Para los antiguos griegos la guerra de Troya, una contienda catastrófica que según la leyenda duró diez años y en la que intervinieron hombres y dioses, tuvo su origen cuando las diosas mayores, Atenea, Afrodita y Hera, decidieron invitar a sus compañeros para que designaran a la más bella. El distintivo de la ganadora sería una manzana de oro, trofeo que habría de entronizar para siempre la superioridad de sus encantos.
Este capricho dio pie a largas deliberaciones entre los dioses. Después de mucho discutirlo, encontraron que ninguno tenía el valor para enfrentar el despecho de las perdedoras, y sabiamente sugirieron nombrar como árbitro a un mortal. El honor recayó sobre Paris, el hijo que el rey de Troya había rechazado al nacer, pues los augurios señalaban que traería la ruina a la ciudad. Criado por un pastor que había sido incapaz de asesinarlo por encargo de su padre, el joven Paris llevaba una idílica existencia cuidando de sus rebaños.
Recostado en el tronco de un árbol, contempló a su antojo la belleza de las inmortales que desfilaban frente a él, sin decidirse por ninguna. Al ver sus vacilaciones, decidieron sobornarlo: Atenea le ofreció sabiduría y gran habilidad para la guerra. La majestuosa Hera, el poder de reinar sobre los hombres. Y la sensual Afrodita le prometió el amor de la más hermosa de las mujeres, Helena, esposa de Menelao, príncipe de Micenas. La bella Helena tenía el inconveniente de ser una mujer casada, pero Afrodita se ofreció a facilitar su rapto. Es así como Paris, luego de otorgarle la manzana de oro, fue a Micenas y regresó con Helena a la ciudad de Troya, hecho que incitó el furor de los griegos, quienes declararon la guerra a la ciudad.
Los reinados en Colombia no tienen consecuencias tan adversas. Si bien la superabundancia de reinas ha terminado por cansar y ya ninguna despierta el interés de una legendaria Doris Gil Santamaría, de una Luz Marina Zuluaga o una Mercedes Baquero, hay público para los innumerables certámenes que eligen reina para todo. Desde la de belleza nacional, hasta la del arroz, la papa, el bambuco, etc., etc., sin que un certamen se diferencie mucho de otro. Tampoco ellas. Hoy, debido a las cirugías plásticas, salvo las pertenecientes a otras etnias parecen hermanas, hermosas muchachas producidas en serie, todas en busca del ansiado trofeo.
No solo las reinas coronadas sino las finalistas, y aun las candidatas, aseguran que el salto a la pasarela les sirve de plataforma para trabajar en relaciones públicas, como presentadoras de televisión, actrices, para participar en política, en los negocios. Hemos visto también cómo algunas ceden a la tentación del dinero a chorros, aceptando ser el premio mayor de personajes de dudosa reputación. La mayoría de estas últimas paga caro su ambición hundiéndose en el olvido, en la clandestinidad, o incluso con una muerte violenta.
Sin embargo, es indudable que este tipo de eventos generan ciertos beneficios económicos. Promueven el turismo, la gastronomía, el comercio. Lanzan al estrellato a modistos que durante años pasan a ser parte de la parafernalia del certamen, donde los diseños de sus trajes fabulosos despiertan tanto interés como la belleza de las niñas. Se promueven tratamientos para el pelo, cremas, perfumes, cosméticos. En este país donde la economía es siempre un factor preocupante, los reinados, en especial el reinado nacional de la belleza, impulsan ciertas industrias, lo cual está bien.
De otro lado, sirven como advertencia a quien quiera oírla, especialmente en sociedades materialistas, orientadas al hedonismo y con un culto exagerado a la juventud, como la nuestra. Porque jóvenes son las modelos que anuncian todo tipo de productos de consumo, jóvenes son las presentadoras de televisión, jóvenes las actrices más afamadas, jóvenes las candidatas, jóvenes las reinas. Estamos rodeados de rostros sin una arruga y elásticos cuerpos de una perfección inverosímil, que la misma Helena de Troya habría envidiado. De sonrisas blanquísimas y abundantes y lustrosas cabelleras. De miradas brillantes, llenas de optimismo.
La advertencia sale del corazón mismo de los certámenes. Basta buscar entre los miembros del jurado a una exreina, ocupada con sus colegas en elegir a la más bella. Veremos que ahora tiene una actitud menos briosa, una sonrisa no tan fácil, un rostro marcado por la experiencia. Luce un traje sin tanto oropel y un pesado maquillaje que más que imitarla, lo que hace es resaltar la lozanía perdida. Sus marchitos encantos deberían recordar a las jóvenes de hoy que la belleza es un don fugaz, y que es más conveniente apostarle a otras cualidades, como la educación académica, por ejemplo, por más puertas que esa belleza pueda abrir, y así los reinados sirvan de trampolín a las más afortunadas.