Cada minuto en Bogotá sucede un atraco o un hecho violento que deriva muchas veces en un crimen. Sin importar si el barrio es exclusivo o popular todas las víctimas manifiestan una sola cosa: la ausencia de autoridad. Nueve de cada diez habitantes en Bogotá refieren haber sido presa de la delincuencia que campea a lo largo y ancho de la ciudad. Digamos que las estadísticas son meras exageraciones. Haga usted, lector, la prueba: pregunte a diez personas de su círculo personal, cuántos han sido víctimas de la delincuencia en Bogotá. Quizás la estadística personal, esa que no registran los noticieros, y de la que nunca hablan Julio Sánchez Cristo en La W, Néstor Morales en Bluradio, Darío Arizmendi en Caracol o Yolanda Ruíz en RCN. Esa es la atroz realidad a la que estamos enfrentados día a día.
Coligiendo sobre el tema, surgen preguntas mayéuticas, como las que se hacía Sócrates en el ágora ateniense para adoctrinar a sus discípulos: ¿Dónde está el dinero que pagamos los contribuyentes al distrito con nuestros impuestos para reforzar los programas de seguridad? ¿Por qué si la Policía Nacional conoce las zonas neurálgicas de Bogotá, donde hay mayores índices de delincuencia, no toma cartas en el asunto? ¿Cuál es la utilidad de los cuadrantes? ¿Por qué en determinadas rutas de buses aún no estandarizadas con el modelo SITP los conductores permiten el abordaje a los grupos de atracadores, sin que la Policía haya tomado cartas en el asunto? ¿Cuál es la utilidad del helicóptero de la Policía Nacional que solo parece rondar por algunos sectores de la ciudad y únicamente durante la noche para darle a la ciudadanía una falsa percepción de seguridad? La ineptitud del alcalde Peñalosa, iguala con creces, la de su antecesor. ¿Por qué la delincuencia ha crecido exponencialmente en Bogotá durante la última década?
Cada semana, los pasquines y emisoras populares parecen ser los únicos en registrar centenares de asaltos y crímenes, que se extienden por la ciudad como la Peste Negra lo hacía por la Europa Medieval. Ya nada parece sorprender, ni a la ciudadanía, ni mucho menos a los altos mandos policiales, que, como en un guión de una película surrealista, salen mostrándonos el modus operandi de las bandas más feroces captadas en flagrancia. Al espectador de estos shows mediáticos emitidos en pleno “prime time”, le queda la insultante impresión de una connivencia de la ley, con esta gigantesca industria criminal que azota la ciudad. Ni el genial Kafka podría haberlo imaginado.
Aquellos que dicen que Colombia está a punto de convertirse en otra Venezuela, no saben, o mejor, quieren ignorar el hecho que Bogotá está pronta a superar con creces a la capital del país vecino en índice per capita de hurtos, lesión o muerte, por causas asociadas a la delincuencia. Ese, parece ser, un negocio demasiado rentable para que siga con una inercia impune, el juego del gato y el ratón entre el hampa y la ley, que aquí, ya no se ve por ningún lado.
