Hace dos semanas, nos encontrábamos cada uno realizando nuestras rutinas diarias, mientras que otros disfrutaban como turistas de uno de los destinos preferidos por los europeos y el resto del mundo: España, olé.
Si bien, se conocía sobre el famoso COVID-19 y los estragos causados en China unos meses atrás, jamás se creyó que este bicho llegaría hasta los pueblos más escondidos e insólitos.
Era normal hacer todo tipo de bromas, si tosías, estornudabas o tenías malestar en la garganta te molestaban diciendo que estabas contagiado. También, si cruzabas cerca de personas asiáticas, iraníes o italianos inmediatamente se nos venía a la mente, que nos estaban esparciendo el virus. Se creía que eran fake news para hacernos entrar en pánico y hasta pasábamos ratos de ocio viendo los memes que se difundían en las redes sociales. Lo que nadie se imaginó, es que estas ocurrencias cobrarían vida y que España tendría un auge en contagios.
Una aceleración desenfrenada, una transmisión descontrolada, cifras de infectados en aumento, le mostró al gobierno español que la situación se les estaba saliendo de las manos y que para hacer frente a la coyuntura era necesario, una declaración de estado de alerta que garantizara protección a ciudadanos y visitantes.
La gente aún no lo comprendía, no pensaban lo lejos que esto podía llegar. Aunque muchos ya habían empezado a prepararse comprando en farmacias; tapabocas y antibacteriales, y en los supermercados; comida para unos cuantos días, no sabían esto podría colapsar y que los productos de primera necesidad empezarían a agotarse.
Los turistas seguían en su cuento, haciendo planes de un lado a otro, jamás se imaginaron que tenían que hacer maletas cuanto antes y salir disparados, porque si no era España, serían sus propios países los que les prohibirían la entrada.
Fue en ese instante, donde la situación nos cogió delantera, entramos en una incertidumbre total y de manera desprevenida nos vimos obligados a quedarnos aislados en casa. Confinados.
Las calles recorridas por multitudes empezaron a vaciarse, los negocios de todo tipo estaban cerrados, el silencio de Montera y La Rambla fatigaban, los olores en los metros ni se husmeaban, no había tiendas de chinos o moros que salvaran la patria, ya no temías a ser víctima de los carteros, sino de los controles policiales que estaban por todas partes recordándote, que lo debías hacer era quedarte en casa y el mayor temor, era pensar que tu vecino padeciera de los síntomas del enemigo que se encoñó con los humanos.
Sin mucho preámbulo, estamos asolados, nos ha tocado buscar evasiones y diversiones de este momento histórico. Hemos tenido que enfrentar los miles de pensamientos que se nos presentan. Estamos todos aislados, dándole vueltas a una única situación, aquella que es bastante curiosa, peculiar, inusual y que no se termina de asimilar.
Han sido días para sentir una gran impotencia, sabemos que es lo que más nos revienta, a qué nos vemos obligados y qué nos hace volar la cabeza. La fobia por contagiarnos muestran nuestros demonios y es ahí donde miramos hacia abajo, comemos callados y tragamos entero porque no tenemos más remedio.
Este monstruo que llegó pisando grande y fuerte nos ha puesto a contemplar los detalles que pasamos desapercibidos, a valorar lo esencial como; el día, la noche y el sonido de los animales escondidos por el ruido. Nos ha puesto a subsistir una vida en pausa, sin prisa, donde los balcones, los patios y las ventanas se han convertido en el desahogo de emociones.
¡Pues sí! Hemos batido récord cumpliendo el horario más deseado, 24/7 encerrados en el mismo lugar, cultivando la paciencia como la mejor virtud. Nuestros verdaderos roles han tomado las riendas.
Los padres han retornado a hacer vida con sus críos, no hay abuelos, niñeras o amas de servicio que puedan cuidar de ellos. Las parejas no tenemos escapatoria para evitar los desacuerdos, solo hay cabida para el entendimiento y respeto.
Ha sido un tiempo tan sabio que la quietud nos ha llevado a entender las verdaderas carencias. Le hemos dado un mayor aprecio a los viejos, aquellos que nos observaban mientras en medio del afán caminamos por su lado, sin ponerles cuidado, cuando sus ojos reflejan todo lo que les está faltando.
Se nos ha convertido en la mayor resistencia familiar con un vuelco a lo antiguo, luchando por afianzar las raíces de los nichos y manteniendo firme una unidad descuidada por una sonrisa, un saludo o un buenas noches que hace que no entremos en una zozobra ingobernable de esta sociedad consumista.
Los hechos pasan de forma trepidante. Son las 12 del medio día, hacemos un puntual stop que por unos minutos nos deja escalofriantes, conocemos las cifras y vemos la ‘evolución’ de las curvas que marcan tan solo líneas ascendentes de España y de las élites mundiales.
Luego, continuamos con nuestro mayor desafío; buscar que ocurra algo diferente y extraordinario, porque parece que la corona de este virus se llevó al resto de males plebeyos que veníamos padeciendo. Echamos al olvido: las fronteras, el racismo, las guerras, los discursos políticos, las religiones, el cambio climático y sólo somos unos pícaros inocentes habitados por el heróico y fiel COVID-19.
Mientras tanto, permanecemos ajenos de la primavera y del bienestar colectivo descifrando la medicina que acabe con este germen chocante. Los deportistas adormecen las energías de sus cuerpos ante tanta pasividad, las mujeres nos empoderamos lejos de lo banal, por fin los hombres empiezan a cooperar con gajes de la casa, consolidamos las amistades y nos mantenemos con discreción, escuchando el silencio que va dando respuestas, diciendo que dejamos de ser fábricas de consumo y que saquemos a respirar a la naturaleza enjaulada.
Aquí, no existen jerarquías, todos estamos iguales. Ya no es tiempo para atemorizarnos, las cifras son frívolas y nos dejan un sinsabor de penas. Es agotador, los materiales hospitalarios escasean y el personal sanitario no da abasto, la UCI se convirtió en el mejor campo de batalla. Chernobyl, Hiroshima, Nagasaki, Auschwitz, Vietnam se quedaron enanos ante este adversario.
Tic Tic, son las 8 de la noche, suena la orquesta de aplausos elogiando a los valientes que cuidan de los pacientes. Nos vemos desde lejos, unidos y empujando hacia el mismo sitio. Se nota que nos cuesta mucho estar solos, nos hace falta calor humano, necesitamos el contacto, hablar y agradecer para encontrar el equilibro. Es tiempo de la esperanza, de despertar empatía en los dominados por un mundo egoísta y dejar de indagar a la cotidianidad a la que tanto pavor teníamos de llegar. ¡Sí, esa que nos hace perder de nosotros mismos!
Este virus no come de monarquías, no tiene democracia para elegir, escoge a sus víctimas al azar, amenaza con indulgencia y por igual la vida de pobres y ricos. Nos pone ante una circunstancia social particular que nos vuelven frágiles, primitivos e irreflexivos.
Su estilo imperial nos reconquista, nos deja libres de la necedad y la egolatría. Nos mete en su utopía, poniéndonos en una misma dirección a todas las civilizaciones, desnudas ante el poder financiero y político. Nos conjura, nos humilla, nos impone un complot tecnológico y nos evidencia una dislocación global.
No sabemos con certeza el tiempo de esta decepción, seguimos marcándonos con sus grandes cicatrices. Y al final, negamos nuestros pecados y nos seguimos disculpando, para cuestionamos: ¿qué fue lo que hicimos tan mal los humanos para sacrificarnos ante este mayor depredador?