Muchos autores han escrito sobre el tema y entre ellos me incluyo cuando en el mes de diciembre del 2019 publiqué en este espacio varios artículos en donde la idea principal era la muerte. La pregunta que surge es: ¿cuál es el motivo de insistir en conocer la incidencia del fenómeno de la muerte en la vida de las personas, en especial en esta época de pandemia?
Para entender esta nueva perspectiva hay que hacer alusión al momento de pensar el cómo será que no se mata, es decir, dejar a la naturaleza la influencia para continuar residiendo en este plano existencial, y en especial cuando hay un efecto devastador como lo es el COVID-19, un virus que salió quién sabe dónde, que ataca a todo tipo de personas, niños, mayores y ancianos, a toda la población sin comprender la razón de la escogencia de este grupo de individuos. Se vuelve incomprensible el entender por qué unos se contagian y otros no, unos son solo portadores y otros transmisores, unos viven y otros mueren, se presenta entonces una paradoja acerca de las circunstancias en que se enfrenta este fenómeno.
Sin embargo, hay que interpretar a Nietzsche, Cioran y Borges, quienes frente a la muerte dejaron su concepto muy claro dentro de la angustia existencial del ser humano, cuando ve partir a un ser querido al que no puede despedir y adoptar principios de fe, cuando se le dice que ese cuerpo corresponde a su pariente, al que no puede ver por última vez y mucho menos hacer un entierro digno de acuerdo a las creencias de cada uno; porque en su gran mayoría se elude a la muerte por no superar la conciencia contraria a la vida, o el por qué prolongar los sufrimientos de quienes padecen una enfermedad incomprensible y lo más triste incurable frente a la evolución de la ciencia y su tecnología. El sentido de vida es evaluado por quien padece este despedir del plano existencial a uno muy superior, el espiritual, esto es, permaneció en un estado de no-suicidio. Es la angustia de dejar ir a ese ser al que se quiere, al que se agradece e incluso al que se le debe, y no poder pagar de alguna forma en sus últimos momentos, para satisfacer sus necesidades mortales cuando van acercándose a esa luz que nadie ve, pero que se sabe que existe, hasta cuando se apaga con el último aliento.
Vivimos segados por la razón occidental acerca del concepto de muerte, de su suicidio ante la pandemia que no tiene vueltas atrás, en donde las políticas de salud han dejado mucho que desear y mucho que criticar, pues los sistemas de salud han colapsado en muchas ciudades, no hay camas como tampoco ataúdes para enterrar a quien dejan esta vida, sin despedirse y con la duda que ese cuerpo si corresponda a quien tiene su identidad. Habría que ser un librepensador para aceptar que el cuerpo o cadáver que entregan de quien ha muerto como consecuencia del coronavirus e igualmente dejar partir sin mucha pompa y sin el lleno de sus sentimientos religiosos, es decir, aceptamos el alma desahuciada con el estigma de la indagación continua pero también con las gracias al creador que no permitió que ese ser siguiera sufriendo; ese sufrimiento derrotado por la inexperiencia de la ciencia, del trasbordo tecnológico y la falta de precaución, pues nos dimos a la tarea de solucionar el problema tal vez más tarde que otros, nos quedamos derrotados en búsqueda de un sentido o mejor a la valía del ser humano, para comprender si ese fallecimiento es una alternativa al no haber logrado precisamente los objetivos existenciales, ese acontecer que va pasando por la vida, sin bifurcaciones ni singularidades limitando a esa clarividencia capaz de identificar el horizonte.
Parecen pensamientos e ideas muy profundas pero no lo son, y mucho menos fáciles de digerir en este momento, en donde la incertidumbre está ganando al entendimiento, en donde la profecía se cumple nuevamente a un paso de hace cien años, donde ocurrió algo similar con consecuencias casi que iguales en todos los sentidos, políticos económicos, educativos y en temas de salud; pero qué hacer para sobrevivir, aferrarnos a la realidad a eso que nos tocó vivir, a esa forma de aceptar lo que sucede dentro de esa incertidumbre, sin férreos elementos que sostengan el miedo y el temor, solo queda confiar en el otro y asegurarnos de salir de esta con nuevas fuerzas a los deseos que desde nuestro interior nos dictan la lógica y la razón. Valga decir, entender al hombre desde dentro, de sus propios valores, y también reconstruirnos como individuos.