Decepcionado por las persecuciones religiosas en su tierra natal, Roger Williams decidió cruzar el océano Atlántico rumbo a América. Tenía 27 años. En esa nueva tierra -descubierta hacía poco más de un siglo- pensó que sus ideas de igualdad y libertad encontrarían solaz y refugio: un lugar donde el hombre no temería al hombre. Sin embargo, no tardó mucho en reconocer que los puritanos ingleses -otrora víctimas de la intolerancia- abusaban, enceguecidos por la codicia y el miedo, de los indios que encontraban a su paso. La gran mayoría de colonos consideraban a los nativos seres inferiores, paganos y errabundos; individuos salvajes, enigmáticos y peligrosos, cuyas costumbres, para casi todos, fueron -y permanecieron- inexplicables e inexplicadas. No obstante, el buen Roger -educado en las mejores escuelas de Inglaterra- sería la excepción. Inspirado por una afilada curiosidad, empezó a aprender las lenguas aborígenes y a entablar una estrecha amistad con varios líderes tribales. Enterados de sus afectos -convertidos en denuncias públicas del humanista ante los repetidos atropellos de los colonos- las autoridades de Massachussets ordenaron su arresto. Williams entonces, decidió escapar de la hipócrita justicia para fundar la primera colonia en el nuevo mundo donde los indios serían tratados como iguales. El nombre escogido no podría ser más apropiado: Providence (Providencia). Una fértil e imponente tierra más allá del miedo. Lejos -y a salvo- de él.
Todos y cada uno nacemos con un miedo provisto por defecto por la naturaleza. Esa emoción, arraigada en nosotros -incluso antes de que fuéramos nosotros- no es más que una respuesta evolutiva de supervivencia que compartimos con la mayoría de los vertebrados y que nos ha enseñado -entre otras valiosas lecciones- a cuidarnos tanto de la sospechosa oscuridad como del rugido de las bestias hambrientas. Aunque ese miedo natural en nuestros días padece de cierta obsolescencia, dicha emoción ha venido, por siglos, siendo reemplazada, falaz y peligrosamente, por una versión artificial de la misma: el miedo del hombre hacia el hombre. Eso explica por qué a nuestros niños se les enseña desde temprana edad - y muchas veces sin fundamento- a quién o quiénes se les debe tener miedo. El miedo creado se enseña y se aprende y el daño queda hecho.
Estos miedos se representan y erigen -por líderes o grupos irresponsables
como relatos inexactos y crueles que buscan obviar y esconder
los problemas reales de una sociedad
Tal y como lo explica la brillante Martha Nussbaum, en su texto La nueva intolerancia religiosa este tipo de miedos construidos son extremada y probadamente dañinos, cuando el pensar, sentir y obrar de una mayoría entra en contacto con una minoría. Estos miedos se representan y erigen -por líderes o grupos irresponsables- como relatos inexactos y crueles que buscan obviar y esconder los problemas reales de una sociedad (la pobreza, la hambruna, la violencia) inventando culpables impopulares (judíos, homosexuales, comunistas, entre un largo listado) que inmersos “falsariamente” en nuestra sociedad (como las serpientes escondidas bajo las rocas) están esperando el momento justo y preciso para dar la estocada final a eso que conocemos como mundo (o más bien, nuestra propia y limitada interpretación del mismo). La gravedad del asunto radica en que esos “diferentes” empiezan por resultar sospechosos; luego dignos de persecución y por último, víctimas de agresiones y exterminios. Sobran ejemplos.
Como siempre, no todo está perdido. Nussbaum presenta una solución que resuena por su sencillez: la mirada mental. La filósofa norteamericana explica que al utilizar eficientemente y de forma altruista la conocida herramienta de la imaginación humana, la misma nos permitirá comprender esa realidad que -en principio- creemos ajena: la mirada del otro. Debido a una liviana casualidad, este ejercicio de observación-concepción, se asemeja al oficio de creación literaria de personajes: la inmersión en un mundo extraño y ajeno que nos permite recopilar rasgos y matices de esa nueva realidad y construir un relato convincente a partir de una visita curiosa y expectante que -entre otras cosas- nos lleva a reconocer lo que el otro significa y por supuesto, lo que el otro teme.
Esta fue la razón por la cual Roger Williams pudo labrar una fuerte amistad con los indios de Nueva Inglaterra: aprendió su lenguaje y por efecto aprendió la mirada humana de las tribus. Reconocer el valor de las palabras en la lengua de los Narragansset, le abrió las puertas a esos territorios desconocidos y ubicados más allá de su angustiante prisión que era él mismo. Cuenta Nussbaum que la palabra clave en esta travesía, incorporada luego en un texto escrito por Williams sobre lingüística indígena, fue népuk que en castellano significa amigo. Una palabra hizo la diferencia.
En conclusión, un mundo sin miedos inventados, dañinos y falsos, no es un lugar distinto al mundo de la curiosidad por el otro. Paisajes y horizontes donde trascendemos lo que somos y nos convertimos por un momento en materia literaria y fantástica, habitando espacios desconocidos y viajando por parajes insólitos, que irreversiblemente nos llevarán a la mayor y más preciada aventura de todas: la condición humana.
@CamiloFidel