El veredicto recuerda el trasfondo de los juicios espectáculo promovidos durante el “Terror Rojo” de Stalin: el Tribunal Supremo de Rusia, en sentencia leída por el juez Oleg Nefédov el pasado 30 de noviembre, prohibió de forma inmediata al movimiento internacional LGTB al considerarlo como una “organización extremista”.
Y para que el proceso resulte más kafkiano, a la lectura de la sentencia solo asistieron funcionarios adscritos al Ministerio de Justicia, nunca se escuchó a la contraparte, porque, así resulte contradictorio, en el territorio ruso nunca existió formalmente el movimiento internacional LGBT.
La sentencia del Tribunal Supremo condenó una sigla muy asociada en Rusia con la “degradación y degeneración” de occidente -en palabras de Putin ante el Parlamento de Moscú el 21 de febrero-, ya que, dispuso, con fórmula de inmediato cumplimiento, la prohibición de “la propaganda, la publicidad, el generar interés y animar a integrar las filas del movimiento LGTB”.
Es un paso radical en la institucionalización de la homofobia como una política de Estado.
Camino que emprendió Rusia desde mediados de 2013 cuando la Duma Estatal -bajo el control absoluto de Putin- aprobó una ley contra lo que se consideraba como propaganda homosexual; el argumento que motivó aquella norma fue resguardar el sentido de la familia y proteger “a los niños de la información que aboga por la negación de los valores familiares tradicionales”.
Lo cierto es que, desde hace una década, Putin convirtió a los homosexuales en una suerte de “chivos expiatorios”, ya que, en su persecución y hostigamiento no solo apuntaló gran parte del conservadurismo que ha caracterizado su régimen autoritario, sino que le otorgó un rol protagónico a la defensa de los “valores tradicionales” insertados en el imaginario social y religioso ruso por la poderosa Iglesia Ortodoxa.
Pero fue tras la guerra con Ucrania que Putin se aferró mucho más a la defensa de la tradición, asumiendo -con el respaldo de un impresionante aparato de propaganda- que la constitución de la identidad rusa corría peligro ante la “degeneración de occidente”. Parte de una estrategia de manipulación masiva para mantener el respaldo popular a su aventura bélica.
De ahí que, para Putin, los homosexuales se asemejen a aquellos “demonios” - en una línea narrativa muy similar a la planteada por Dostoievski en su famosa novela a mediados del siglo XIX- imbuidos por los anti-valores de occidente que buscan contaminar y degradar la santidad de Rusia.
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Y ciertamente el clima de la guerra le ha resultado muy funcional para encauzar todos los factores de poder en esa progresiva institucionalización de la homofobia. Lo que ha llevado a los colectivos LGTB a librar una intensa y cada vez más solitaria batalla en la defensa de sus derechos. Batalla que tras el kafkiano veredicto del juez Nefédov, sin duda, condena a los homosexuales a vivir prácticamente en la clandestinidad y bajo el asedio permanente de la ley.
Es una movida radical que conduce a la anulación en el espacio social de aquellos que se representan como contrarios a los “valores tradicionales”. Tras esa anulación sobreviene la deshumanización en prácticas de discriminación legitimadas directamente por el Estado. ¿Qué más se podría esperar de un régimen conservador y recientemente motivado por la macabra lógica de la guerra?
Un triángulo rosa podría ser la respuesta…