¿Pueden ser los pobres ecologistas?

¿Pueden ser los pobres ecologistas?

Esta es una pregunta primordial para entender muchos de los estragos cometidos en el medio ambiente de los países del "tercer mundo"

Por: Carlos de Urabá
septiembre 20, 2018
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
¿Pueden ser los pobres ecologistas?
Foto: Carlos de Urabá

Hablando de Latinoamérica, y por razones obvias, los recursos naturales y sus materias primas representan para millones de personas un factor económico de primer orden pues de allí obtienen su sustento diario.

Para colmo la situación social es tan calamitosa que en tiempos de crisis no valen argumentos filosóficos ni sentimentales pues lo prioritario es satisfacer los instintos básicos.

De otro lado, los estudiantes, profesores, intelectuales, activistas, ONG y demás organismos conservacionistas no se cansan de denunciar la brutal destrucción de las selvas, la contaminación de los mares y los ríos, la tala indiscriminada de los bosques o la extinción de las especies.

Es muy claro que ellos pertenecen a un mundo en el que tienen todas las necesidades cubiertas y disfrutan de un inmejorable nivel de vida. ¿Por qué lo hacen? Han alcanzado un nivel de conciencia gracias a esa sociedad del bienestar que les ofrece todas las facilidades educativas y de formación.

Cómodamente sentados en sus oficinas, universidades, escuelas redactan extensos libros y tesis doctorales, artículos periodísticos, manifiestos, donde se autoproclaman los redentores de la humanidad. El mejor ejemplo es el del político norteamericano, premio Nobel de la Paz y profeta del cambio climático Al Gore, quien reside en una mansión de 20 alcobas y ocho baños en el exclusivo barrio Belle Meade de Nashville. Como si fuera poco su gasto anual en gas y electricidad se eleva a la cifra de 30.000 dólares. Sin contar con las dos limusinas, tres carros deportivos y un jet privado que dispone para su heroica lucha contra “el calentamiento global”.

Tanto cinismo deja en evidencia “una verdad incómoda” ¿O sea que estos burguesitos son los que van a salvar el planeta? Definitivamente esto es pura demagogia pues ni se imaginan cuáles son las condiciones económicas imperantes en esas latitudes (tercer mundo) que llevan a millones de parias a convertirse en los más peligrosos depredadores.

Hoy en día casi todos los partidos políticos —ya sean de izquierda o de derecha— incluyen en sus programas la defensa del medio ambiente. Tan inusitado amor por la naturaleza no es más que una estrategia para atraer a los votantes más críticos y reivindicativos. Es curioso que esta preocupación surja cuando tras siglos de explotación indiscriminada ya es demasiado tarde para rectificar el rumbo. Las cifras no mienten y las consecuencias son estremecedoras pues más del 60% de los bosques tropicales han desaparecido por completo. Aquel trópico exuberante que describieran los cronistas en un pasado no muy remoto, hoy no es más que un erial yermo y estéril.

En conclusión: la ecología es cosa de privilegiados y su doctrina solo sirve para justificar los millonarios presupuestos de la FAO, la ONU, la WWF, Greenpeace, ONG y demás organismos internacionales, donde un cartel de funcionarios y burócratas se lucran (con altos sueldos y dietas) a costa de los abusos cometidos contra la madre naturaleza. Se supone que de ellos depende el que se distribuya los presupuestos específicos y se apliquen rigurosamente las políticas para detener el horripilante ecocidio que arrasa no solo en el tercer mundo sino en general en todo el planeta tierra.

El ecologismo se ha puesto de moda y ocupa la primera plana de los periódicos e informativos de la prensa, radio, la televisión o redes sociales. Este es un asunto trascendental que mantiene en vilo a la opinión pública y por lo tanto proclive a convertirse en un trending topic o best seller. Los noticieros no cesan de transmitir mensajes alarmantes: que si el calentamiento global, los deshechos contaminantes, el efecto invernadero, el deshielo de los casquetes polares, la agonía de los arrecifes de coral en los océanos, la deforestación de la selva o la polución atmosférica. Es tal el fervor que hasta las grandes multinacionales han lanzado al mercado una nueva gama de productos bio, productos sanos y no contaminantes que por sus características generan un valor añadido. La denominación “verde” multiplica las ventas y el éxito está asegurado porque a los ciudadanos de caché no les importa pagar el doble con tal de lavar sus conciencias y contribuir a la salvación de nuestra especie. El ecologismo es un lujo de los ricos que impide el desarrollo y limita la soberanía sobre los recursos naturales de los países tercermundistas.

Es imposible que una gran humanidad empobrecida, esclava del hambre, el analfabetismo, las enfermedades, sin trabajo y protección social reaccione y adquiera conciencia. ¿A esos millones de parias que apenas ganan dos o tres dólares al día quién les puede exigir que protejan el medio ambiente? Esos proletarios, obreros o campesinos de los países subdesarrollados son los que arrojan más basuras y contaminan sin medida ni clemencia.

¿Qué se puede esperar de una sociedad moderna que ha divinizado la tecnología, la televisión, los teléfonos celulares o los computadores y lo único que les interesa es evadirse o alienarse con las fantasías de la realidad virtual? Hoy la naturaleza se contempla cómodamente sentado frente a una pantalla de un televisor en la que se proyecta una película o un documental. El vínculo ancestral que nos ligaba a la tierra ha desaparecido pues nuestra nueva identidad es el consumo. Aunque vivan en el campo su mente ya está urbanizada.

Durante el siglo XX la diversidad humana se ha reducido a la mínima expresión y tan solo resta un 5% de los pueblos originarios. Algo parecido sucede con la biodiversidad ya que el colapso de los ecosistemas es irreversible.

Nos abruma la fatalidad pues ese maravilloso planeta azul, el único lugar que a ciencia cierta alberga vida en el universo, se ha transformado en un muladar invadido por millones y millones de toneladas de plástico, chatarra, residuos tóxicos y nucleares.

La civilización del plástico ha triunfado, la cultura artesanal ha sido aniquilada por completo, la industria produce millones de objetos en serie a un ritmo enloquecedor; artículos desechables que tardan siglos en degradarse en el ambiente.

Ante la pregunta planteada de si los pobres pueden ser ecologistas, la respuesta es que de cierto modo sí los son, pero no por devoción, sino por obligación ya que su poder adquisitivo no les permite un consumo tan desaforado.

En el supuesto que esa gran humanidad excluida del banquete quisiera alcanzar el nivel de vida de un ciudadano de la clase media norteamericana o europea, el mundo se iría a pique. En los países del llamado primer mundo se consumen las ¾ partes de los combustibles fósiles y el gasto de energía es inconmensurable. Los altos índices de desarrollo se mantienen a base de expoliar las riquezas del tercer mundo. Porque sin esas reservas de materias primas la civilización occidental no podría continuar con su crecimiento infinito.

Cómo puede predicar el respeto a la naturaleza una sociedad que ha convertido los ríos, los lagos, los mares en letrinas, una sociedad donde millones de automóviles arrojan a la atmósfera el maldito Co2 que nos asfixia, una sociedad individualista y egoísta y que se desentiende del futuro de las generaciones venideras. Es indiscutible que el sistema capitalista con su política demencial y suicida es el directo responsable de la crisis medioambiental. A pesar que la legislación de los estados —tanto del primer mundo como del tercer mundo— es muy celosa en cuanto a la protección de la naturaleza, el cumplimiento de esas leyes está sujeto a oscuros intereses políticos y económicos. Donde ayer había un precioso bosque hoy se construye un condominio de lujo, un centro comercial, un aeropuerto o un gran complejo hotelero.

Los pobres desean imitar a los poderosos y aspiran alcanzar la más alta cima. Sueñan con ser triunfadores nunca unos fracasados. El capitalismo defiende y promueve el espíritu de superación sin importar los medios ya que lo fundamental son los fines.

En el lugar más perdido del Amazonas, por ejemplo, es muy fácil captar vía satélite cualquier canal de televisión mundial. Los medios de comunicación son la vanguardia del magno proyecto que la economía neoliberal denomina “globalización” y para ellos no hay fronteras, ni moral, ni ética que valga. Su ideal supremo es colonizar mentes, explotarlas, controlar la masa, crearle falsas ilusiones y una vez sometida a sus caprichos, integrarla al sistema depredador. No son seres humanos sino clientes de un gran supermercado siempre en busca de una oferta o una ganga.

En el tercer mundo en los últimos 60 años millones de campesinos e indígenas han emigrado a la ciudad redentora. Esto significa que hoy el 65% de la población mundial reside en las grandes urbes. El mundo rural tras décadas de abandono y de despojo, agoniza. El nuevo “superhombre” es el homo urbano, un engendro cibernético que niega su animalidad, preso en una burbuja artificial desconoce por completo los ciclos naturales, no sabe sembrar ni cosechar y sus raíces se encuentran en el cemento y el asfalto.

La cuenca amazónica ha sufrido la presión migratoria o el éxodo de millones de parias que huyen de la pobreza, la desertificación, la sequía o el hambre como es el caso del nordeste o el sertão brasileiro, los Andes colombianos, ecuatorianos, peruanos o bolivianos. La selva representa la última oportunidad de resucitar y ascender en la escala social ya sea para explotar la madera, la agricultura, la caza, la pesca, el garimpo (buscadores de oro o minerales preciosos) o el narcotráfico.

El paradigma de la democracia burguesa es la defensa de la propiedad privada. El capitalismo es un proxeneta que prostituye la tierra, la especula y la subasta. Sus leyes son tan perversas que el derecho individual prima sobre el colectivo. Es aberrante pero han legalizado que una sola persona —dependiendo de su capital— pueda ser propietaria de una hacienda más grande que Suiza (como ocurre en Amazonia brasileña con las propiedades del banquero Daniel Dantas) mientras millones de desheredados sobreviven hacinados en favelas.

En este juego de la oferta y la demanda la tierra es un objeto al que hay que explotar hasta la extenuación. Todo tiene un precio: un árbol tiene un precio, un pájaro tiene un precio, una serpiente tiene un precio, una flor, un pez y hasta un indio disecado tiene su precio. Además, pertenecemos a una cultura judeocristiana en la que el ser humano fue nombrado por Dios el rey de la creación y su misión es someterla.

Es increíble pero en este último siglo entre los colonos y la industria maderera hayan acabado con más de la mitad de los bosques andinos. También la ganadería extensiva sigue deforestado los valles y las selvas para satisfacer el voraz apetito de una sociedad carnívora. El ganado es el rey de los latifundios y el gamonal los cuida como uno más de la familia. Parece mentira pero las bestias gozan de una calidad de vida superior a la de los seres humanos.

Colombia es un país amenazado por la erosión y en el invierno las catástrofes se desatan a causa de las tempestades que literalmente desmoronan las montañas y los ríos se desbordan anegando miles de hectáreas de terreno. Estos desastres dejan cientos de muertos y miles de damnificados y unas pérdidas económicas que se cifran en billones de pesos. Un estudio de la Universidad Nacional de Colombia predice que con el tiempo los ríos Magdalena y Cauca van a transformarse en lagos pues el sedimento que arrastran lentamente los van a ir represando. Ante un panorama tan dantesco sería necesario reforestar con 80.000.000 millones de árboles ambas cuencas hidrográficas para revertir este devastador proceso. Como si fuera poco los científicos aseguran que para el año 2100 en algunas regiones del país habrá problemas de abastecimiento hídrico (Colombia es uno de los países con mayores reservas de agua del mundo).

Pero en nuestro continente la situación más dramática quizás sea la de Haití donde los suelos se han degradado como consecuencia de los incendios y la tala intensiva de los bosques (para sacar leña y convertirla en combustible) La agricultura se halla en la ruina, no hay agua potable y la hambruna se recrudece. A los haitianos les llegó por anticipado el juicio final y su supervivencia depende por completo de la ayuda humanitaria.

Actualmente en los países subdesarrollados el gran boom es el de los biocombustibles. Es tal la fiebre que los terratenientes y multinacionales bajo el patrocinio del gobierno siembran miles y millones de hectáreas de palma africana, caña de azúcar, maíz o remolacha. Pese al déficit alimentario las empresas estatales y privadas han apostado por el etanol pues en los mercados internacionales su precio se cotiza al alza. Pero está demostrado que el gasto de energía necesario para fabricar etanol es prácticamente es el mismo que el de extraer y refinar petróleo. Quieren sacrificar la alimentación de los habitantes de los países pobres para alimentar automóviles en los países ricos.

Los ecologistas o ambientalistas luchan por conservar al menos los restos del ecocidio. Resignados se conforman con crear "zoológicos" o parques nacionales en un vano intento por salvarlos del holocausto. En Colombia esas áreas protegidas tan solo ocupan el 5% del territorio y muchas se han convertido en el campo de batalla donde se enfrentan los carteles de la droga, los paramilitares las disidencias de la guerrilla y el ejército. Esos santuarios de una fauna y flora endémica excepcionales se bombardean y fumigan para imponer la paz y erradicar los cultivos ilícitos. Para colmo el gobierno ha entregado la concesión los parques nacionales a las agencias de turismo multinacionales. Entonces, ¿Quiénes disfrutan del exotismo y la virginidad de la naturaleza? Indudablemente que solo la élite o los turistas extranjeros puede costearse unas vacaciones de ensueño en estos paraísos perdidos. El negocio de los tour operadores es redondo pues los nativos, por un sueldo miserable, laboran de meseros, camareros, cocineros o mucamas en los hoteles, lodge y resorts. Si se quieren salvar los últimos parajes de selva virgen hay que comprarlos y levantar un inmenso muro de protección.

La naturaleza no es la única que está en peligro de extinción, pues la especie humana también se encuentra amenazada. El cambio climático, la desertización, la hambruna y las enfermedades se recrudecen sin que se pueda revertir esta maldita sentencia. Según la teoría de la evolución de las especies de Darwin, el más fuerte se impone sobre el más débil. Argumento que justifica la lucha de clases pues los más pobres de la tierra mueren como moscas ante la mirada indiferente de los poderosos. ¿Alguna vez las organizaciones ecologistas han protestado por los cientos de inmigrantes que mueren ahogados en el estrecho de Gibraltar? Seguro que están más preocupados en salvar las ballenas o delfines que les da más publicidad.

En los foros, las cumbres, congresos y encuentros que se convocan regularmente a nivel internacional los dignatarios, los políticos, los investigadores, los doctores y especialistas ponen el grito en el cielo y una y otra vez repiten las mismas palabras: que si el desarrollo sustentable, las energías alternativas, las recicladoras, las depuradoras, el protocolo de Kyoto, la cumbre de la tierra, infinidad de cónclaves donde se emiten proféticas resoluciones; se firman tratados, se exponen estudios a corto, mediano y a largo plazo; más presupuestos, más intermediarios y comisiones. Nadie se aprieta el cinturón, nadie quiere renunciar a sus privilegios. Incluso Donald Trump ha retirado a EE.UU. del acuerdo de París. ¿Y el decrecimiento, la deconstrucción que significan entonces? El progreso y el desarrollo no se pueden detener, los mercados así lo exigen y los índices de la bolsa de valores deben mantenerse en alza. Los políticos temerosos no se atreven a tomar decisiones impopulares y decretar un parón tecnológico. Al mejor estilo de Nerón prefieren tocar la lira contemplando como la tierra se consume en medio de un voraz incendio.

Hace unas semanas las agencias internacionales de noticias resaltaron en grandes titulares que 90 elefantes habían aparecido muertos y con los colmillos arrancados en una reserva natural de Botswana. Un crimen cometido por los traficantes de marfil en ese paraíso de los safaris de lujo. Los elefantes prácticamente han desaparecido de su hábitat en países como Angola o Zambia. Cada año 30.000 elefantes son víctimas de los cazadores furtivos. El precio al por mayor de un kilo de marfil en bruto vendido ilegalmente en China alcanzó en 2017 los 2.100 dólares.

¿Qué clase de ser humano es el que destruye la tierra? ¿Podemos echarles la culpa a todos? De veras que no es lo mismo dominadores y explotados. Sin embargo los pueblos indígenas, como sociedades arcaicas y primitivas de carácter artesanal, tras miles de años de existencia han conservado el planeta prácticamente indemne ya que su impacto en los ecosistemas naturales es mínimo.

Lo cierto es que el colonialismo y el imperialismo han provocado un cataclismo humano y ambiental sin precedentes. ¿Es que acaso un campesino de Somalia o un pastor de llamas del altiplano andino se pueden comparar a los verdugos capitalistas? A los empobrecidos y colonizados no les queda otra alternativa que destruir para sobrevivir. El desarrollo tecnológico de la civilización occidental no tiene parangón hasta el punto que con sus armas hoy son capaces de borrar toda huella de vida sobre la faz de la tierra.

En el Paraguay los indios chamacocos dedican su vida a cazar taninos para venderlos a una fábrica de pieles en Bahía Negra. Su decadencia es espantosa: alcoholizados unos, prostituidos otros, cantando alabanzas en las iglesias y sectas evangélicas los más se abandonan a su triste destino. Aquellos que se resistan y se declaren contrarios a los intereses de las empresas o multinacionales serán perseguidos y castigados por peligrosos antisociales.

En Asunción el gran jefe Calonga del alto Paraguay denunciaba a los periodistas los abusos cometidos contra su comunidad: "No se cansan, parece que no se conforman con lo que nos han hecho. Nos quieren convertir en paraguayos; que nos pongamos firmes frente a la bandera o que besemos la cruz. Nos visten con sus trajes, nos obligan a cumplir el servicio militar y nos colocan de nombre un número. Para consolarnos nos regalan latas, galletas y medicinas como quien le echa a las fieras un trozo de carroña. Somos parte del negocio y con nosotros justifican sus presupuestos. Por favor, déjenos ser pobres, eso es lo que hemos elegido; déjenos con la poca tierra que nos queda, con nuestros ríos, con nuestra selva. Queremos ser salvajes. Déjenos en paz".

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