para que le devuelvan a Colombia las credenciales que otorgan las calificadoras de inversión como buenas pagas, y así seguir sobreviviendo del cuento de que algún día seremos al menos un país emergente.
Además de que habrá, luego de pasadas las elecciones, reforma tributaria, y no de cualquier nivel sino para enjugar un déficit fiscal que sobrepasa la infartante cifra de 94 billones de pesos.
Y sin que podamos encontrar ayuda en una balanza comercial que supera el déficit de los 650 millones de dólares, así la suerte nos haya deparado por algún tiempo precios impensables para nuestro petróleo.
Y como en todos los casos del capitalismo salvaje, la platica deberá salir no de quienes se amparan en el sistema como sus ostentosos operadores, rentistas, empresarios y banqueros sino de aquellos que como las clases medias y las empresas pequeñas y familiares, que no parecen -en el momento de esparcir elogios al sector productivo- vivir de su trabajo e inventiva sino de las bondades de los grandes patrones.
Y en ese orden de valores, si lo esencial es respetar la primacía del capital internacional, como lo aplican sus indiscutidos organismos multilaterales, luego vendrá repetirlo en el orden interno, por lo que en materia electoral lo primordial será la declaración fundada de cualquier presidenciable de que las leyes del mercado, la propiedad privada, las grandes empresas y el sector financiero son temas intocables. Y que debilitar las ventajas de que han gozado generalmente no es buena apuesta para dirigir los destinos del país.
Y en el sagrado propósito del atesoramiento de los que tienen más, se encuentran, como lo hemos visto, todos los Centros. Comenzando por el Democrático, cuyos líderes han dado buena cuenta durante los últimos 30 años de la descapitalización de la clase trabajadora y postrado moralmente a la clase media con contratos a término esclavizantes, mientras mantiene el campo en la situación de zozobra y violencia que bloquea cualquier propósito de paz.
El Equipo por Colombia que optó por esconder su origen neoliberal tras dicho nombre, y ha dedicado su monserga a enarbolar la bandera por la vida del feto en espera de que se conviertan en personas para remitirlos a la guerra y la muerte como destino anunciado, lo que, por tradición histórica, jamás será pecado.
Y a hablar de autoridad y seguridad, como si el grupo adivinara que los sacrificios económicos que se vendrán van a necesitar que las víctimas -que no serán los más ricos- entren por el aro de la fuerza pública desmedida si su deseo es manifestar su razonable descontento.
Los hacedores de obras como Peñalosa y el mudo Char -que además colocará los votos cautivos que han elegido tantos presidentes y que finalizarán en el torrente hipercapitalista, porque en el fondo se trata de la misma fronda de ultraderecha- se han atenido a citar como recomendación sus parques, alamedas y obras majestuosas para la modernización de sus ciudades, sin citar el desempleo y hambre de sus habitantes pues tendrán espacios suficientes para sufrirlos en paz.
Y por último el Centro Esperanza, o, por lo menos Centro del despiporre, que, con la excepción de un Robledo ya achacado, reúne legendarios militantes del libre mercado, tal vez alguno arrepentido de su febril adhesión de tantos años ante el fracaso que este ha traído a Colombia y la crecida indignación que ha dejado en más de la mitad de sus habitantes.
Pero enterados de que remover el mito será una tarea que no están dispuestos a asumir, se limitarán a aplicar las medidas del caso para seguir favoreciendo a los beneficiarios del sistema, mientras sacrifican a quienes tengan algo para continuar dentro de él.
Solo un candidato, Gustavo Petro, ha roto el criterio del Centro, lo que ha redundado en que su candidatura se califique como de extrema izquierda, que en un país pacato y desinformado como el colombiano significa adentrarnos en el infierno como si hace rato no estuviéramos en él.
Cuando la realidad es que es el único que con algunas de sus propuestas como la defensa de la vida, de la naturaleza y la lucha efectiva contra el cambio climático enfrenta objetivos inamovibles del capitalismo a ultranza.
Aporta además una visión acorde con las circunstancias críticas que afronta la humanidad por cuenta de los hidrocarburos al darle paso efectivo a la transición energética, restricción a la explotación minera con perjuicio de riquezas ecológicas invalorables, cuidado del agua y desarrollo industrial del campo, mientras sus oponentes eluden o tergiversan sus planteamientos cuando se trata de hablar de temas que ponen en cuestión el industrialismo fracasado que cargamos y el consumismo de postín que agota el planeta.
Por ello han acudido -ante el único que pretende no cambiar el estado de cosas por la fuerza pero sí que los impuestos y déficit fiscales y deudas que ha dejado el sistema recaigan sobre quienes se han favorecido (rentistas de capital, burócratas del libre mercado, fortunas en paraísos fiscales y latifundios improductivos) y no sobre los que trabajan como las clases medias- a calificarlo de populista.
Una acepción a la mano de todo el mundo sin que quienes la utilizan se atrevan a definirla, pero con la intención clasista nuestra de subestimar a quien califican, con la idea de que su condición popular no es la pertinente para Colombia, enseñada a que sus presidentes pertenecen a una élite especial para la que no todos clasifican.
A lo que suman el terror como arma para asustar a los votantes con el cuento de que los cambios que haría Gustavo Petro nos llevarían a la situación de Venezuela, cuando todos somos conscientes que nuestra frágil democracia no permitiría -sustentada en un legislativo medieval- ningún cambio sustancial en estos terrenos, incluida la opción de que un ejército mimado por el poder tradicional terminara sacando al mandatario izquierdoso con el beneplácito de las democracias del continente.
El Centro por lo tanto, no tiene nada que ofrecerle a las clases medias porque su función es preservar un sistema que las ha colocado, cuando no en el hambre, en condiciones de perder lo que han logrado con trabajo y sacrificio, dentro de un sistema donde la acumulación de capital es su razón de ser y el pez grande se come al chico.