Las inversiones de las mineras y las petroleras canadienses en Colombia el año pasado alcanzaron los diez mil millones de dólares. Muchas de estas empresas operan en pueblos y zonas donde se ha recrudecido la violencia contra líderes sociales, mujeres y jóvenes en estos últimos meses.
En 2021, la organización Somos Defensores registró 996 agresiones contra líderes sociales y defensores de derechos humanos. Integrantes de juntas de acción comunal, líderes y lideresas indígenas, ambientalistas, hombres y mujeres han sido estigmatizados, víctimas de asesinatos, atentados, amenazas, desapariciones forzadas y detenciones arbitrarias. En 2022 fueron más de 200 asesinados, la cifra más alta desde 2010.
Si es cierto, como suelen afirmar muchos analistas, que el mapa de esta violencia corresponde en gran medida con los grandes enclaves de cultivos ilícitos en el país, también es cierto que en casi todos hay presencia de grandes empresas extractivas de mi país y de otros. Hay mineras canadienses en el Nordeste Antioqueño y el Bajo Cauca, en el sur de Córdoba, en Nariño y Chocó. Hay petroleras en Arauca, el Bajo Putumayo y Caquetá. Todos lugares de masacres recientes y de amenazas y agresiones constantes contra líderes y lideresas sociales. De hecho, en tantos pueblos, hoy de luto, se encuentran empresas extranjeras (canadienses, chinas, inglesas, sudafricanas, estadounidenses).
Sin excepción, han endosado instrumentos internacionales de derechos humanos y se han comprometido a guiarse por los principios rectores sobre las empresas y los derechos humanos de Naciones Unidas. Pero dicho esto, ¿cuántas han tomado una posición inequívoca frente a esa violencia o frente a las decenas de comunidades aisladas y confinadas por el miedo y el terror, muchas de ellas en zonas donde exploran y operan?
Como muestra de su responsabilidad corporativa social, suelen enumerar las inversiones que hacen en microproyectos, becas y donaciones a diferentes causas. No obstante, el verdadero compromiso a favor de las comunidades no se mide solo en dólares. Es tiempo de dejar de pensar en facturas y gastos y hacerse al lado de las comunidades.
Por las influencias que mueven y el gran peso económico y político que tienen en las regiones será muy difícil consolidar un plan de desarrollo sostenible sin la vinculación explícita de esas empresas a la letra y al espíritu de la política de paz total.
Más allá de las simples formalidades, es hora de que se pronuncien públicamente y sin ambigüedades a favor de la paz, y empiecen a contribuir de verdad al proceso en las regiones donde operan. Lo deben al país y el país se lo debe exigir.