Una vez tuve que explicar los hallazgos de la autopsia de un niño a sus padres. Por supuesto una situación humana difícil pero necesaria. Ellos debían entender y aceptar esa muerte trágica hasta donde fuera posible. Hasta donde pudieran, digo, porque en el fondo es un suceso inaceptable como confiesan lo que han sufrido ese dolor. Por eso respeto profundamente a quienes han vivido esa tragedia. Era un niño de dos años. Puedo describirlo como particularmente hermoso porque los padres me enseñaron varias veces sus fotos. La enfermedad era una enfermedad genética rara. Después de cuatro entrevistas (la última en una panadería para salir un poco del pesado ambiente hospitalario) solo me preguntaban ¿por qué? ¿Por qué había ocurrido eso? Y yo sólo podía contestarle cómo había ocurrido la muerte: falla cardíaca por anemia, genes errados, etc. El por qué estaba más allá de mis limitados conocimientos científicos.
Frecuentemente en medicina la causa de las enfermedades, su por qué, importa menos que el cómo. Pues si conocemos el proceso que fundamenta el daño patológico podemos intentar su tratamiento y alivio aunque no conozcamos su causa última. Por ejemplo, en la mayoría de los pacientes adultos con hipertensión arterial desconocemos el por qué de ella pero igual debemos tratarla con fármacos antihipertensivos.
Quizás nunca conozcamos la causa primera de todas las enfermedades. Probablemente se trate de una mutación personal del paciente, una particularidad de su metabolismo desde la infancia (o en su desaparecida vida fetal) y lo más común una combinación especial de ambiente, agentes microbianos, estilo de vida en su historia individual. Quizás existan tantas causas de enfermedades como número de enfermos, cada uno con la suya. En ese caso nunca las conoceremos todas. Por eso si las ciencias nos permiten determinar la causa de los fenómenos, la medicina está lejos de ser una ciencia exacta. Eso nos escandaliza un poco pero nos ayuda a aceptar sus límites.
Sorprende pero varias escuelas antiguas de pensamiento médico aceptaron la importancia solo relativa de conocer la causa de las enfermedades. Sostienen los historiadores que en Alejandría de Egipto se practicaba una medicina anetiológica que reconocía la imposibilidad o inutilidad de obsesionarse con la causa (rasgo muy propio del pensamiento griego) de las enfermedades. En el Barroco el gran médico inglés Sydenham intentaba describir las fiebres con precisión para tratar algunas con quinina, el remedio recién descubierto en América, sin discutir tercamente la ignota causa de esas fiebres. En la Viena del siglo XIX ejerció medicina el checo Skoda con tratamientos simples que reconocían la imposibilidad de conocer la causa de muchas enfermedades. Esta posición era contraria a muchas elaboradas y no probadas teorías médicas de la época, pero Skoda tuvo una floreciente práctica clínica y al retirarse los vieneses lo felicitaron con una gran procesión de antorchas.
Aún hoy dejamos de lado la investigación de la causa
en estudios clínicos controlados de algunas enfermedades,
como en las leucemias y neoplasias hematológicas
Aún hoy dejamos de lado la investigación de la causa en estudios clínicos controlados de algunas enfermedades. Por ejemplo, en las leucemias y neoplasias hematológicas se comparan distintos protocolos para alcanzar mejor sobrevida del paciente a pesar de desconocer la causa de la enfermedad. Es posible que las cosas cambien cuando se descubran vías genéticas y biomoleculares específicas del crecimiento incontrolado de la neoplasia. Pero hoy, aquí y ahora, debemos tratar al paciente con la mejor terapia en nuestras manos. Aunque no sepamos cómo se originó todo, siendo más importante el cómo que el por qué en esos casos.
Quiero ilustrar eso con una enfermedad de reciente descripción. El País de España reporta la situación con llamativo título: "La maldición del cáncer en Brasil". Existe una condición genética llamada síndrome de Li-Fraumeni descrita en 1969. Quienes portan esa mutación tienen una tendencia aumentada, entre 50 % y 70 %, a desarrollar neoplasias malignas desde muy jóvenes y repetidamente (sarcomas de tejidos blandos, leucemias y cánceres de cerebro, mama y glándulas suprarrenales). En Brasil y Paraguay podría haber 300.000 personas con el síndrome. Un caso sería el vicepresidente de Lula, José Alencar fallecido en 2011. Entonces se conoce la causa, el gen mutado p53. Los investigadores brasileños creen que esa información genética errada entró al interior del continente con algún aventurero o bandeirante de hace tres siglos en búsqueda de esclavos o oro. Esa historia y esas mutaciones, el por qué, no los podemos cambiar.
Pero en los últimos años se ha descubierto cómo el proceso patológico está relacionado con el metabolismo de la glucosa. Y podría detenerse con el uso de un hipoglicemiante oral, la metformina, el fármaco más recetado contra la diabetes. Aunque no hayan terminado las investigaciones, en este caso el cómo de la enfermedad sería mucho más importante que el por qué. Todavía tenemos la esperanza de encontrar tratamientos simples y pragmáticos para enfermedades complejas y difíciles. Ánimo, investigadores jóvenes.