Como si estuviéramos en la edad media y aun gobernados por inquisidores perversos y fanáticos por los preceptos religiosos y bíblicos, acaba de ocurrir en Santa Marta uno de los hechos más repudiables y censurables de nuestros tiempos modernos: la quema, incineración o masacre, todo un genocidio, de más de cuarenta gatos callejeros que dormían en un refugio improvisado en uno de sus parques. La malicia o perversidad de algunos parroquianos convirtió ese escenario de amor y afecto en un verdadero infierno en el que las llamas acabaron con la poca razón que se pudiera albergar en el corazón de los seres humanos.
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En verdad que el infierno existe y se puede comprobar fácilmente en el actuar de estos pervertidos que no dudaron en incendiar ese humilde albergue donde un centenar de gatos se refugiaban diariamente de las inclemencias del clima y de la perversidad del actuar humano, que cada vez da mayores muestras de monstruosidad y desquiciamiento mental y espiritual.
En Santa Marta se elevó una hoguera que anuncia el renacer de odios contra nuestros hermanos animales, los mismos que nos brindan su cariño y comprensión cuando los de nuestra especie nos abandonan o ultrajan. Quien comparta sus días con un gato sabe de su inmenso cariño y fidelidad, de sus ronrroneos y besos que no se cansan de nuestras indiferencias. Un gato es un verdadero ángel que llega a nuestras vidas, que la vuelve placida y serena al extremo de enseñarnos a contemplar el mundo desde una nueva perspectiva donde no existe la ingratitud o el desagradecimiento.
Basta una galleta o una caricia para ganarnos su total afecto, para convertirnos en los poseedores de esa linda expresión que se dibuja en su sola mirada o en ese movimiento templado y taciturno de su cola. Los gatos no se cansan de amar, de entregarse totalmente a la persona que ellos eligen libremente demostrando su capacidad de decidir y de distinguir al ser que alegrará sus días. Un gato se convierte en un universo, en un hermano, en un hijo, en un compañero fiel que no renunciará nunca a entregarse sin restricción ni condición alguna.
He visto a seres humanos recuperar su paz desde el mismo instante en que un gato llega a su vida, en el preciso momento en que sus bigotes se entrelazan con las manos toscas y duras de aquellos que lo perdieron todo y que ya no ansían nada más que un poco de comprensión y generosidad. Y encuentran en ese gato un torrente de energía, cientos y miles de motivos para vivir y sonreír, para despertar cada día con la ilusión de acariciar ese lomo que se escurre entre sus manos en la espera de una sola palabra de comprensión.
He visto gatos sanadores que alivian en un dos por tres los problemas de ansiedad y depresión y que sacan de esa muerte prematura a aquellos que no encontraban motivos para vivir. Tener un gato en casa es la ocasión más bella de entender que sobran las palabras cuando de amor se trata. Basta un miau, un ronrroneo, un maullido triste y taciturno para conectarnos con las fuerzas vivas del universo, todo sobra cuando encontramos un gato compañero que nos tienda sus manitas en el preciso instante en que el mundo nos cierra toda posibilidad.
Lo ocurrido en Santa Marta no puede pasar desapercibido y, por el contrario, debe llevarnos hacia una reflexión profunda sobre la manera en que los hombres tratamos y convivimos con las otras especies. No bastan las leyes o las normas jurídicas, se debe educar desde la casa, desde las aulas, desde los escenarios de cultura y democracia en el respeto por estos seres que con su sola presencia sanan y curan los males que nos agobian.
Proponemos la construcción de un monumento al gato en Santa Marta como la única manera de exorcizar esta angustia que invade a los animalistas y personas sensibles de Colombia que no entendemos esa manera de actuar de unos desadaptados que no se conduelen del abandono y soledad de unos seres tan únicos y excepcionales como los gatos.
Las leyes deben deben aplicarse, por supuesto. Pero eso no basta. Debe generarse una campaña de solidaridad con los animales en cada rincón de Colombia, en cada escuela, en cada universidad y en cada centro de espiritualidad. En los municipios de nuestra patria debe fortalecerse el presupuesto destinado a ayudar y auxiliar a estos seres abandonados y dejados a su suerte. Esta será la respuesta sensible e inteligente a la depravación y extravío de algunos seres que perdieron su capacidad de empatía con gatos y perros.
Y algo más. Iniciar la adopción de un gato o perro callejero, asi de sencillo, sin pedigree ni raza, sin condición alguna que no sea la conmiseración y el aprecio por estas extraordinarias formas de vida que se manifiestan espontáneamente en parques y calles de nuestra ciudad. Regalémonos esa posibilidad sin darle más esperas, un perro o un gato nos esperan en cualquier esquina, moviendo si cola, expresando un simple maullar o tan solo escondido en su triste mirada del que no encuentra consuelo entre los hombres. Hagamos de nuestra casa un gran albergue para ese ser que nos obsequiará los mejor de si y encenderá el amor infinito por las cosas sencillas y únicas de la vida.