Qué es la muerte: extrañas coincidencias

Qué es la muerte: extrañas coincidencias

"¿Bastará con borrarla de nuestro imaginario más poético para que desaparezca?"

Por: Carlos Tamara
diciembre 21, 2020
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Qué es la muerte: extrañas coincidencias

B.J. Miller, un médico neoyorquino dedicado a atender asuntos de la muerte en los Estados Unidos, se pregunta qué es la muerte. Y, quiérase o no, parecería increíble que a estas alturas nos estemos haciendo esa pregunta quizás con la ilusión de que sabiendo qué es podamos eludirla pues, si no qué sentido tendría formularla. Entonces lo increíble consistiría en que la naturaleza fuera tan tonta como para dejarnos descifrar fácilmente en qué consiste su herramienta más eficaz para ir saliendo de la basura.

Pero, es cierto que la muerte es una forma de llevarse la basura; es decir cuando, incluso nosotros mismos, reconocemos que servimos poco menos que para nada, en sus distintos decibeles: mi suegro alguna ve quiso donar sangre para ayudar a un pariente y lo rechazaron por ser demasiado viejo a la edad, estimo, de setenta y pico de años. Claro que regresó avergonzado y adolorido.

—Los viejos no servimos para nada, habría dicho con el fondo de su desamparo a cuestas. El viejo usaba un sombrero y lo tiró por el aire yendo a dar casi junto a un fogón prendido. Ni siquiera lo recogió.

Hubo que calmarlo y ponerle cataplasmas morales para que siguiera creyendo que todavía valía la pena seguir viviendo. Tiempos después se zampó un tiro.

B.J Miller hace un recuento triste: “¿Qué es la muerte? He pensado mucho en la pregunta, aunque me tomó muchos años de practicar la medicina incluso para darme cuenta de que necesitaba formularla. Como casi todos, pensé que la muerte era un hecho simple, un evento singular. Un sustantivo. Odioso, pero más claro en sus fronteras que cualquier otra cosa. En fin. De hecho, no importa cuántas veces lo haya hecho o cuántas palabras haya probado, todavía no puedo decir qué es”. Esto dice el pobre tipo.

Al parecer, me recuerdo, tuvo problemas parecidos a Martín Heidegger cuando intentó definir el ser en su libro Ser y Tiempo. No sé cuántas páginas le dedicó a averiguar en qué consiste la pregunta. Recuerdo que dice incluso que formular preguntas es un recurso tardío del ser humano. De hecho, solo lo hacemos desde cuando cumplimos los cinco años.

Y es cierto en este caso también. En qué consiste preguntarse qué es la muerte. Es indudable que lo preguntamos desde la vida pues la muerte es lo otro lo estrictamente desconocido, es decir, no sabemos qué no sabemos.

Pero mi intitulado sugiere que hay extrañas coincidencias.

Y así es en efecto mi caso. Estaba a punto de sentarme a escribir sobre experiencias del morir de otros, como esta que jamás he entendido: un trabajador de carreteras libaba con sus compañeros luego de recibir el pago quincenal. En algún momento el tipo de treinta y cinco años se levanta inopinadamente, nadie osa detenerlo pues no se sabe de cualquier urgencia, mira desde el borde de la vía a su patota y les dice para tranquilizarlos:

—Ya vengo.

Da un paso al frente y es arrollado; ipsofactamente desaparecido por el crepitar de potencia de una tractomula cargada de acero hasta las tetas. El tipo nunca pudo haber dicho: ya vengo. La tractomula le pita pasándole por encima. "Ya vengo", pudo haber dicho la tractomula.

Ahora bien, ese tipo no encaja en la necesidad encargada a la muerte de recoger la basura. ¿Pero ¿cómo es que coincide mi intención con que abra la página bastante lejana del New York Times, solo accesible por la web, y aparezca una pregunta sobre la muerte? ¿Por qué tan de improviso?

B.J. Miller haciendo uso inveterado de su costumbre médica se empecina entonces en darnos definiciones clínicas de la misma: “cese irreversible de funciones circulatorias y respiratorias” o “cese irreversible de todas las funciones de todo el cerebro, incluido el tronco encefálico”.

Bueno, en el caso que describí sucedió mucho más que eso de manera inmediata. La tractomula actuó como lo que dice comúnmente la gente: como un borrador. Es como si la muerte hubiera estado dictando clases y quisiera borrar alguna equivocación de tiza del tablero. ¡Zas!

Pero B.J Miller se pregunta por las muertes del coronavirus y eso ya es otra cosa. Y eso es un asunto que he pensado demasiadas veces y, al parecer, mejor que Miller con todo y su saber médico. No sé si sea capaz de demostrarlo.

Yo me hago la pregunta siguiente: ¿cómo es que un organismo, el coronavirus, que ni siquiera puede catalogarse como un ser vivo, causa tantas muertes precisamente al ser humano que se precia de ser lo más perfecto y sabio de la Creación? ¿Y cómo es que su feria de asesinatos masivos ocurre mayormente en el epicentro supuestamente más evolucionado políticamente de esa misma humanidad? Eso, por supuesto, dando por descontado la inmundicia del gobierno Trump.

El coronavirus, nos dice la ciencia, solo vive para el momento en que se conecta con una célula huésped, favorable para que su miserable estructura cobre la capacidad de reproducirse. Obviamente no desaprovecha la oportunidad para irrigarse de la más rápida e imparable forma posible. ¿Pero cómo lo adivina, si es que no tiene vida?

Mis respuestas hasta ahora son las siguientes. La Cosmología nos dice que provenimos de la ruptura de la más inefable e inútil de las simetrías. El universo, cualquier cosa que hubiera o siga siendo su Singularidad indescifrable no servía para nada si no alcanzaba la forma de materia que solo pudo ser posible cuando, de alguna manera afortunada que todavía no entendemos, devino en un principio asímetrico mínimo. Eso produjo un colapso. Ese pudo ser un objetivo ciego que afortunadamente fraguó en algo que tuvo una evolución favorable hacia lo que luego dio pie a nuestra aparición como fruto de la materia. Cabe decir entonces que el universo provino de la muerte en tanto esta es simétrica. Siendo el virus, o teniendo un comportamiento simétrico, de alguna manera es representativo de algo que pudo provenir de aquel origen primitivo.

El ser humano, en tanto especie, no proviene de allí de ese origen, el virus sí. Nosotros provenimos de lo que resultó ser el choque de un meteorito con la vida, tardíamente existente y plenamente desarrollada ostensible por la extinción de los dinosaurios. Eso quiere decir que nuestra especie está siendo atacada por un ser muy anterior a nuestra aparición y no necesariamente debemos tener defensas hacia algo tan antiguo y remoto anterior a lo biótico tal como lo conocemos.

Es más, el ataque más eficiente del coronavirus nos conduce a una fase en que la respiración es imposible y, quizás, nos sume en una respiración anaeróbica, muy anterior a la aeróbica que signíficó nuestro origen; lo cual quiere decir que el virus nos lleva a su territorio: si pudiéramos ser virus podríamos responderle. Nos lleva a un territorio lo más simétrico posible escenario para el cual no fuimos preparados.

Cuando morimos regresamos de alguna manera a esa simetría inútil. La muerte nos degrada en minúsculas partículas que significan el retorno a la asimetría y eso dará origen a múltiples formas de vida inclusive la nuestra que se alimenta de esos detritus a través de la fotosíntesis y la asimilación de la minería del suelo con fósforo, potasio, y muchos otros metales, además del nitrógeno desmineralizado, oxígeno y agua, etc.

La vacuna es la forma de oponer virus contra virus teniendo como campo de batalla nuestro propio organismo. Pero no es que nosotros hagamos mucho por ganar esa guerra. De hecho, al parecer, no podemos hacer nada. No es nuestro mundo.

La pandemia enfrenta un mundo abiótico contra el mundo biótico posterior. Aquel es mucho más simétrico que este. Si de alguna forma somos simétricos es por haber heredado la muerte.

Entonces la pregunta más bien debería reformularse, por lo menos en el caso de las muertes que provienen del coronavirus, no de las que provienen de las tractomulas: ¿cómo es que la asimetría de lo biótico, se ve precisada a retornar una y otra vez a la simetría primigenia que está más emparentada con la muerte originaria?

¿Se podrá detener ese proceso? Será la muerte vencible, si allí estuviera la clave de la pregunta que debe hacerse. Podría ser algo más preciso: ¿si de alguna manera pudiéramos hacer convivir nuestra respiración aeróbica con la aeróbica mediante alguna asistencia automática, quizás robótica, eso alargaría nuestras vidas? ¿Qué tanto tendría que modificarse nuestro ensamble? No olvidemos que también hay seres facultativos, bisexuales de la respiración.

Al parecer los virus no envejecen. Para el rigor de lo que les toca hacer, permaneciendo incólumes hasta que el huésped aparezca, le es indiferente envejecer o no. ¿Será que su anaerobiosis, si es que respiran de alguna manera, ¿está ligada a esa ausencia de interés hacia el envejecimiento?

Los virus nos atacan y su interés es propalar que el envejecimiento no sea la clave para sus crías. Para lograrlo al parecer están obligados a hacernos envejecer lo más rápido posible, tal que nos llevan a la muerte.

Planteado así el asunto, cabría regresar a la formulación de nuestra concepción de universo que nos sirvió de pista de arranque. El universo definido no se reconoce ni simétrico ni asimétrico. Al universo le interesa un soberano comino ese asunto.

Somos nosotros los que lo cargamos con ese sentido de interpretación.

Entonces, ¿bastará con borrar la muerte de nuestro imaginario más poético para que esta desaparezca?

¡Eso es posible!

Claro, las energías que habría que mover para ello son inconmensurables. Y esta es otra forma de cargar de sentido a la persistencia de la muerte.

Es allí en ese lío donde radica la importancia de la pregunta sobre la muerte.

Ojo, esto todavía es mucho más complejo.

Notas: Las citas son tomadas de The New York Times.

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