Si se imaginó que me refiero a un año malo, trágico o detestable, se equivoca.
Con nuestro lenguaje colonizado hemos aprendido a decirle negro a lo feo, malo, sucio, ordinario, rústico o indeseable. Aguas negras, en vez de decir aguas servidas o residuales; obra negra, cuando es obra gris; día negro, septiembre negro, cuando son fechas trágicas. Y así el racismo se nos vuelve cotidiano, coloquial, y vamos viendo natural e inofensiva la discriminación.
Este año no ha sido mejor ni peor que otros. Ha tenido tantos altibajos económicos, emocionales y de vida como otros. No por ser negro Obama es el líder que el mundo necesita para corregir su rumbo, ni tampoco peor presidente que los blancos de cuello rojo que han gobernado durante siglos.
Desde muy joven me ha gustado declararme afrocolombiana, cosa que genera risa a otras personas, por mi color de piel. Pero mis gustos musicales, gastronómicos, mi temperamento, la empatía que siento con la población afro, me lleva de manera inconfundible a saber que tengo raíces profundas en su historia.
Así que, sin esencialismos que hablen del color como rasgo que define vidas, pero sí por la historia de discriminaciones y resistencias, por su resiliencia y capacidad de sobreponerse a tanta adversidad, reconozco con especial admiración a varias personas afro a las que declaro mis maestras.
Y aunque admiro profundamente a Catherine Ibargüen, a Piedad Córdoba, a Ángela Davis, a Rosa Park, hoy quiero contar lecciones de seres mucho más anónimos y cotidianos:
Cada día encuentro una pista para la vida en mi hermana “La negra”. En las familias de origen paisa a quien tiene la piel un poco más oscura se le llama negra o negro. Ese es el caso de mi hermana Gloria Helena. Creció a la sombra de dos hermanas mayores con las que siempre fue comparada, poniéndola en posición de inferioridad. Desde muy pequeña supo convertir esa carga de discriminación y dificultades de todo tipo que tuvo que enfrentar desde la misma familia, en el material para levantarse como una mujer fuerte, sabia, emprendedora, llena de logros intelectuales, materiales y merecimientos. Ella ha enfrentado el cáncer con maestría y ayudado a muchas personas a comprenderlo, aceptarlo y aprender de él para la vida.
Inés es una mujer que ha sufrido múltiples desplazamientos forzosos: Por la construcción de un canal que destruyó su hábitat en su amado río Satinga, por el conflicto armado en López de Micay y en Buenaventura. En Cali se rehúsa a recibir el trato indigno del Estado, dice que a ella no le han preguntado cómo se consideraría reparada, se niega a que la llamen víctima o desplazada y se declara “Embajadora cultural del Pacífico”. Lo que más extraña no son sus comodidades pasadas, la tierra, la casa y el negocio que dejó abandonados, sino sus sabores. A veces, haciendo aseos consigue para comprar ingredientes y hacer sus platos, pero el pescado que venden congelado “ya no tiene la sabia” del más fresco. Consciente de que tiene en su poder el “saber del sabor”, se ha decidido a ser maestra de cocina del Pacífico. Estudia en el Sena, está conformando una Fundación, prepara bebidas alcohólicas, afrodisiacas, aromáticas y curativas. No conoce la derrota ni la deshonra.
Mi amiga Bibi. Tiene tantas huellas de discriminación como cualquier mujer negra en el país. Las somatiza en su útero, que produce quistes de pura tristeza, llenos de lágrimas por el dolor de las mujeres violentadas. Ella intenta sanarse mientras acompaña el dolor de tantas otras con historias desgarradas en Buenaventura. Su voz y su rostro suaves y sonrientes predican y practican el comadreo sanador. No se deja tentar por el orgullo, la venganza o el elogio. Un día, llego muy contrariada diciendo “¿Cómo es posible que una maestra negra sea quien defiende el golpe como método de crianza?” Con toda serenidad me explica que el amo utilizó el dolor, el sufrimiento y la humillación para doblegar la voluntad de los sujetos negros, con tanta persistencia y a veces efectividad, que se les ha quedado fundido el maltrato en el alma. Me sugiere conectar a la maestra con esta historia y retarla a abandonar el lenguaje del amo.
Son demasiadas maestras: Betty Ruth, Emilia Eneida, Maura Nazly, Paola, Johana, Sandra Ignacia, otra Sandra, Lucila, Aurora, Gloria Iris, la vendedora de gelatinas de San Antonio del Prado:
Por último, una maestra cotidiana: mi perra La Negra. Sobreviviente de abandono en las calles, de partos múltiples, de cáncer, de virus, parásitos y hasta de secuestro. De ella he aprendido el amor incondicional, a tomar agua, a estirarme. Fue una excelente madre y supo desapegarse de sus hijos sin trauma. Come cuido, comida casera y basura, toma agua, jugo de frutas y charcos. Corretea carros y genera miedo con su gran cuerpo y su cara fiera, pero también ternura, pues se acuesta a chupar cobija, como cualquier bebé. Se pone a punto de morir de miedo ante los truenos y la pólvora y cuando acaba el ruido, sale renaciente y triunfante, agitando la cola, como la cigarra “después de un año bajo la tierra”.
Así que este año lo despido con gratitud y serenidad, con esperanza y terquedad, esperando que los próximos años, de todos los colores logremos disminuir la desigualdad, las violencias, el racismo y las injusticias, aunque sólo sea como dice mi otra heroína negra, la Cebichica: “Un poquitico”.
Gracias a mis lectoras y lectoras por su generosidad, sus comentarios públicos y privados. Les deseo disfrutar sin estrés ni consumismo estas celebraciones, hacer balances sin derrotismos, soñar y trazarse metas para mantener ejercitado el optimismo.
@normaluber