Me gustaría que entre los historiadores de profesión, los jóvenes sobre todo, se habituaran a reflexionar sobre estas incertidumbres, sobre estos perpetuos «arrepentimientos» de nuestro oficio. Marc Bloch [*]
Un dato fruto de una reciente encuesta realizada en Chile debería ser tenido en cuenta por quienes en los últimos cuarenta años han militado, no investigado, la memoria reciente con estrategia de ideología partidaria más que con el objetivo de recuperar la historia.
En 2013, un 18 por ciento de los chilenos encuestados se manifestaron de acuerdo con el golpe de Estado encabezado por Pinochet. El 68 % de los encuestados estuvo en contra.
En 2023 la misma pregunta obtuvo un resultado diferente: un 36 por ciento dijo ser favorable al golpe de Pinochet y un 42% en contra de la ruptura institucional ocurrida en 1973.
El sondeo fue realizado por Barómetro de la política CERC-MORI
Ese crecimiento en la percepción favorable a la ruptura institucional y posteriores crímenes de lesa humanidad en Chile, puede estar teniendo lugar en otros países del Cono Sur latinoamericano y —más grave— por lógica de la biología, es una convicción adquirida por nuevas generaciones.
Según una encuesta de Datafolha publicada en octubre de 2018, el 32 por ciento de los brasileños tiene una valoración positiva de la dictadura militar en ese país (1964 -1985); 51 por ciento lo considera negativo; y 17 por ciento se abstuvo de opinar. La ciudadanía brasileña eligió como presidente en 2018 a un ex militar, Bolsonaro, defensor de aquella dictadura.
Estaríamos ante un escenario de derrota de quienes pretendieron pretenden imponer durante casi cuatro décadas una visión histórica totalizadora, de verdad única, sobre hechos que requieren de un relato complejo y multidimensional; influenciado por múltiples factores que, por supuesto se nutre de las memorias individual y colectiva, pero estas no pueden ser excluyentes. El relato histórico, sí o sí, debe incorporar un enfoque critico equilibrado, que permita apuntar hacia una comprensión precisa y lo más completa posible de los hechos del pasado y de su contexto. Y despojarse de los mercaderes de la memoria.
El logro milenario de la historia humana respecto a conocer la verdad; a que el delito no debe quedar impune; y a que haya justicia y no repetición de las violaciones a los DH ocurridas en nuestros países, estaría empañado por no haber convencido de la necesidad de rechazo a todo tipo de dictaduras a importantes sectores de nuestras sociedades. Se quiso vencer, no convencer, al decir de Unamuno.
Haber propuesto una visión histórica en muchos casos hemipléjica, acientífica, en otros, e intencionadamente funcional a partidos políticos también, lleva al resultado que evidencia la encuesta chilena o los datos brasileños, fenómeno que podría ser similar en Argentina y Uruguay.
Ya fue. El tiempo para entender las múltiples causas que generaron la historia inmediata regional con rigor y equilibrio, ya pasó. Quienes se abrogaron la verdad histórica desestimaron la posibilidad de conjugar diferentes vertientes sobre el pasado reciente y ambientaron la previsible cerrazón y negacionismo de otras minorías que no quisieron admitir sus horrores. Con la posverdad los hechos objetivos ya no importan cuando se trata de formar opinión, sino que prevalece apelar a la emoción y a las convicciones personales de las personas. Ejemplos al canto:
- Trump dice que el cambio climático es un fraude inventado por el Gobierno chino.
- El presidente sudafricano Thabo Mbeki sostuvo que los medicamentos antirretrovirales constituían una conspiración occidental y que el SIDA podía tratarse con ajo y limonada.
- Bolsonaro advierte que vacunarse contra el Covid-19 puede transformar a la persona en un yacaré.
- Cristina Fernández de Kirchner repite como un mantra que no se apropió de dineros mal habidos.
No obstante, los efectos del cambio climático van in crescendo; se perdieron más de 330.000 vidas o aproximadamente 2,2 millones de años-persona porque no se implementó en Sudáfrica un programa de tratamiento ARV factible y oportuno; nadie se convirtió en caimán y la evidencia de bolsos con millones de dólares arrojados sobre la tapia del convento, o las máquinas de contar billetes en «la Rosadita», son innegables. Y, sin embargo, millones de estadounidense están dispuestos a reelegir a Trump, Bolsonaro no ha rendido cuentas sobre las consecuencias de sus desvaríos antivacuna para la vida o la muerte de cientos de miles de brasileños; y la vicepresidenta argentina continúa bailando en el balcón de su casa.
«Si la conexión entre el tabaco y el cáncer puede oscurecerse a lo largo de décadas de desinformación y duda financiada por las corporaciones tabacaleras ¿por qué no esperar que pase lo mismo con cualquier otra cuestión que uno quiera politizar?» se pregunta Lee McIntyre, profesor de Ética en la Universidad de Harvard. (Posverdad: 2018).
«Es la misma estrategia con las mismas raíces: ahora, en cambio, tiene un objetivo más amplio que es la realidad misma. En un mundo donde la ideología triunfa sobre la ciencia, la posverdad es, inevitablemente, el siguiente paso», concluye McIntyre en su libro donde trata de explicar cómo es posible que en la actualidad los hechos alternativos reemplacen a los hechos genuinos; y demuestra que la posverdad equivale a una forma de supremacía ideológica mediante la que se obliga a alguien a creer en algo, tanto si hay evidencia a favor de esa creencia como si no.
Las posiciones irreductibles que dividen a nuestras sociedades respecto del pasado reciente, no parecen poder cambiarse. Y es porque «la incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado» (Bloch). Ignorancia, por un lado, e intencionada deformación de ese pasado, por otro. Nuestra generación tiene autocráticas para hacerse sobre lo que lega a quienes hoy padecen las consecuencias de los aciertos y errores de los sesenta y setenta. Los cientistas sociales e historiadores tienen la posibilidad de corregir lo que no constituye una interpretación histórica acorde a cómo fueron las causas y consecuencias de las tragedias vividas medio siglo antes. Pueden y deben partir del presente analizado sin aquellas ideologías, interpretarlo con base a los hechos actuales y abrir las mentes de las nuevas generaciones. Es directamente más importante conocer bien el presente para la comprensión del pasado.
En congruencia con lo dicho, las investigadoras francesas Sandrine Lefranc y Sarah Gensburger sostienen que hay «un hecho ineludible: el desarrollo de políticas de memoria no garantiza una sociedad apaciguada ni más tolerante», y postulan «que son las repercusiones lo que vuelve a las políticas de memoria eficaces, otorgándoles la fuerza de lo instituido». Ambas sociólogas afirman que las políticas de la memoria no educan a los individuos per sé desde que las lecciones sobre el pasado reciente no son transmitidas sin interferencias. Interferencias que tienen que ver con el tipo de familia a que pertenecen los individuos receptores, que también son hijos, padres madres, compañeros, colegas, correligionarios, integrantes de tal o cual asociación, iglesia, gremio, etc. (Para qué sirven las políticas de la memoria: 2022).
María Emma Wills, profesora en la Facultad de Artes de la Universidad de Los Andes, que hizo parte de la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas de Colombia, plantea que «muchos presumen que una verdad oficial se distingue simplemente porque quien la produce es el Estado, la cuestión es más compleja. Una verdad no es oficial solo por quien la produce, sino por cómo se produce, para qué se produce cómo se refrenda: ¿Es abierto al debate o se instaura como dogma?» En Colombia hay un acervo de políticas de la memoria que bien podría interesar a varios de los emprendedores de la memoria del Cono Sur.
[*] Introducción a la historia, pág.25. Ediciones Brontes, Clásicos Fontana, 2020,