“Saber poemas de memoria es una de las mejores terapias para la desdicha.” Italo Calvino
Pregunta cajonera de entrevistadores a reinas de belleza y a intelectuales, en un juego para poner en ridículo a las primeras y probar la erudición de los segundos. Pregunta basada en la creencia de que las reinas son incultas y que los intelectuales nos harán una revelación. Muchos de los entrevistados no han leído un libro en su vida. Para otros, cualquier biblioteca se quedaría chiquita. Sin especificar motivos, condiciones, duración de la estadía en la isla. Una cosa es naufragar y otra distinta viajar a ella por obligación o escogencia. Si es un naufragio, dudo mucho que la gente lleve consigo lo que dice que le gustaría tener.
Bien mirada, la perversa pregunta obliga a los lectores a pensar en autores y obras con las que quisiéramos pasar el resto de nuestras vidas —porque, como en un matrimonio, también en estos asuntos hay desamores y divorcios—.Puede parecer una pregunta idiota, pero Borges —que no era ningún tonto— la contestó: “Llevaría una Enciclopedia de las antiguas.”
Navegando por la red encontré algunas respuestas:
—Comics
—Autores clásicos
—La Biblia, el libro más popular, seguido por El Señor de los Anillos. Robinson Crusoe, El Relato de un Naufrago (un tanto masoquistas, ¿no?), el Kamasutra (¿y la pareja?)
— “Mejor que un libro, un bronceador”.
—Kindle, tabletas, iPod, CD´s, portátil, iPhone (¿dónde enchufarían esas cosas? ¿Y el WiFi?)
—Manuales varios: Hágalo usted mismo sin herramientas, Cómo hacer radios, Guía para navegar en alta mar, Cómo construir barcos, Cómo construir un avión con palmeras y cocos, Cómo sobrevivir en una isla desierta, Cómo hacer cerveza de coco.
—Una máquina de escribir para escribir su biografía.
—Un piano.
—“A Natalia París por aquello del "objeto del deseo”. R.H. Moreno-Durán
—Umberto Eco: “Es cierto que en la isla desierta puede haber tormentas y lluvias tropicales. El libro se arruinaría al mojarse. Las hojas podrían volarse con el viento. Un cangrejo gigante podría cortarlo en pedazos. Pero, puesto a apostar, confío más en la resistencia del libro que en la posibilidad de que las palmeras tengan enchufes.”
Sin que me lo hayan preguntado, en el caso de naufragio moriré ahogada. No sé nadar, así que problema resuelto. También resuelta la escogencia: nunca iré a una isla desierta —mejor leo sobre ellas o las veo en Discovery Channel—. Si me obligan, definitivamente me llevaría un Diccionario, y bien gordo. Tapa dura y papel fino. Allí están todas las historias, las escritas y las por escribir. Tendría acceso a las herramientas con las que se construyen, y se han construido, las acciones humanas. Fuente de asombro, como cuando chiquita husmeaba en un diccionario médico de mi abuelo, donde busqué la palabra “pene”.
En la vigésima edición impresa del Diccionario de la RAE, cuyo primer volumen termina con la palabra “guzpatarra”: “Cierto juego de muchachos usado antiguamente.”, descubrí que uno puede armar una historia, gozo puro, más o menos así: “Un guiñapiento guiña a un guiri para que tire su guirnaldeta a cambio de un guisote. El guido prefirió guitonear.” ¿Qué más podría yo pedir?
Un diccionario y tiempo de ocio. Estar consigo mismo es algo que a casi nadie le gusta. La ansiedad por estar siempre en compañía o tener algo qué hacer a veces nos obliga a estar en la compañía equivocada o a hacer algo que no queremos hacer. Para muchos, un libro es un simple entretenimiento, o un conciliador del sueño.
“Mi abuelo me llevó a su sobria oficina con un escritorio de cortina, un ventilador y un librero con un solo libro enorme. Lo consultó con una atención infantil, asimiló las informaciones y comparó los dibujos, y entonces supo él y supe yo para siempre la diferencia entre un dromedario y un camello. Al final me puso el mamotreto en el regazo y me dijo:
—Este libro no sólo lo sabe todo, sino que es el único que nunca se equivoca.
Era el diccionario de la lengua, sabe Dios cuál y de cuándo, muy viejo y ya a punto de desencuadernarse. Tenía en el lomo un Atlas colosal, en cuyos hombros se asentaba la bóveda del universo. “Esto quiere decir -dijo mi abuelo- que los diccionarios tienen que sostener el mundo.” Yo no sabía leer ni escribir, pero podía imaginarme cuánta razón tenía el coronel si eran casi dos mil páginas grandes, abigarradas y con dibujos preciosos. En la iglesia me había asombrado el tamaño del misal, pero el diccionario era más grande. Fue como asomarme al mundo entero por primera vez.
—¿Cuántas palabras habrá? —pregunté.
—Todas —dijo el abuelo.”
G. García Márquez, en el Prólogo del Diccionario Clave
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