En oportunidades, para casos concretos, quienes ejercen cargos públicos en el ejecutivo se ven enfrentados, aún de buena fe y de manera sincera, a la angustia y la duda sobre si obedecer lo que se indica en las normas, u obrar en línea con lo que ellos personal e íntimamente creen que es el bien, aunque no sea necesariamente lo legal.
No tengo ninguna duda que, siempre, se debe obrar en apego a lo que se ordena en el ordenamiento jurídico, aún si se tiene una consideración moral o un convencimiento personal que hubiera llevado a un resultado diverso.
Estoy convencido que al obrar dentro de los parámetros legales, más allá de la decisión inmediata o puntual de que se trate, se salvaguardan principios, derechos y anhelos más elevados y significativos que cualquier trámite que se esté debatiendo en un caso concreto.
En efecto, la democracia se hace del conjunto de valores, principios, reglas y procedimientos que aseguran que el Estado y la sociedad funcionen como estamos convencidos que debe ser. Esa democracia implica, entre otras prerrogativas tan importantes, la separación de los poderes.
Pues bien, la separación de los poderes se cimienta, entre otras raíces, en la posibilidad de que la gran mayoría de las decisiones para la sociedad que compartimos, se adopten de manera representativa, esto es, no por cada una y todas las personas, sino por quienes ellas eligen precisamente para eso.
Esa separación de los poderes conlleva a que solo el Congreso y las instancias de representación popular, puedan crear normas, mientras que el presidente, los gobernadores y alcaldes y sus funcionarios deben solo ejecutar la ley.
En ese contexto, si por ceder a la tentación de "hacer el bien", en lugar de obrar como se ordena en la norma, se toma una decisión que riñe con lo jurídicamente correcto, el que lo hace se estará poniendo a sí mismo sobre la ley. Al hacerlo, esa persona traiciona la democracia. Al hacerlo, ese funcionario, por sí y ante sí, desconoce lo que los que sí fueron elegidos por el pueblo para ello, dijeron que se debería hacer.
Cuando alguien obra de esa manera, obra mal y crea un precedente terrible y peligroso. En ese escenario, con su accionar, habilita que él mismo y otros y todos los funcionarios, reemplacen con su propia visión la visión que ha tenido el legislador, que es la visión, no de los congresistas, diputados o concejales individuales, sino del pueblo que representan.
Cuando la voluntad del pueblo se reemplaza por la del gobernante, no hay ya democracia
Una vez que eso sucede, el cimiento de nuestras creencias democráticas se habrá fisurado. Cuando la voluntad del pueblo se reemplaza por la del gobernante, no hay ya democracia. Si una persona se unge a sí misma para decidir el bien y el mal, se eleva a sí mismo por encima de los otros y de esa manera niega de un tajo la igualdad entre todos los colombianos.
Pero lo más terrible es que, si tentados por tener una victoria temprana o inmediata en una discusión puntual dejáramos de creer en el estado de derecho y en el gobierno de las leyes, para cambiarlo por el gobierno de las personas, cuando esas mismas personas vayan contra lo que creemos, contra lo que queremos o en contra de nosotros, ya no habrá ley y no tendremos cómo defendernos.