Hoy es Salomé, ayer fue Mariana, antes Sandra, ¿después?
Me cansé de que nuestras niñas reciban homenajes llenos de cantos, flores y discursos precisamente cuando ya no los pueden ver, ni oír, ni sentir. Me cansé de que los padres y los hermanos sientan el abrazo solidario de las personas alrededor del féretro de sus hijas o hermanas; al salir de los despachos públicos luego de denunciar un abuso; al consolar el llanto de sus niñas luego de ser revictimizadas en odiosos exámenes médicos llenos de preguntas sin respuestas.
Y no es que algo de eso esté mal, es que eso nunca debió o debería de ocurrir, es que no tendríamos por qué estar despidiendo niñas y a veces también niños por la violencia de los adultos.
En días como este no solo me duele la suerte de las mujeres, de las niñas que apenas están empezando a vivir, de aquellas que ni siquiera lograron vivir, me duele ser hombre. Me duele, no solo me indigna (la indignación se volvió el antídoto para curar el dolor, pero solo el ajeno, porque el propio no lo cura nada) la barbarie, la indolencia de los abusadores, su incapacidad de controlar sus impulsos. La terrible inconciencia que no logra entender que una vida (no únicamente por la muerte de las víctimas del abuso sexual, sino por tener que vivir una existencia con el lastre y las secuelas del abuso cuando se sobrevive a él) vale más que un mísero momento de placer, que digo de placer, de lascivia bestial.
Me desconsuela que esta pandemia, que parece no aterrar en el fondo a nadie, más allá de golpear un poco a cada uno, con un golpe sin secuelas, que pasa rápido y que no merece ni siquiera un alto en el camino para reflexionar sobre él, no cuente con la atención de otras, graves también, pero al menos con esperanza de ser pasajeras.
Es claro que no existen políticas públicas de fondo para atender a las víctimas, pero más que eso, para evitar que haya víctimas. No parece haber una estructuración de elementos que nos formen en el manejo de la sexualidad, en el respeto del derecho ajeno, que nos obligue a respetar limites, haciéndonos saber que ellos son infranqueables, que hay barreras que no se pueden superar, y que la intimidad y la propiedad sobre el cuerpo y la conciencia, son unas de ellas. Cómo entender un tema tan complejo, donde incluso en medios socioculturales, donde se encuentran personas altamente formadas en lo intelectual, se llegue a este tipo de prácticas, y se defiendan y patrocinen. Cómo entender que haya madres, las menos por supuesto, que puedan permitir que padres y padrastros y adultos abusen a las niñas y niños. Cómo comprender que haya mujeres en el mercado de la pederastia y de la pornografía infantil, y que muchos hombres accedan a él, aun llamándose personas de bien, y fieles a sus religiones y creencias.
No es solo la criminalización del tema y los réditos políticos que ello parece ofrecer, porque esta variable tiene que ver con el abuso cometido, el que obviamente debe de sancionarse, puesto que ella atiende al abusador, así sea para sancionarlo, lo que parte de la base que aceptamos que hay conductas que inexorablemente se van a dar, dejando de lado al abusado. Está demostrado que el derecho penal no ha servido como mecanismo para disuadir al delincuente. Pero qué hacer para la evitación de la conducta. Los niños y niñas no soportan más ser la cuota de sacrificio para que los adultos simplemente se dediquen a exhibir su dolor de tanto en tanto, buscando casi siempre figuración y no soluciones definitivas.
Como hombre siento que debo pedir perdón a los niños y niñas del mundo por los agravios causados, también porque soy parte de una sociedad que ha sido inferior al compromiso para con ellos de protegerlos, de darles un presente tal que el futuro sea una consecuencia afortunado de ese presente. Una sociedad que se olvidó de que la infancia es la etapa de la vida donde la felicidad no puede estar hipotecada por los deseos malsanos y perversos de los adultos.