Cuando has pasado los últimos años de tu vida, los únicos de militancia política, apoyando a los candidatos más difamados por cuenta de la estigmatización de las propuestas alternativas y ves como pierdes, una tras otra, todas las elecciones, a veces te preguntas si ya está bueno y es hora de darte por vencido.
Porque pareciera que después de un breve renacer en América del Sur de gobiernos progresistas, soberanos, contrarios a Washington y sus mandatos, el radicalismo de derecha racista, misógino, xenófobo y homofóbico, más preocupado por beneficiar a los grandes capitales que a los trabajadores y a las clases medias, avanza a pasos agigantados y ya no entendemos cómo esos tantos perseguidos y perjudicados por las medidas de esos gobiernos apoyan ciegamente a quienes serán sus verdugos.
¿Qué hacer cuando todo parece perdido?, ¿cuando la gente capta los mensajes amplificados por los medios de comunicación de los supuestos fracasos de la izquierda y minimiza descaradamente los efectos nocivos en el planeta y todos sus habitantes, incluidos ríos, bosques y selvas, del capitalismo?
Pocas personas razonan sobre lo que implica para la izquierda cargar aún con el estigma del estalinismo (cuando por lo general la derecha no suele ser tachada de réplica del nazismo); se desprestigia a Cuba, Corea del Norte, Nicaragua y Venezuela, países que al igual que los demás tienen problemas de pobreza y violencia —sin ser los únicos—, sin tener en cuenta que casi todos cargan con unas economías asfixiadas por los bloqueos y las sanciones "pedagógicas" de Washington y sus aliados y han sido marginados de los movimientos mundiales y de las ayudas de doble filo de las superpotencias. Y a pocos realmente les importa la pobreza, el hambre, el número de muertes violentas en Estados Unidos o en México, porque a quienes hay que señalar es a la Banana Republic gobernadas por dictaduras de uniforme que lanzan discursos incendiarios contra ellos, los buenos.
De la misma manera, la satanización y el desprestigio se enfocan en la supuesta corrupción de estos gobiernos, obviando la de los países que cumplen con las órdenes de los EE.UU., solo de vez en cuando los grandes escándalos retumban para luego caer en el olvido. Entonces, el único que aceptó sobornos fue Lula no Macri (quien también apareció salpicado en lo de Odebrecht); solo Kim Jong Un es autoritario (no Donald Trump); solo en el gobierno de Maduro hay pobres, no en el de Piñera; solo en Nicaragua hay protestas, no en Colombia... Y así.
¿Cuál podría ser entonces nuestra alternativa frente a esta arremetida? Resistir sí, pero cómo. Educar sí, pero a quiénes. Los jóvenes en un porcentaje importante —aunque hay muchos convencidos de las bondades de la ultraderecha—, por naturaleza y gracias en parte a las redes sociales que traen consigo tanta información diversa, tienen clara la amenaza. Algunos profesionales y gente mayor también.
Pero ¿y esos jóvenes y adultos, pobres y de clase media, trabajadores y desempleados que creen en el orden y en las tradiciones como fundamento de un país, que achacan todos los males a los pobres (¡ellos mismos!), negros, inmigrantes, homosexuales? ¿Los que están convencidos de lo necesario de la desigualdad, de la exclusión, para que la sociedad sobreviva?
¿Esperamos que se cansen de comer mierda, para que tomen conciencia y dejen el cuentico de “veamos las cosas buenas, dejemos el negativismo que solo sirve para polarizar"?