Definitivamente Colombia es un país de grandes contrastes que no cesan de aparecer. El último y más evidente se origina en la diferencia de la naturaleza del protagonismo de aquellos que pertenecen a la dirigencia del país y de aquellos que son calificados muchas veces con desprecio, como pueblo. Los primeros avergüenzan y los segundos dejan en el mundo el nombre de Colombia en los mayores niveles de prestigio posible. Basta con tomar la prensa nacional o ver los noticieros de televisión para corroborar este doloroso contraste. Aquellos que en este país de clases sociales, tienen la responsabilidad de dar ejemplo, de cumplir la ley, de no mostrar caminos para torcerla, resultan involucrados permanentemente en escándalos que en última instancia demuestran su poco compromiso con una sociedad que les ha dado todo tipo de oportunidades, negadas a la gran mayoría de lo que se llama despectivamente, el pueblo. Hasta en términos de gloria y vergüenza hay estratificación en este país, pero realmente al revés.
Si algo debe haber impactado a la audiencia colombiana fue la fiesta de celebración en sus respectivos hogares, de las dos estrellas del deporte nacional: Nairo Quintana y Caterine Ibargüen. Nadie lo podía creer cuando Nairo hizo sonar en su honor el himno de Colombia en París y estalló en emoción cuando Caterine obtuvo la medalla de oro en el Mundial de Atletismo de Moscú. Pero lo impactante fue ver sus familias, sus pueblos de origen. El uno de Boyacá y la otra de Urabá, tierras pobres, sufridas, atacadas por todo tipo de violencia, le han dado al país dos personas de talla mundial en el deporte. No nacieron en cuna de oro sino por el contrario son el ejemplo claro de superación, de esfuerzo que ojalá ahora se vea recompensado, no solo por el gobierno sino por las empresas colombianas que son las que más se benefician del prestigio internacional de estas dos figuras.
Pero mientras esto sucede, muchas de las grandes familias que han manejado históricamente los hilos del poder en Colombia, hoy tienen capítulos oscuros que mostrar. Algo que hay que reconocer es que ahora, para bien de nuestra democracia, estos pecados no pasan tan fácilmente al olvido, y de una manera u otra la justicia puede operar. Al menos eso espera el país. Cuando no es el carrusel de la contratación, son las tierras de la Orinoquia o Invercolsa, para no hablar de los pecados de los políticos que siguen sin sufrir el castigo que merecen.
El momento que vive el país, ad portas de un gran cambio, exige que nuestra juventud reciba los mensajes adecuados. Desafortunadamente, todavía un tercio de nuestra población sigue siendo pobre; más de un tercio es vulnerable o sea que fácilmente puede volver a caer en la pobreza y tenemos una clase media, 25%-30%, muy pequeña si se le compara con su tamaño en sociedades similares a la colombiana. Ese 2%-5% de gente privilegiada tiene que asumir una actitud distinta. Su responsabilidad de dar ejemplo, de cumplir las normas, de ejercer un liderazgo que lleve a la inclusión de millones de hombres y mujeres, es hoy mayor que nunca. No puede Colombia seguir con unos privilegiados que abusan de su poder; que son egoístas o peor aún, que son indiferentes ante los grandes desequilibrios que permanecen y aumentan en nuestro país. La educación desde sus primeros niveles que debía avanzar en no solo mejorar su calidad sino en servir de principio de inclusión con una educación pública de excelente nivel, debe tomar en cuenta las distintas responsabilidades que los sectores de la sociedad tienen que asumir.
Como pasará un buen tiempo antes de que todos tengan las mismas oportunidades, para empezar, aquellos centros donde están los sectores que más tienen, deben enfrentarse a la necesidad de replantear sus responsabilidades. No es posible que el pecado lo cometan los que más tienen y la gloria nos la den los más pobres.
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