Un día, conversaba con un amigo nariñense por los pasillos de la Universidad, le comentaba algo sobre el pueblo antioqueño de mis abuelos, en algún momento él me dijo: ¿a qué te refieres con Paisa? porque la imagen que yo tengo de paisa es una persona con cachucha y camiseta larga, llena de cadenas y con hablado de reguetonero. Me quedé estupefacta. En ese momento me cuestioné qué significa ser paisa.
Empecé a buscar respuestas en los símbolos que más representan el mito de identidad paisa. ¿El sombrero aguadeño? sólo lo usan en los pueblos una generación de campesinos que ya está siendo reemplazada por la generación que usa cachuchas. En la ciudad sólo lo usan en feria, y algunos políticos cada cuatro años. Siguiente, ¿Las montañas? esas las compartimos con todos los Andes suraméricanos al igual que los frijoles y el maíz; ahora, ¿Las arepas? Esas nacieron en esta esquina de América antes de ser llamada Colombia. En este punto, ya va muy desarmado el muñeco paisa, y es que cuestionar la identidad asumida implica desarmar los valores detrás de ella. Esto lo hemos sentido muchos en ciertos momentos políticos del país cuando se agudiza la discusión regionalista y algunos no queremos ser identificados con el espectro ultra conservador promovido por ciertos políticos paisas.
En ese discernimiento, aclaro que no me identifico con el paisa que cree en la Antioquía federal, esa que se puede independizar con su respectiva desproporción de ricos y pobres, de criminales y desaparecidos, y perfectamente sería otra pequeña Colombia. No me identifico con ese paisa xenófobo e intolerante que piensa que su pueblo es mejor porque poco ha salido a conocer otros. Tampoco me identifico con el paisa que confía más en la justicia del cielo mientras no hace nada por la de la tierra; y con el paisa que nunca me identificaré es con aquel que justifica la "paz" que ayudaron a conseguir los ejércitos privados en décadas de terror.
Ahora, entre las cosas que sí me identifican de ser paisa, es menester resaltar la capacidad emprendedora, también mencionar que amo las montañas y los bambucos, que para mi la arepa es pan de cada día, y que no puedo evitar decir aguadulce o pedir frijoles con chicharron en los restaurantes. Me es inevitable hacer uno que otro rosario con mi mamá y saberme con culpa, alguna canción de Octavio mesa o más guascas de las que quisiera.
Si hablamos de música, Medellín es ahora una de las mecas del reggaeton, un género con canciones muy sexuales y desinhibidas que bien podrían ser la respuesta de esta época frente a la malicia del doble sentido de las canciones parranderas, porque el placer que generaciones anteriores callaron por la moral conservadora, esta generación lo canta sin pudor en el reggaeton. Por ello, no me desagrada la identidad paisa que venden Karol G, J Balvin y Maluma, también porque conservan con orgullo su acento y no lo agomelan ni lo cambian por vivir años en el extranjero.
Con el ejercicio del descarte, me di cuenta que lo único que no podía quitarle al muñeco paisa era sus acentos, entonces concluí que la identidad de un pueblo radica en su tradición oral, porque es ese su lenguaje más exclusivo. Entendí porqué uno de mis libros favoritos de la infancia fue El testamento del Paisa, libro con el que pasaba horas riéndome con las moliendas de coplas, trovas y exageraciones, y del que mi papá me leía cuentos con entonación costumbrista. La herencia que recibimos los paisas no es tanto el hacha de los mayores sino sus acentos y sus historias, sus poetas y sus músicos.
Esto no es una definición oficial de lo que es ser paisa, es una reflexión personal que ojalá pueda llevarlo a sus propios cuestionamientos del tipo de paisa que es o quiere ser.