El proceso de paz entre el Gobierno y la guerrilla de las FARC promete empezar a dejar atrás el conflicto armado de más de medio siglo que ha aquejado a Colombia y dejado importantes secuelas físicas y anímicas.
Este camino hacia la paz permitirá al país empezar a ocuparse de otros problemas graves que lo aquejan, como el de la intolerancia. Hay problemas que son comunes a muchos países, como las profundas brechas sociales, la corrupción o la inseguridad. Pero en el caso de Colombia, uno de los principales es la intolerancia, que obedece a causas tanto heredadas como culturales.
Diversos estudios han demostrado que el maltrato en la primera infancia e incluso el estrés prenatal tienen un impacto directo en el desarrollo, morfología y funciones del hipocampo, la amígdala cerebral o el cuerpo calloso, entre otros órganos cerebrales claves en el control emocional; al verse afectados seriamente, pueden originar impulsos violentos e incluso autodestructivos.
El doctor Martin H. Teicher, por ejemplo, evaluó por resonancia magnética el tamaño del cuerpo calloso de 51 niños admitidos por desorden psiquiátrico (28 de los cuales habían padecido maltrato o negligencia). Al compararlos con 115 niños sanos, encontraron que el área de cuerpo calloso de las víctimas fue 17% menor que en los niños sanos. Este es apenas uno de muchos estudios similares, poco difundidos en Colombia.
En personas que han sufrido maltrato infantil, es común que la inmadurez y el pensamiento dicotómico característicos de la primera infancia (blanco o negro, bueno o malo, todo o nada, conmigo o contra mí) se prolonguen en la edad adulta en forma de extremismo o radicalismo, lo que dificulta la resolución de conflictos (entender, a la hora de negociar soluciones razonables, que entre el blanco y el negro existe una gama infinita de grises). Eso ocurre a nivel individual.
A nivel colectivo, décadas de violencia generalizada e ininterrumpida han literalmente maltratado por generaciones a la sociedad colombiana, lo que ha abierto la puerta a que amplios sectores de la población tengan ya una predisposición casi innata a la intolerancia como simple adaptación a las difíciles circunstancias en las que ha tenido que sobrevivir.
“Es sin duda posible e incluso probable. La sola pregunta es compleja y difícil”, afirmó vía correo electrónico el doctor Vincent J. Felitti, autor líder del estudio sobre Experiencias Adversas en la Infancia (ACE las siglas en inglés, 1998) que es un referente global en materia de maltrato infantil y sus efectos en el bienestar y la salud a largo plazo.
Felitti explica que las experiencias en los primeros 18 años de vida afectan la salud, el bienestar, la función social y la esperanza de vida en la edad adulta, en una relación poderosa y oculta que implica tres mecanismos básicos: 1) De afrontamiento, como fumar, beber, comer en exceso, uso de drogas o promiscuidad para tratar de sentirse mejor –“todos estos ayudan en el corto plazo, pero pueden ser significativamente perjudiciales a largo plazo”, anota el experto–. 2) Mecanismos complejos que dependen de la hiperestimulación crónica de ciertas áreas del cerebro que a su vez afectan la función inmunológica y/o causan la liberación de sustancias químicas inflamatorias que dañan ciertas partes del cuerpo. 3) Mecanismos epigenéticos que pueden activar o desactivar la función de los genes e incluso transmitirse a la siguiente generación. Los cambios epigenéticos son diferentes de las mutaciones, que alteraran/dañan de forma permanente la estructura de un gen.
Para desestigmatizar la herencia genética, cabe recordar que así como heredamos de nuestros padres determinados rasgos físicos (color y tipo de cabello, ojos, nariz, estatura, complexión, etc.), también podemos heredar propensión a una simple calvicie o a enfermedades como la diabetes o el cáncer.
“Mientras que las heridas físicas pueden o no ser visibles inmediatamente, el maltrato y la negligencia pueden tener consecuencias para los niños, las familias y la sociedad que duran toda una vida o hasta generaciones”, advierte el estudio “Consecuencias a Largo Plazo del Maltrato de Menores” difundido por el servicio informativo Child Welfare Information Gateway.
A estos efectos profundos en el control emocional ha contribuido en gran medida el alto índice de núcleos familiares rotos o disfuncionales, en los que los hijos han sido las primeras víctimas al quedar en medio del conflicto paterno, es decir, de la incapacidad de los padres para resolver sus diferencias pacífica y civilizadamente. Cabe recordar que, según el estudio World Family Map 2015, Colombia es el país de América Latina con los mayores porcentajes de madres solteras (84%) y de niños que viven sin ninguno de sus dos padres (11%).
“Colombia es un país de personas que reaccionan desde el trauma”, advierte la doctora Isabel Cuadros, de la Asociación Afecto, una de las organizaciones que más ha contribuido a visibilizar el problema del maltrato infantil y sus graves consecuencias.
La intolerancia, un problema de salud pública
Una de las primeras dificultades para dimensionar y caracterizar adecuadamente la predisposición hereditaria y cultural de amplios sectores de la sociedad colombiana a la intolerancia es la falta de estudios a profundidad sobre el tema.
Uno de los estudios recientes más robustos y completos es la Encuesta Nacional de Salud Mental 2015, según la cual 4 de cada 10 niños presentan algún problema mental, es decir, 40%. Como simple referente, en Estados Unidos un informe de salud mental similar arrojó que 1 de cada 7 niños (14%) de 2 a 8 años sufre algún problema mental, comportamental o del desarrollo.
Investigadores analizaron datos suministrados por los padres en la encuesta nacional de salud infantil 2011-2012 en Estados Unidos en busca de problemas de lenguaje, de aprendizaje, trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH), trastorno del espectro autista, ansiedad y otros.
Funcionarios del Ministerio de Salud colombiano han reconocido que encuestas como la Nacional de Salud Mental 2015 son insumos importantes para definir políticas públicas de salud mental, pero en realidad es mínima la difusión en profundidad que se ha dado a estos temas más allá de reportes periodísticos coyunturales, y no con campañas permanentes que ayuden a enfrentar mejor estos desafíos.
Faltan también estudios más detallados que permitan saber, mediante imágenes diagnósticas (como la resonancia magnética), qué grado de afectación tienen los órganos claves en el manejo emocional de las personas con respecto a promedios de poblaciones sanas o grupos de contraste. Este tema siempre ha brillado por su ausencia en la agenda de las políticas públicas.
“No hemos logrado llevar más la importancia del maltrato infantil a la conciencia del país. No logramos penetrar la política pública”, lamenta Cuadros.
Las buenas noticias
Cuando el nivel de afectación es severo, es recomendable algún tratamiento médico integral. Hoy en día, algunos contribuyen, por ejemplo, a recuperar el tamaño del hipocampo en poco tiempo con muy buenos resultados. En otros casos, con ayuda de un terapeuta serio, se pueden revivir y sanar episodios traumáticos de la infancia (aparentemente olvidados o disociados) que son fuente de dolor o de problemas de salud o comportamiento.
“Al recordar, contar y hacer el duelo de estos eventos, encontré que la intensa presión sicológica se alivió y mi cuerpo simplemente se curó solo. Incluso los corazones rotos se pueden curar”, escribió una famosa paciente en Estados Unidos en una reveladora carta, publicada en 2002 en The Permanente Journal, que es todo un referente y caso de estudio.
Por otro lado, curar esta intolerancia, heredada o aprendida, no siempre requiere tratamiento. La consciencia individual sobre el problema y la decisión y voluntad propias de sobreponerse al determinismo y el condicionamiento heredados o aprendidos son también vías de gran ayuda. La fórmula de solución idónea depende de cada persona.
“No escogemos nuestro bagaje genético, pero sí podemos controlar las emociones y los impulsos que esa carga crea”, expuso en una columna en el New York Times el psiquiatra Richard Friedman, de la Universidad de Cornell (Nueva York), al matizar la predisposición genética de ciertos comportamientos humanos.
Talleres de autoconocimiento, de resolución pacífica de conflictos, de reaprendizaje de conductas, meditación o yoga, entre muchas otras opciones, son vías que han resultado de gran ayuda a muchas personas que, con alto nivel de conciencia, logran sobreponerse a esa adversidad del entorno que los ha marcado.
“En nuestra sociedad hemos normalizado y retroalimentado la violencia. Tenemos muchas cosas irresueltas en nuestro corazón. Inconscientemente nos hemos acostumbrado a vivir con nuestro dolor. Tenemos una visión pobre del potencial humano, que es infinito. Trascender el dolor requiere de mucha voluntad propia, pero sí es posible”, afirma Lucero Bonilla, de la organización ZSuma Diferencia.
“Nos hemos quedado mucho tiempo alimentando el dolor, responsabilizando a otros de nuestra vida. Tenemos que asumir la responsabilidad de nuestra propia vida. La primera responsabilidad es con uno mismo, construirse uno mismo”, añade Bonilla.
Las piezas del rompecabezas
Cuando uno analiza desde esta perspectiva (escasa modulación emocional y de los impulsos, sea heredada o aprendida) la realidad colombiana, en la que prima la desconfianza hacia el otro, casi todo encaja a la perfección, como las piezas de un rompecabezas:
En el día a día, lo atravesados que son los conductores de carro o moto (quienes antes que ceder el paso, echan el vehículo encima, incluso al peatón); el que los motociclistas en particular sean tan imprudentes; la imposibilidad de que dos conductores estrellados concilien, acepten mutuas culpas y despejen la vía (en lugar de esperar, que es lo común, a que llegue un policía y el facilitador del seguro a dirimir responsabilidades, mientras ambos siguen estorbando el tráfico detrás); el que en Transmilenio un simple empujón o pisotón por descuido pueda ser la chispa para encender una pelea; el que una pareja de “enamorados” se trate con palabras dulces de “amor” o “chiqui” para minutos después, a la primera pelea, tratarse de “hps” o “malpar…”; el que muchos padres sean incapaces de dirimir sus diferencias pacífica, civilizada y discretamente para no pelear abiertamente frente a los hijos; la deformación y radicalización de las sugerencias (si uno propone “naranja”, el otro lo interpreta como “rojo” o “amarillo”, pero no como “naranja”); el lenguaje despectivo y hasta ofensivo con que muchos adolescentes y jóvenes se refieren a sus profesores, compañeros y hasta familiares; las reacciones destempladas o extremistas, muy comunes e incluso amparadas en el anonimato, en foros de internet y redes sociales; el que muchos se sientan identificados al escuchar que “Colombia es pasión” cuando lo integral es una adecuada combinación de pasión y cabeza fría; la peculiar beligerancia de las barras bravas del fútbol; que ser un gran bebedor sea visto más como una virtud que como un vicio, o que decir “tranquilo” (como para evitar que el interlocutor se altere) sea una muletilla tan común para significar “descuide” o “no se preocupe”… Y en el plano político, la fácil propensión a los extremismos, sean de izquierda o de derecha.
No está de más aclarar que hay colombianos excepcionales en todos los campos de la realización humana, quienes han tenido la fortuna de crecer y desarrollarse en ambientes relativamente sanos o logrado sobreponerse a la adversidad, incluso sublimándola con expresiones como la música, arte en que el país es potencia.
Pero en el momento en que la sociedad colombiana sea consciente de esta predisposición a la intolerancia en amplios sectores, apenas comprensible en tanto que heredada y culturalmente retroalimentada, podrá empezar a andar el verdadero camino de la paz, tanto individual como colectiva.