Juan Alberto cumplió veinte años. Vive en Colombia, ese país del que Jorge Luis Borges dijo que era un acto de fe. No lo dijo exactamente así, pero es lo que siento que quiso decir. Hablaba en respuesta a la pregunta sobre qué significa ser colombiano.
Juan Alberto pregunta por qué en los últimos tiempos los políticos de todas las corrientes en el país que existe como profesión de fe se han dedicado a inventar propuestas sobre la educación. En el Congreso de ese país (que no acaba de ser) se diseñan y tramitan proyectos para que el sector educativo resuelva cada situación que se advierte como problema: hay que lidiar con la delincuencia, hay que promover el empleo, hay que fortalecer la supuesta democracia en la que vivimos, hay que combatir el aborto, hay que dar herramientas a los jóvenes para que vivan su sexualidad plena y conscientemente…
Por otra parte, hay quienes hacen sus campañas políticas prometiendo que habrá un mayor presupuesto para la educación: y esto significa que se construirán más edificaciones, y que se ampliará la cobertura en la primaria, la secundaria y la educación superior.
Desde otra orilla (siempre nos obligan a pensar en orillarnos) se dice que se atenderá a las demandas de los sectores productivos (que es lo que siempre se ha planteado con respecto al sistema educativo nacional). Alguien más dice que se ampliarán las posibilidades para que los jóvenes se endeuden como condición para tener un empleo medianamente digno.
Desde mi orilla me pregunto cómo un político que no educa puede hablar de la educación.
He llegado a creer que la educación no se circunscribe a las acciones que se realizan en las aulas (jaulas) de clase de las precarias instituciones que se nos ofrecen a los colombianos. No basta con que un candidato a un cargo público nos diga que construirá determinado número de edificios para que el asunto se resuelva.
Dicto clases en una universidad pública en la que se admite a estudiantes de estratos bajos sin el filtro de los exámenes del ICFES. Un avance, aunque bastante cuestionable. El número de quienes ingresan a programas de educación superior se incrementa, pero el trabajo de quienes intentamos que el país sea un poco mejor, menos desigual y más capaz de transformar las tristes realidades que vivimos se multiplica miles de veces.
Los políticos no piensan en la educación cuando hablan de educar: venden humo. La educación se ha convertido en un señuelo para que la gente joven se ilusione con la obtención de un título técnico, tecnológico o universitario, con la idea de que podrán comer y pagar un sitio en el cual vivir, con la ilusión de que podrán formar una familia y alcanzar una jubilación para que todo siga como hasta ahora.
Juan Alberto no se ha educado por la acción de los políticos. Más bien, se ha ilusionado (o desilusionado) con sus propuestas.
Si un político no presenta ideas claras, si no las explica, si no habla de los orígenes y las implicaciones de las mismas, entonces no educa. Y el ejercicio de la política quedará incompleto.
En las “republiquetas” en las que vivimos se habla sin argumentos. Los candidatos a la presidencia de cada país se ocupan de denigrar de sus oponentes (que no contradictores, porque no hay ideas) y de exaltar sus pretendidas virtudes: la virtud es generalmente ofrecer más que los demás, pero es un asunto de cantidad más que de calidad y claridad.
Una propuesta sin explicación, sin argumentos, no es más que propaganda. Propaganda política pagada (a veces gratuitamente ofrecida por medios que representan intereses de quienes se ofrecen como candidatos a los puestos públicos). Y hay propaganda cuando se habla de edificios, de coberturas, de créditos educativos, de economías de mil colores, de emprendimientos sin transformaciones.
Que no nos hablen de educación sin sentido. Que no nos hablen de educación cuando quienes hablan no educan.