Todo país avanzado ha tenido que pasar, en algún momento de su historia, por un proceso civilizatorio. Todas las sociedades que hoy gozan de altos estándares de vida, tuvieron que profundizar en la adopción de unos valores sociales comunes, y la orientación de las voluntades hacia la conquista de triunfos con los cuales todos se sentían identificados. Los europeos exaltan la fraternidad, la racionalidad, el progreso. Los norteamericanos, la libertad, el emprendimiento, la independencia. Los asíaticos, el trabajo, la tradición familiar, el pragmatismo.
Los colombianos debemos reconocer que somos una sociedad en proceso de formación y civilización, que no somos políticamente maduros. Nuestras prácticas en el debate público son más cercanas a la confrontación y las rencillas, que a la discusión racional y la búsqueda de la verdad objetiva.
Gran parte de nuestros problemas sociales, nos vienen de ser ese Macondo atrapado en la peste del insomnio y el olvido, sin haber comprendido adecuadamente nuestro pasado. Pero, ¿qué nos enseña la historia sobre nuestro pasado? ¿Quiénes somos? ¿Qué es Colombia?
Pocas cosas nos definen mejor como la ausencia de identidad. Colombia nunca ha tenido muy claro qué clase de país es, ni qué clase de país quiere ser. Desde la Independencia, no estuvimos en las mejores condiciones para la construcción de un proyecto nacional. Quienes participaron de la gesta emancipadora, solo tenían en común no querer rendir cuentas a un rey, pero sus posturas sobre el estado que se formaría tras la victoria, eran tan variadas como el número de sus protagonistas.
La inestabilidad política fue la característica principal del período inmediatamente posterior a la declaración de la Independencia. En un período de 30 años, tuvimos cerca de 30 jefes de estado. En 56 años, tuvimos 6 Constituciones de carácter nacional, incluso las provincias inconformes con el gobierno central tuvieron la audacia de redactar sus propias constituciones. Fuimos la Gran Colombia, la República de la Nueva Granada, los Estados Unidos de Colombia, y finalmente, hasta hoy, la República de Colombia.
En esos tiempos se fraguó el hábito ultracolombiano de reconstruir el estado cada vez que un grupo político accede al poder. Podría decirse que somos un pueblo aficionado a andar refundando la patria cada vez que las cosas no van en el sentido que quisiéramos. Colombia cree que los problemas se resuelven siempre con una nueva constitución. La cuál, después, no se molestará en leer, y mucho menos, en hacer respetar, implementar y construir. Se generó una cultura de la tabula rasa, del borrón y cuenta nueva.
En Colombia cada partido político anda con su propia constitución debajo del brazo. Los conservadores idolatran en secreto la reforma constitucional que Laureano Gómez no logró implantar en 1953. Los liberales, aspiran a una aristocracia constitucional, y van por buen camino con su majestad Juan Manuel I, Rey de Anapoima, y su sucesor, el abogado del poder, Néstor Humberto Martínez, a título de ministro de la presidencia. El uribismo no sabe cómo recuperar el rumbo hacia la patria jurada en Ralito. Las fuerzas de izquierda sueñan con una constitución de corte chavista, así lo nieguen, y es algo que se puede demostrar fácilmente. La Alianza Verde, que es una suerte de gigante dormido y recién nacido, aún carece de una identidad definida. Nunca tuvo tanta razón Mockus como aquella ocasión en que acuñó su frase “construir sobre lo construido”.
También somos fieles seguidores de la tradición democrática de nuestros fundadores, adelantados en la cultura del antagonismo político: bolivarianos contra santanderistas, liberales contra conservadores, bipartidistas contra comunistas, antiuribistas contra antiterroristas. Este siempre ha sido un país donde la política es solo otra forma de hacer la guerra. En esta tierra, el adversario de la democracia es un enemigo, con quien no pueden existir puntos de acuerdo, y a quien está prohibido reconocer el menor acierto. Si el Centro Democrático apoya a Robledo, eso hace uribista a Robledo. Si Mockus apoya el libre comercio, Mockus es enemigo de la clase trabajadora. Si la Alianza Verde apoya una iniciativa del gobierno, eso los hace santistas enmermelados. Si Santos negocia con las FARC, eso lo hace comunista agente del foro de Sao Paulo. En Colombia no hay grises. Todo es blanco o negro. Amigo o enemigo. Aunque siempre puede ser peor. He estado en Venezuela. La presión psicológica es inhumana. Se vive una atmósfera mental de guerra y odio.
Caracteriza también a esta sociedad, un inexplicable impulso totalitario, sea cual sea el color político. Aquí el procurador, el concejal de la familia, la exfiscal Morales, la concejal Clara Sandoval, y Restauración Nacional, si pudieran, nos impondrían al resto del país los valores cristianos, volverían los tiempos de los hijos legítimos e ilegítimos, y la homosexualidad sería conducta punible; aunque entre ellos habría algunas diferencias sobre si la constitución debería encomendarse al Sagrado Corazón de Jesús o a la Santa Biblia. Todavía hoy, y resulta increíble, el elemento cohesionador de los sectores de la derecha es su incapacidad de aceptar el estado laico. Resulta insólito que la facción moderada del conservadurismo aspire a la constitución de Laureano Gómez, y que los más radicales idolatren en secreto la constitución de 1886, un documento risible, escrito por un hombre que tomaba agua bendita antes de alimentarse, y más parecido a un manual de convivencia de secundaria, que a la enmienda fundacional de una sociedad libre.
Pero de esto no se salvan los progresistas, en el sentido amplio del término. Los animalistas querrían desterrar del territorio toda práctica que va contra sus propias creencias, con un activismo casi ajeno a la constitución. La izquierda radical, indican sus “idearios de unidad”, tendrían a bien “desprivatizar” los servicios públicos. Independiente de lo que se pactó en 1991, la izquierda colombiana todavía tiene poco respeto por la propiedad, la economía de mercado y la libre competencia, consagradas constitucionalmente, así como la derecha respeta poco el que este sea, por mandato constitucional, un estado social. Siempre hemos sido un país que quiere imponer su voluntad, más que acordarla.
Debo hacer la salvedad: considero totalmente legítimas y deseables, las aspiraciones de la comunidad LGBTI. Ellos solo defienden sus derechos, los suyos, no buscan imponer nada a nadie, aunque no falta el orate que dice que buscan implantar una dictadura homosexual. Es el principio de transposición de Goebbels: acusar a tu adversario de tus propios defectos. Cristo decía que así como juzgas a otros, te juzga Dios.
Un país de caudillos: Bolívar, Santander, el Olimpo de los Radicales, Jorge Eliecer Gaitán, Laureano Gómez, Luis Carlos Galán, Álvaro Uribe, Gustavo Petro, Jorge Robledo, “salve ud la patria, senador”, he leído en foros. A pesar de que somos un estado descentralizado y con autonomía de sus entes territoriales, las mentes permanecen inconscientemente ancladas en los remotos tiempos del presidencialismo decimonónico, que su majestad Juan Manuel I busca llevar a un absolutismo monárquico. Todo debe resolverlo el alcalde, el gobernador, el ministro, el presidente. El ejecutivo es responsabilizado de cada función del estado. Se espera que este haga cosas que son competencia del legislativo o que actúe para impartir justicia. “Mano dura, Belisario”. Al punto en que inconcientemente se acepta la subordinación de facto que existe del legislativo y el judicial respecto al ejecutivo. Y como si fuera poco, para “equilibrar los poderes”, ahora que las ternas de los órganos de control las ponga el presidente. Que la destinación de regalías de ciencia y tecnología la decidan alcaldes y gobernadores. Que los directores de los hospitales los ponga también el ejecutivo local. Si Márgareth Thatcher decía que su mayor triunfo político era Tony Blair, un laborista neoliberal, el mayor triunfo de Miguel Antonio Caro es Juan Manuel Santos, un liberal que quiere ser rey.
También demasiada ignorancia socrática. El ciudadano común no está en la capacidad de ilustrarse sobre los asuntos complejos del derecho y la administración pública, pero el ciudadano educado, el que ha pasado por la universidad, homologa sus conocimientos profesionales por sabiduría política que no posee. Todo el mundo opina y cree que su opinión es compatible con la ley, y lo hacen en ignorancia completa de cómo funciona el estado y el contenido de la constitución y las leyes. Cualquiera siente que por haber pasado por una universidad ya entiende el estado y su funcionamiento: “el ministro de salud debe ser un médico; el ministro de educación debe ser un pedagogo”, y así. Disparates que no sabe uno si son ingenuidad o terquedad, a la hora de documentarse. No es fácil, yo mismo me descubro a diario tratando u olvidando aplicar rigor metodológico para entender la política.
Irónico que sea la izquierda, que según los libros de texto, es la que aboga por una organización del poder menos vertical, y por que el ciudadano sea un actor independiente, pensante y autónomo, sea el principal promotor de la simplificación del debate, de la infantilización de la opinión pública, el adoctrinamiento ideológico, y la caricaturización del ejercicio de la política (si les parece paradógico, y que el uribismo queda muy bien descrito por estas palabras más que la izquierda de Robledo, les sorprenderían las similitudes entre los proyectos políticos de Uribe y Deng Xiaoping. De hecho la revolución paramilitar tiene mucho de maoísmo. Eso lo sabe muy bien José Obdulio).
Pero siguiendo, este tipo de actitudes son, en esencia, antiprogresistas. La oposición debería dedicarse a llenar los vacíos que deja la gestión del gobierno, como ocurre en los países más civilizados, no a intentar desmontar sus logros. Lo que algunos diletantes locales llaman "el sano papel de la oposición", refiriéndose a la intransigencia de un Robledo, a esa noción de la política como un campo de batalla, de “Táctica y Lucha interna”, de “Unidad y Combate”, de ser “Fogoneros de la Revolución”, están aplaudiendo ese mismo tipo de actitudes que impidieron gobernar a Salvador Allende, o que bloquearon el presupuesto a Barack Obama, amenazando con paralizar la mayor economía del mundo, y de la cual muchos países dependen. Pasa también a nivel distrital: el mismo tipo de actitudes que le han hundido POT, Tranvía y obras viales importantes a Petro. El sano ejercicio de la oposición a rajatabla.
Los alemanes, sin importar el partido político al que pertenecen, van construyendo un patrimonio común, basado en los resultados exitosos que van dejando las administraciones anteriores. Se va formando una práctica de consenso y contrapeso crítico. Encuentra uno cosas exóticas, como ministros que son miembros de la oposición, que en una rendición de cuentas critican la falta de voluntad política de la canciller y su partido. Son un sistema parlamentario, sí, pero en ninguna parte se obliga al gobierno a nombrar miembros de la oposición. Es voluntad. Lo hacen para garantizar gobernabilidad y complementariedad. Porque hace rato superaron las taras históricas de la lucha de clases.
Sus partidos políticos funcionan con criterios de representatividad, no con criterios ideológicos. Por ejemplo, todos defienden como exitosa la economía social de mercado, que a pesar de haber sido impulsada por el Partido Socialdemócrata, en los años 50, hoy todos los partidos la consideran un patrimonio alemán y ejemplo para el mundo, y vemos a la canciller Merkel, que pertenece a la Democracia Cristiana, defenderla y promoverla como alternativa para los países en desarrollo, y como la brújula de su sociedad. Pero no todo es felicidad, tienen fuertes discusiones. Y cada partido defiende aquellos a quienes representa, que suele ser una zona del territorio que votó por ellos, o un grupo poblacional que constituye mayoritariamente al partido. En Alemania, el partido de los trabajadores, es el partido de los trabajadores, no el partido de la revolución proletaria, porque Alemania es una economía de mercado, y punto. Lo dice la constitución.
Colombia tiene muchos aspectos desarrollados en las últimas décadas, de los cuales el mundo entero hace hoy alabanza. Los únicos que todavía se quejan, o insisten tozudamente en negar cualquier avance o reconocer logros, son los sectores de oposición que basan sus objeciones en posturas ideológicas, y no en una observación realista del innegable progreso social del país, con todo y los problemas que aun persisten. Porque no les importa el bienestar de los colombianos, les importa el triunfo de su proyecto político, que no tiene el monopolio de las buenas intenciones. Pasa con los fanáticos: el marxista no puede ver justicia en algo que no sea el marxismo. El evangélico no entiende por moral nada que no sea su sagrada escritura. Dirán que lo mismo para el capitalista, pero no tanto. Hay capitalismo fracasado y capitalismo exitoso. EEUU es un país con mucha gente pobre. Alemania no. Por otro lado, no hay socialismo exitoso.
Cito a los alemanes porque tienen mucho para enseñarnos y nosotros para aprender de ellos. A diferencia de lo que muchos pensarían, los alemanes no siempre han sido esa cultura ejemplar de hoy. Hace 50 años eran un país devastado por la guerra, con una sociedad saturada de fascistas ocultos entre los civiles tras la derrota del régimen, y con una economía diseñada en función de la maquinaria totalitaria y militar del nazismo. Tuvieron que vivir una transición: desnazificar el país, limpiarlo de las estructuras mafiosas que habían capturado todas las esferas del estado (en mayor amplitud y profundidad que el nuestro), hacer un acto de contrición colectivo, prometerse no volver a recurrir a sus instintos violentos y de dominación, y prohibir el extremismo armado, político y cultural en todas sus manifestaciones. Se propusieron cambiar. O bueno, lo impusieron los Aliados que les derrotaron en la guerra. Al principio se decían de todo en el parlamento, se vivían cantando verdades y sacando trapos al sol. Pero fueron aprendiendo a tratarse civilizadamente.
Nosotros debemos comprender por nuestra parte, las implicaciones de nuestra propia transición. No somos una sociedad que comprende y practica la democracia. Toda la corrupción política actual es rezago de la vieja Colombia: la Colombia mafiosa, la Colombia parasitaria de la burocracia, la Colombia de las roscas, la Colombia del avivato. Esa es una Colombia moribunda. La Colombia actual, es una Colombia de jóvenes. El más reciente censo así lo atestigua. El grueso de la población colombiana tiene entre 14 y 36 años. Prácticamente en igual proporción de hombres y mujeres.
Tenemos una oportunidad de oro para sembrar en quienes realmente harán las grandes transformaciones. Nosotros somos agua pasada. Los grandes caciques son unos ancianos, los nuevos capos de la mafia pierden terreno al enfrentarse con jóvenes analistas que desmantelan sus redes de corrupción e ilegalidad. Y los que debían ser alternativa de poder, son fósiles vivientes que todavía sueñan con realizar el socialismo. No dejemos perder a una generación completa que aun no está contaminada con nuestros peores vicios históricos.
Hay mucha labor pedagógica que hacer. Educación política de la sociedad: enseñar la organización del estado, las instituciones, sus funciones y responsabilidades. Leer y meditar la constitución del 91. Aumentar la iniciativa ciudadana participativa, y la desideologización del debate.
El cambio en la sociedad no se consigue esperando que todo el mundo, de golpe, sea un ciudadano consciente. Es labor de años. La madurez individual cuesta tiempo, esfuerzo, fracasos y aprendizaje. ¿Por qué iba a ser diferente la madurez de toda una sociedad?
Nuestro país necesita gente honrada y preparada ejerciendo los cargos públicos, no revoluciones de derecha o izquierda. Superemos eso de una vez. Construyamos un patrimonio sociocultural común a todos. Nos toca a nosotros, porque nuestros líderes nunca estuvieron, ni están a la altura de un desafío de esa magnitud.
Tenemos que evolucionar de ser la selección de Maturana, a ser la selección de Pékerman: ahí no hay caudillos, no hay roscas, no hay antagonismos. Hay equipo, hay unidad.