Por estos días, poca gente resiste el encanto de encontrar un mundo afuera de su casa.
Cuando hay una ventana por donde asomarse, lo común es hacerlo. Por ahí se ve a los pocos transeúntes que pasan, no se sabe si por intrepidez o necesidad. A los vecinos, más frecuentemente en piyama. A los pajaritos que cada día acercan más sus vuelos, y no sabe uno si sí hay más o apenas durante esta cuarentena comenzó a verlos. A los perros callejeros, en cambio cada vez más flacos y menos.
Eso hacen quienes tienen una ventana en esta circunstancia del confinamiento, hay otros que no pueden porque no tienen una. Viven en sótanos penumbrosos o en laberínticas torres de interés social. Es lo que alcanza, es lo que hay. Enterrados en cemento como están, les llega poco el sol y no tienen muchas oportunidades de ver a la gente que está afuera de sus casas.
Existe además otra especie de personas que, indiferentemente de si pueden o no, no se les ocurre mucho mirar hacia afuera. Solo miran sus pantallas.
Un vistazo a la imperdible tríada distópica de la ciencia ficción nos dará un buen retrato sobre este aspecto del mundo del covid: vuelco hacia las opciones tecnológicas de sociabilidad, simulación de contactos, imperio de las pantallas, lo sospechoso e inadecuado del tacto, la vigilancia abusiva de los estados, la anomia.
Como ejemplo contaré la reunión que mi familia organizó por videollamada hace un par de semanas. Desde luego fue bueno verlos; a los niños pequeños se les nota cuán rápido crecen y cuánta falta hacen sus ocurrencias y chiquilladas. Hubo chistes, chismes, risas por nuestras fachas caseras y por el desorden, planes para cuando nos podamos volver a reunir, y así. Uno se da cuenta de cuánto los extraña a todos. Pero yo no podía apartar el pensamiento de lo similar que era todo aquello a Farenheit 451, donde es más íntima la relación con los personajes de las pantallas que con los cuerpos vivos que habitan juntos. ¿Era esa mi familia? Tal vez sin el cariño que les tengo y sin la imaginación que hace falta para recordar cómo son sus casas, no lo fuera; sino más de los personajes virtuales con los que interactuamos cada día. Esos amigos de cuya forma de andar no podemos decir nada, porque nunca la hemos visto; ese famoso que vive una vida tan irreal como aparenta serlo; esos personajes de ficción llamados youtubers, instagramers y, más recientemente, tiktokers, etc. La espectacular circunstancia global de una pandemia ha apresurado el calco de la literatura en la realidad. Eso que se escribió como advertencia se materializó aparentemente como el único recurso para mantener viva a la sociedad. La interacción con pantallas de por medio salvó el tejido social, pero ¿qué nos costará?
Es misteriosa la forma en la que el contacto se nos va volviendo más una precaución que una necesidad substancial para el ser humano. Lo que nos recibe en la vida (la caricia de la mano materna), bajo el enigma de la pandemia se ha vuelto una impertinencia. No tocar, no acercarse. Tal vez el concepto que logra tasar el peso exacto de la obligada forma actual de convivir es el de yuxtaposición, o sea, solo pónganse uno al lado del otro.
Sin embargo, y por fortuna, existe una última clase de personas que es imprescindible presentar y que es por quienes discurren estas líneas. Además de no permanecer ociosos viendo por una ventana o a una pantalla, eluden la yuxtaposición que mencioné en el párrafo anterior y se acercan, tocan, reciben, comparten, pertrechados de una valentía altruista que rescata a la condición humana de los fosos de intolerancia en los que la hemos visto caer en nuestro país. Son los que uno ve por la ventana gritando hacia las puertas que ha sellado el miedo, pidiendo comida, utensilios de aseo o hasta juegos de mesa, para los que la pandemia dejó al borde del hambre y de la total penuria. Eluden esta obligación del alejamiento, sorteando la posibilidad del contagio o de las multas, por un intrépido sentido de la solidaridad.
Marisol Gómez tiene 35 años, es tecnóloga en gestión ambiental, usa gafas pero yo diría que ve bien, alguien que logra atravesar la neblina de miedo que nos ha circundado para ver a los que sufren debe hacerlo. Vive en Marinilla y fue de las primeras en convocar voluntades para ayudar. Mucho antes del confinamiento obligatorio decretado el 20 de marzo por el presidente, Marisol ya estaba en marcha. Ha servido a las poblaciones vulnerables del municipio desde hace más de diez años, impulsada por su convicción de que ‘no somos islas’ en este mundo tan grande.
Así, en el 2015 impulsó una campaña para lograr una remuneración oficial a los recicladores de oficio del municipio; campaña que se cristalizó en el decreto 1077 de 2015 y la Resolución 720 del mismo año, “que regulan el marco tarifario de aseo e incluye los servicios de aprovechamiento de residuos dentro del servicio público de aseo, La Empresa de Servicios Públicos de San José de la Marinilla E.S.P. incluyó la actividad económica y ambiental de los recicladores de oficio, en la factura de servicios públicos.”, según reza en la página web de servicios públicos del municipio. Además, ha participado en iniciativas de protección ambiental y en publicaciones pedagógicas sobre los territorios protegidos de Marinilla. Con una publicación en facebook, poco antes de la cuarentena obligatoria, reunió bajo la bandera de ‘Juntos somos más’ a algunos voluntarios y mucha comida, que dio un respiro a varias decenas de familias al margen del privilegio que implica poder recluirse en casa. Luego, cuando la alcaldía se articuló a su iniciativa, el alcance de su obra se multiplicó, al punto que hoy, siete semanas después de haber comenzado, dice haber entregado más de 6000 mercados a quienes los necesitan.
Del mismo modo, en otros municipios del Oriente Antioqueño han surgido iniciativas de solidaridad similares. En La Ceja, por ejemplo, se creó el colectivo solidario ‘La Ceja somos todos’, reunidos por empeño de un médico con el sugerente nombre de Jesús. Para redondear la imagen, resultan ser precisamente 12 voluntarios que han estado efectuando la multiplicación de los mercados en aquel municipio y distribuyéndolos a los que haga falta. Además, como comprobación del axioma de que la necesidad estimula el ingenio, se cranearon un plan padrino para extender el compromiso sobre un porción más grande de la comunidad y para que quienes deseen colaborar se impliquen más con las difíciles circunstancias de algunas familias.
Así mismo, la administración del Peñol, conjuntamente con las parroquias y la Fundación Con Amor por Amor, organizaron una donatón para recaudar víveres y fondos, a la par que han eliminado la intermediación en la compra de productos de los campesinos, para apretar nudos en la red de la solidaridad.
Una simple búsqueda en internet confirmará la conjetura de que en muchísimos lugares de nuestro territorio y del mundo las personas están moviéndose por los demás. Iniciativas como Del dicho al hecho, Colombia cuida Colombia o la plataforma Hilando en la crisis, son un escaso ejemplo de tal movimiento.
Y es de esta manera como las tecnologías dejan de ser deidades a las que consagramos nuestras vidas y, en cambio, cumplen la función para la cual fueron creadas. Todas las iniciativas se han enriquecido enormemente con el uso de las redes sociales y de las tecnologías de la comunicación, logrando alcances que sin ellas serían difíciles, sino imposibles, de lograr. Así escapamos de la alienación de las pantallas y en cambio las ponemos al servicio de nuestras comunidades.
Además, entre todos los ramales de solidaridad que han brotado de la crisis como sus frutos más dulces, están también las ayudas individuales, los pequeños santos que aportan con lo que pueden al vecino anciano, a la pobre viuda, a la familia necesitada que todos conocemos y que nos hemos acostumbrado a ignorar como una pieza más del paisaje barrial. Aparte, la necesidad es algo que traiciona las apariencias. En el momento en el que la vida que llevábamos quedó en entredicho, comenzaron a emerger las pequeñas verdades que han quedado obscurecidas en nuestro mundo sobremoderno. Quién diría que aquella pareja visiblemente próspera serían unos más de los afectados por esta calamidad sorpresiva que nos echó un susto a todos en el mundo. El carro, a crédito; el apartamento, a crédito; la ropa, a crédito. ¿Y el trabajo? por contrato. El hambre es segura. El rasero de la necesidad situó a cada uno en su vulnerable posición de ser humano, tan próspero y saludable como estable sea su trabajo y su acceso a los alimentos. Aparte de eso, nada más queda. Por lo que es hoy, cuando el rutilante y ruidoso movimiento de la globalización quedó en suspenso, que aquellas acciones de cariñoso humanitarismo emanan brillos sobre las calles despobladas y nos ofrecen las duras lecciones de la necesidad.
Para nutrir este texto con los testimonios de más personas, sugerí algunas preguntas entre mi comunidad; ¿cómo han lidiado psicológica, espiritual, emocional, o como cada uno quisiera entenderlo, esta coyuntura actual? fue una de ellas. Para algunos de los que correspondieron a mi invitación de escribir su respuesta al confinamiento, la solidaridad significó un recurso de tranquilidad y de paliativo a la angustia que produce la incertidumbre. Poder ayudar a otros de la manera que esté en las posibilidades de cada uno reanima el espíritu y conforta, atenúa un poco la sensación de aislamiento y de soledad, alargando las manos, así sea simbólicamente, hasta donde hagan falta para el trabajo, hasta donde se encuentren con las manos de todos los que están uniendo sus voluntades para mejorar la situación de algunas personas, y así mantener estrecho y firme el tejido social.
¿Qué nos queda al final? La levadura de la actual crisis sanitaria ha acabado de fermentar el mal-estar al que han sido sometidas multitud de comunidades alrededor del planeta: la falta de protección social, la alienación rampante de los medios masivos de comunicación, el peso intolerable de la guerra, la destrucción irracional de los ecosistemas del aire, del agua y de la tierra, entre otros males, tienen ahora el aderezo de la amenaza invisible del virus, como si sobre nuestro mundo se hubieran derramado las pestes bíblicas y los ángeles del apocalipsis cabalgaran entre las nubes.
Con esta visión en nuestros ojos y en nuestras pantallas, que satisfaría la crítica escénica de Juan el evangelista, es un deber urgente el pensamiento, la palabra y, ante todo, la acción conscientes sobre una realidad que las comodidades burguesas mantuvieron velada. Actualmente, cuando se hizo evidente lo que de verdad es imprescindible para la vida, es decir, el afecto y la compañía de quienes amamos, comunidades saludables donde la apatía sea vista como un signo de deterioro y no como una marca de distinción, una vida en equilibrio y con filial respeto a la Madre Tierra, trabajo digno, etcétera. Es en este momento en que debemos recuperar nuestra calidad existencial, trasunto de una voluntad divina que nos situó como guardianes de los territorios, así como dicen nuestros hermanos mayores de la Sierra Nevada, llamados al buen vivir conforme a las leyes de origen, es decir, ocupados de un cuidado amoroso a nuestros cuerpos individuales y sociales, cultivando la palabra dulce y la comida sana; siendo, en fin, las criaturas que nacen buenas, como dice el filósofo francés, y cuya bondad cualquiera puede comprobar observando a un niño pequeño.
CODA
Si bien esta crónica comenzó y acaba con una narrativa que insinúa signos apocalípticos en nuestra situación actual, nunca debemos perder de vista que es con la indiferencia y el olvido fundamental de nuestra identidad humana como realmente comienza el fin del mundo.