¿Qué nos integra si nos odiamos tanto?
Opinión

¿Qué nos integra si nos odiamos tanto?

Dos tragedias provocadas por los asesinatos oficiales subrayan el valor de los protagonistas para que el crimen cambie la historia y ojalá la cultura que los soporta

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febrero 11, 2024
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El retiro de las condecoraciones al general (r) Arias Cabrales tiene un enorme valor para impulsar el cambio de nuestra cultura con sus dificultades para aceptar “al otro”. La sanción se logró gracias al esfuerzo de Helena Urán Bidegain por desenmascarar a los responsables del asesinato de su padre, el magistrado Horacio Urán, en el Palacio de Justicia. Una función similar cumple El Libro del Duelo de Ricardo Silva Romero, al desmenuzar la tragedia de la familia Carvajal Londoño cuando descubrió que su hijo, el cabo Carvajal, fue asesinado por sus compañeros y superiores de armas por negarse a ejecutar civiles para obtener bonificaciones.

El gran valor del largo esfuerzo de Helena Urán para darle la vuelta al falso heroísmo de algunos militares muestra la necesidad de promover otra cultura. Es intolerable que los militares que deben proteger a los civiles los asesinen como ocurrió en el Palacio de Justicia. Su misión nunca fue rescatar con vida a los rehenes sino exterminar a los guerrilleros. Asesinaron a sangre fría a Urán y provocaron la muerte de otros doce magistrados y sesenta civiles.

Luego, esos mismos militares, hicieron todo lo necesario para ocultar las pruebas de sus fechorías, desde incendiar el edifico hasta remover y mezclar los restos humanos para impedir el trabajo de criminalística. Sin vergüenza alguna se dedicaron a intimidar a jueces, abogados, fiscales, periodistas y familiares que se atrevían a investigar. Dejaron en evidencia que cometer crímenes les gusta, pero rechazan la fama de criminales. Sin embargo, un simple conjunto de palabras agrupadas en un decreto del gobierno Petro, sin uso de arma intimidante alguna, revocó las condecoraciones indebidas del comandante del operativo y sirve para dejar al desnudo la cultura del asesinato, el encubrimiento y la impunidad que aún debe erradicarse del país.

Por su parte la novela de Silva Romero recrea el recorrido del padre del cabo Carvajal por el país exhibiendo el cadáver de su hijo, contando la increíble historia en la plaza pública y convocando a una reacción colectiva. Si el estado no hace justicia, que la ciudadanía conozca la maldad incrustada en la fuerza pública hasta que algún exorcismo la expulse. Línea tras línea el texto de Silva rebela la maldad oficial, incluyendo también la intención de ocultar el crimen lo que implicaba impedir que la familia revisara el cadáver.

La tenacidad del padre del cabo y el conocimiento de los valores y principios de su hijo hace que se resista y descubre las mentiras oficiales. Así, el señor Carvajal decide que el asesinato oficial de su hijo no va a quedarse sin consecuencias. Llega hasta las puertas del Ubérrimo y a las espaldas de Santos sin que los dos ideólogos de los falsos positivos se inmuten. En cambio, la exhibición pública del cadáver y del caso en la Avenida Jiménez con Séptima de Bogotá, con fotos y afiches, cumplió la función de develar el mal que devoró a las instituciones colombianas. A través del texto de Silva la historia se convierte en una de alcance general haciendo público lo que se quería ocultar y sumándose a la necesidad de transformar la cultura del mal.

Las dos tragedias parten de la ruptura familiar que provocan los asesinatos oficiales. Se diferencian de tantos otros casos en el valor de los protagonistas para que el crimen cambie la historia y ojalá la cultura que los soporta. No se limitan a buscar y exponer la verdad, ni los detalles de los crímenes, ni a presionar por sanciones. Los protagonistas logran exponer los casos para discernir en la plaza pública las implicaciones de aceptar la cultura que normalizó la sentencia de muerte para erradicar a los “otros”. Se trata de evidenciar que en la cultura de las instituciones de seguridad está proteger a los criminales que ejecutan las sentencias, y a quienes las ordenan e inspiran.

Erradicar la cultura del mal necesita además de investigaciones y sanciones judiciales, ajustar los valores colectivos para que la parte tenebrosa del “ser” colombiano no quepa en las políticas clandestinas del estado. Al descubrir y exhibir los efectos de las tragedias en la vida cotidiana de las familias que la padecen y trabajar porque tengan consecuencias, Urán y Silva Romero subrayan la importancia de revocar los valores y creencias que justifican la sentencia de muerte del adversario como parte de la normalidad institucional y social.


Los protagonistas logran exponer los casos para discernir en la plaza pública las implicaciones de aceptar la cultura que normalizó la sentencia de muerte para erradicar a los “otros”.


¿En qué momento un grupo de ideólogos decidió actuar como falsos dioses para ordenar crímenes aquí y allá? Muchos de ellos son creyentes, religiosos que tienen tan deformada su fe, que esperan premios y compensaciones por sus servicios, así sean vulgares actos sicariales. Por esta misma razón es importante revocar el premio, retirar las medallas, exhibir el mecanismo del mal. Es inaceptable que solo a pocos días después de la masacre en el Palacio de Justicia, le impusieran al general Arias Cabrales una de sus medallas por servicios distinguidos en la defensa del orden público. Condenado a 35 años de cárcel por las desapariciones y homicidios, a nadie se le había ocurrido que requería otra sanción social. Condenado y exhibidos sus delitos, el general se resiste a hacer la más mínima reflexión sobre sus actuaciones ilegítimas, sobre la cultura de la muerte que sustentó su proceder.

El debate público es fundamental porque los familiares de las víctimas son vistos todavía como seres con una afectación incurable, a quienes se les ve que llevan roto su engranaje vital y herido su deseo de vivir plenamente. Están incompletos por la ausencia de sus queridos, por la ruptura de su esquema de valores y por la impotencia de ver que se trata de un comportamiento oficial. Pasean sus tristezas sin que el perdón o la reparación compensen el daño del todo. El dolor de la mayoría de las víctimas sigue relegado a lo privado, a sus mundos interiores, o en los rincones domésticos donde descansan las fotografías de sus padres, hijos o hermanos, acompañadas de vírgenes y veladoras que iluminan llantos, rezos y nostalgias.

El libro Si esto es un hombre de Primo Levi, el gran texto que diseccionó al detalle la manera como degradaron al ser judío en los campos de concentración, facilitó entender universalmente el daño que concibieron y realizaron los nazis. La “banalización del mal” como lo definió Hanna Arendt. Es una de las peores maldades convertir el asesinar en algo normal y cotidiano, porque implica crear y creer en la idea según la cual las víctimas dejan de ser humanos y por eso es fácil eliminarlas. Exhibir el método y el mecanismo para llegar a esa cultura, rebela el alma retorcida de los victimarios. Precisamente, es su exhibición la que despierta la reacción necesaria para desaparecer esas prácticas. No basta con la derrota militar o política de los gestores del exterminio. Se necesita trabajar en la mente de la sociedad para que esas arbitrariedades no vuelvan a tener espacio en la cultura de ninguna nación.

El meticuloso ejercicio de Silva al reconstruir los daños del crimen oficial del cabo Carvajal en la estructura mental del padre y en su vida familiar, rebela que no se trata de reivindicar muertes a manera de homenaje. Se trata de acabar con la cultura de la banalidad de la muerte que también se instauró en Colombia a su escala. Lograr la deshonra de los militares premiados por delincuentes es una señal contundente para cambiar la cultura y acabar la actitud pasiva ante la atrocidad. Una sociedad que considera adecuado premiar a criminales incrustados dentro de las fuerzas del estado, sin que nadie se inmute, está condenada a vivir bajo la arbitrariedad.

La mayoría de los colombianos fueron espectadores de la tragedia diaria que pasaba ante sus ojos. Los analistas sociales explicaron las razones socioeconómicas de la violencia: la lucha por la tierra entre campesinos, terratenientes, guerrilleros, narcoterratenientes y paramilitares. Ahora son las historias humanas las que explican la dimensión del daño que produce la arbitrariedad del estado y las que invitan a inventarse una cultura donde se deje de odiar hasta el exterminio del otro.

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