En la gran mayoría de los libros de introducción a la ciencia económica, por no decir todos, siempre se define a la economía como una ciencia que se encarga del estudio de la “administración de los recursos escasos”. En otras palabras, esto significa que los economistas nos encargamos de estudiar las formas de organización que generan que aumente el producto al interior de la sociedad de la forma más eficiente con lo cual aumentaría el bienestar total de la sociedad. Esta creencia ha llevado a la conclusión equivocada que el desempeño y desarrollo de una economía se mide exclusivamente con base al crecimiento del PIB dado que ignora el estado de la sociedad en cuanto a su libertad, pobreza, desigualdad, etc.
Esta visión económica y moral tiene profundas raíces en el utilitarismo, una doctrina ética que tiene como postulado “alcanzar la mayor felicidad para el mayor número de personas”, una visión obtusa, dado que ignora como se distribuye tal bienestar dentro de la sociedad. Esta doctrina es retomada por la economía neoclásica que en la actualidad se considera como la “corriente principal” cuyo supuesto central es la racionalidad de los individuos para maximizar su utilidad, cuestión sobre la cual se diseñan muchas políticas públicas.
Sin embargo, la teoría neoclásica tiene grandes carencias teóricas que imposibilitan una verdadera comprensión de la idea de bienestar. Como bien menciona el profesor y premio nobel de economía Amartya Sen, el principio de eficiencia de la teoría neoclásica y su teoría moral, el utilitarismo, ignoran 2 cuestiones claves para el bienestar: no tienen en cuenta la distribución relativas a la utilidad y las dotaciones iniciales de recursos (que a la postre son las que definen las dotaciones finales) ni tampoco sobre la igualdad y equidad en las oportunidades. El lector podrá darse en cuenta en este punto del texto, que las consecuencias prácticas de la teoría neoclásica las podemos observar y sentir a diario las cuales se ven materializadas en el fenómeno de la desigualdad económica y social que ha transcendido la esfera puramente académica y que han sido motivo de fuertes protestas en Colombia, Chile y muchos otros países del mundo.
Pero ¿cómo articular la ciencia económica para que realmente responda a las demandas de bienestar que históricamente ha solicitado la sociedad? La respuesta es corta, pero no por ello sencilla: a través del concepto de justicia. Sin ahondar en las interesantísimas y antiquísimas discusiones filosóficas sobre este concepto, podemos definirla, siguiendo al filósofo John Rawls, como imparcialidad. Esto significa que los hacedores y formuladores de políticas públicas deben garantizar que toda desigualdad social y económica cumpla las siguientes 2 condiciones: en primer lugar, los cargos y puestos deben estar abiertos a todos y todas en posiciones de equitativa igualdad de oportunidades; y, en segundo lugar, las desigualdades deben favorecer a los más miembros más desaventajados de una sociedad. Siguiendo estos principios podremos dotar a la sociedad de las capacidades necesarias para que cada persona pueda cumplir con sus sueños y metas.
Así pues, para que realmente se incorpore a la justicia como un eje central y articulador de la economía, es importante que ya desde la definición de la ciencia económica se mencione la justicia y no solo la eficiencia. Por tanto, la definición debería pasar a ser “la administración de los recursos escasos para garantizar justicia. De esta forma, la definición no solo queda en términos de medios (la eficiencia) sino de fines (la justicia).
Es momento que aquellos que somos partícipes en la investigación económica, así como los formuladores de política pública, lleguemos a un nuevo consenso para concebir a la economía como una ciencia al servicio de la sociedad y en especial de aquellos más desfavorecidos.