Por estos días circulan en internet las fotos de vacas genéticamente manipuladas (GM) y de ratas enfermas por haber sido alimentadas con maíz también GM. Circula también el documental 9.70 que se trata de algunos de los efectos del monopolio que tuvieron las compañías que comercializan semillas GM patentadas, documental que probablemente desempeñó un papel importante en la suspensión del Decreto de ese mismo número, la noche anterior al momento en que escribo esta página.
En efecto, en el último mes nos hemos venido dando cuenta, aunque en realidad ya lo sabíamos, que el mundo en el que vivimos y el que consumimos está más bien alejado del mundo como se supone que es en la naturaleza y que mucho de lo que nos comemos es el producto del desarrollo y la manipulación científica. Esto, es a primera vista indignante y preocupante — pues en últimas no sabemos bien qué es lo que comemos— y esta indignación pareció aprovechar y alimentar de alguna manera el masivo apoyo a los cacerolazos de hace unos días. No obstante de que tiene que ver más bien poco con la situación que el vocero campesino, César Pachón, fue a denunciar al Senado hace unos meses, en intervención.
Pero el asunto de las semillas patentadas parece estar, en realidad y como el paro mismo, muy cercano a nosotros, a nuestro propio plato de comida. Así, las fotos aterradoras de las ratas alimentadas con maíz transgénico son una especie de macabra predicción de lo que le pasa a los consumidores de maíz transgénico que, a la larga, venimos a ser nosotros. De hecho, hoy, en Estados Unidos, es posible afirmar que casi cualquier cadena alimenticia que termina en cualquier alimento (ya sea un queso, un pedazo de carne, una mismísima mazorca o un dulce) empieza o tiene en alguna parte maíz mutado genéticamente. Y entonces la pregunta obvia es si eso es lo que queremos estar comiendo.
Pero la pregunta de qué es eso y de si eso es malo es interesante porque, a lo mejor los transgénicos (y cualquier cosa) no pueden ser nada, ni buenos, ni malos, sin el uso que les damos. Pareciera entonces que los transgénicos no están del todo inventados todavía, como lo demuestran las fotos de las ratas deformes y lo que parece justificar porqué en la Unión Europea siguen estando prohibidas. Así las cosas, a lo mejor es que usarlas para alimentar personas o animales no es del todo lo más adecuado o, también, que en la forma que se está haciendo (masivamente, sin muchos controles) no es la ideal.
Pero no creo que los organismos genéticamente modificados sean malos de por sí. Por un lado, el maíz se usa para muchísimas cosas que no son comestibles, como bolsas de basura, crema de dientes y maquillaje y en estos casos no debería haber ningún problema con que se usara. Pero también, por el otro, lo cierto es que somos siete billones de habitantes en el planeta (y creciendo) y que no suena descabellado que la ciencia desarrolle organismos bien jalados, un tipo de maíz (y de arroz, y de soya, y de zanahoria si quieren) que verdaderamente sea mucho más efectivo y mucha más nutritivo y que no sea peligroso.
El siguiente problema es, justamente, que ese tipo de solución, y de los intentos mientras tanto, están protegidos por estrictas patentes que, en el fondo, benefician mucho más a unos pocos que “al resto de la sociedad”, contradiciendo incluso el principio mismo de la propiedad industrial. Esto se agrava cuando parece que estos alimentos no son tan sanos o que se abusa de ellos, contribuyendo con circunstancias poco saludables.
Así, frente a este problema está en el otro extremo Seed Freedom, por ejemplo, que es un movimiento originario de la India de 25 años de edad que principalmente se concentra en defender “la soberanía de la semilla”, el derecho de los granjeros a cultivar e intercambiar sus propias semillas, para sembrar sus propias cosechas. De hecho, en este mismo medio salió hace unos días un video de su fundadora, Vandana Shiva.
La discusión tiene, entonces, también mucho de derechos de autor (de nuevo) y sobre el inevitable choque que hay en una era de información entre la necesidad de que existan incentivos para que haya desarrollos científicos y artísticos pero, también, el ideal de que estos incentivos no se vuelvan fuentes de poder exorbitantes que permitan a los dueños de los derechos de autor destruir toneladas de comida, perseguir a los granjeros que siembran las semillas de las matas que cultivaron o, por qué no, hacer suficiente lobby en los gobiernos para que expidan decretos que favorezcan la comercialización de sus semillas.
Así, en algún lugar en la mitad debe haber una zona gris en la que esté una solución que no perjudique a ninguno de los dos bandos del todo (además, porque a “la sociedad” le conviene que ni los que desarrollan tecnología ni los que cultivan comida salgan perdiendo del todo). Mientras tanto, parece que nuestra elección de qué comer es ahora también un asunto del que depende no solo la suerte de los que nos alimentan sino, incluso, a quien le damos el poder de elegir qué hay en la comida de cada uno de nosotros.